¿Papa o Antipapa? (I)

GLORIA Y OCASO DEL PAPA LUNA (I)

RODOLFO VARGAS RUBIO

Illueca es hoy un municipio de la provincia de Zaragoza, al norte de Calatayud y al pie de las primeras estribaciones de la sierra del Moncayo y de la de la Virgen, en el pequeño valle del río Aranda. El clima es recio, pero no extremado, y los cielos mantienen una pureza cristalina gracias al cierzo que sopla desde las montañas y lo limpia de nubes. El paisaje, en general, es de una gran serenidad y de una belleza austera. Aquí nació en 1328 y se crió don Pedro de Luna, hijo de don Juan Martínez de Luna II y doña María Pérez de Gotor y Zapata, señores de Arándiga, Illueca y Gotor y pertenecientes ambos a familias de noble prosapia aragonesa, que rindieron grandes servicios a sus reyes. El castillo que aún hoy domina Illueca y era casa solariega de los Luna, se hallaba entonces en un enclave importante por estar cerca de la frontera con el reino de Castilla; era, por tanto, teatro propicio a correrías y escaramuzas.

El joven Pedro de Luna, como segundón que era de su familia, estaba destinado a la carrera eclesiástica. Fue, pues, a Montpellier, en cuya universidad cursó Derecho con el máximo aprovechamiento, consiguiendo el grado de doctor in utroque iure y la cátedra de Decretales. Se convirtió en un reputado canonista y, con el tiempo, llegaría a ser el mejor de su época, constituyendo su impecable e irrebatible argumentación jurídica el mejor sostén de la causa aviñonesa durante el Gran Cisma. En Montpellier bebió el clérigo aragonés la cultura amable y refinada que la corte provenzal había difundido por el Mediodía francés y que constituye un preludio del Humanismo. El mismísimo Petrarca, padre del movimiento, aunque suspirando por las antiguas glorias de Italia, vivió en la corte papal de Aviñón, arropado por el mismo ambiente amable y gentil que contribuyó a la formación de Pedro de Luna.

Parece cierto que llevaba una vida tranquila y desahogada gracias a algunos beneficios eclesiásticos de los que gozaba en Vich, Tarazona, Tortosa y Cuenca. Ello le permitía alternar sus estancias entre Montpellier e Illueca. En su tierra natal transcurrió temporadas más largas a partir de 1352, año en el que murió su padre. Ello le permitió ser testigo de las acciones que tuvieron lugar con ocasión de la guerra civil castellana, que enfrentaba a Pedro I el Cruel y su hermanastro Enrique el Bastardo, conde de Trastámara. El año 1367 tuvo lugar la batalla de Nájera, de la que don Enrique salió malparado, peligrando incluso su vida. Los Luna apoyaban al de Trastámara y fue precisamente Pedro quien ayudó le ayudó a substraerse a la persecución implacable de la gente del rey de Castilla, haciéndole cruzar la frontera de Aragón y conduciéndolo a través del reino bajo disfraz hasta ponerle a salvo en Francia, en tierras del conde de Foix. De allá regresó un año más tarde Enrique, con refuerzos y mayor fortuna, pues venció en Montiel a Pedro el Cruel, con lo que su casa quedó entronizada en Castilla.

Esta circunstancia es digna de tenerse muy en cuenta, pues ya en este temprano período la vida del futuro papa Luna aparece en relación con la dinastía a la que él apoyará para ocupar también el trono vacante de Aragón. El nombre de Trastámara será su timbre de honor y su cruz. Enrique II de Castilla le quedó reconocido, Fernando I de Antequera le pagará con una oportunista ingratitud su decisivo apoyo en Caspe. Alfonso V el Magnánimo querrá enmendar ese baldón, dulcificando la estancia de un anciano Benedicto XIII en Peñíscola.

No hay datos más precisos de lo que fue la vida de Pedro de Luna hasta su creación cardenalicia. Se sabe sólo que hacia 1352 había recibido las órdenes menores y el subdiaconado. Pero está claro que su fama de canonista debió abrirle paso en la corte papal de Aviñón e hizo su fortuna. A este punto, conviene hablar de la prolongada estancia del Pontificado a orillas del Ródano, de la que los manuales de Historia hablan comúnmente como de un “exilio” o “cautividad babilónica”. Empecemos por decir que esta apreciación no responde a la verdad. Los Papas no fueron echados de Roma, por lo tanto, no puede considerarse que estuvieran desterrados o exilados. Además, en Aviñón estaban como en casa, sin restricciones ni cortapisas, huéspedes primero de la Corona de Nápoles (y no del Rey de Francia, como se cree) y señores de casa después (cuando Clemente VI compró el territorio aviñonés y el condado Venesino a la reina partenopea Juana I de Anjou. La verdad es que los Papas tenían sus buenos motivos para no querer ir a Roma. Las cosas allí habían degenerado rápidamente después de la humillante derrota de Bonifacio VIII en Anagni, siendo la Ciudad Eterna presa de las facciones que seguían a los clanes opuestos de la aristocracia romana: los Orsini y los Colonna. La decadencia y la inseguridad de la Urbe llegaron a cotas inimaginables. No es extraño, pues, que los sucesivos pontífices pospusieran su entrada en ella y que poco a poco se fueran acostumbrando a la bondad del clima y la gentileza de la sociedad meridional.

Después de la muerte de Bonifacio VIII, su gran enemigo Felipe IV el Hermoso exigió su “damnatio memoriae” a su sucesor Benedicto XI. Éste se mantuvo firme frente a las pretensiones del rey de Francia, pero duró poco. Después de él fue elegido en Perugia, en 1305, Clemente V (el gascón Beltrán de Got), que quiso ser entronizado en Lyon, de cuya catedral había sido vicario general. Una vez en Francia sostuvo un continuo tira y afloja con Felipe el Hermoso. A cambio de que éste no lo importunara más con el affaire Bonifacio VIII le concedió la supresión de los Templarios, pero a condición de que fueran realmente culpables. Obviamente el Rey obtuvo las pruebas que los incriminaban (obtenidas mediante la fuerza). En 1309, después de un período itinerante por tierras francesas, Clemente fijó su residencia en Aviñón, donde murió cinco años más tarde. Su sucesor fue Juan XXII (1316-1334), elegido después de uno de los cónclaves más largos y laboriosos de la Historia. Previendo la prolongación de su estancia en este feudo de la reina de Nápoles, se dedicó a organizar la curia papal, dándole un carácter centralista y fiscalizador, lo que hace de ella la precursora de la administración moderna. También sostuvo una larga batalla contra el emperador Ludovico IV el Bávaro, que ponía en cuestión la supremacía papal basándose en las doctrinas de Marsilio de Padua. Eran los primeros vientos de una rebeldía que se revelaría verdadero huracán con el conciliarismo, el enemigo contra el que lucharía denodadamente Pedro de Luna como papa.

El cisterciense Benedicto XII (1334-1342) quiso instalarse en Bolonia como etapa previa hacia Roma, pero la idea no entusiasmaba a los boloñeses –que no la apoyaron– y el Papa acabó por considerar que el retorno a Italia era imposible. Bajo su pontificado estalló la Segunda Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que iba a ensangrentar la Cristiandad. Por otra parte, Ludovico el Bávaro continuaba su lucha contra el Papado. Para evitar que el Emperador pudiera atacarlo y apoderarse de él, Benedicto XII se hizo construir un palacio fortificado, exponente magnífico de arquitectura gótica y de ingeniería militar. Clemente VI (1334-1342) compró Aviñón a su señora natural e hizo de esta ciudad la corte más fastuosa de la Cristiandad. Como doloroso contrapunto a la magnificencia de este pontificado, fue durante él cuando se cernió sobre Europa la peste negra como plaga del Apocalipsis, que acabó con la tercera parte de la población. La epidemia tuvo nefastas consecuencias para la Iglesia: los monasterios y abadías, los conventos y cabildos eclesiásticos quedaron desiertos por el golpe de la guadaña o al huida ante la terrible y mortal amenaza. Hubo, pues, que repoblarlos y para ello se echó mano del exiguo elemento humano que se encontró. No es de extrañar, pues, que se difundiera la relajación entre el clero secular y regular. Contra esta lacra también habría de hacer frente el papa Luna, él mismo de intachables costumbres.

Los últimos tres pontífices de la primera época de Aviñón –o sea la anterior a los cónclaves de 1378– fueron hombres de gran talla espiritual: Inocencio VI (1352-1362), el beato Urbano V (1362-1370) y Gregorio XI (1370-1378). Al primero de ellos se debe el nombramiento del cardenal don Gil Carrillo de Albornoz como legado papal en Italia, donde cosecharía triunfo tras triunfo en la empresa de pacificación de los Estados de la Iglesia para allanar el regreso del Papado a Roma. El cardenal Albornoz, emparentado con los Luna, es, pues, el otro gran personaje salido de España que ilustra la Historia de la Iglesia en este tiempo, siendo este castellano digno pendant de nuestro aragonés. El beato Urbano V fue el primero que se planteó seriamente volver a su sede romana. Francia, donde reinaba el mayor desorden debido a la guerra con Inglaterra (que estaba perdiendo), ya no ofrecía seguridad. Las “compañías” de soldados licenciados y sin paga hacían estragos por los caminos. Aviñón llegó a estar en peligro debido a la amenaza del mercenario Bertrand du Guesclin (que había participado en la guerra civil de Castilla). El Papa decidió, pues, hacer caso a las instancias de Catalina de Siena y Brígida de Suecia y se trasladó a Roma en 1377. Por poco tiempo, pues la ciudad seguía sin ser segura en absoluto. Vuelto a Aviñón, murió al poco tiempo. Habiendo llevado una vida impecable y virtuosa, sería beatificado en 1870 por el beato Pío IX.

Gregorio XI (1370-1378) fue el gran benefactor de Pedro de Luna. En el consistorio que tuvo lugar en Aviñón el 20 de diciembre de 1375, lo creó cardenal diácono de Santa María in Cosmedin (una de las más antiguas y venerables iglesias romanas). Se dice que fue por insistencia del rey Pedro IV el Ceremonioso, pero lo cierto es que el Papa apreciaba al eclesiástico aragonés, cuya fama de persona íntegra y capaz había llegado a sus oídos. Ya antes, bajo el beato Urbano V, había estado a punto de ser preconizado arzobispo de Valencia, para lo cual no le faltaban méritos. Pero había otro candidato con mayor influencia que le tomó la delantera: don Jaime de Aragón, hijo del infante don Pedro, conde de Ribagorza, el cual ya era obispo de Tortosa. Pero ahora la púrpura, haciendo de él un príncipe de la Iglesia, lo colocaba en un rango honorífico superior. Frisando la cincuentena, podía el neo-cardenal sentirse satisfecho de una carrera sin mayores sobresaltos y soñar con una vida tranquila, dedicada al estudio y a sus libros (su biblioteca, que confiará al humanista Nicolas de Clemanges, será una de las más ricas y mejor provistas). Pero justamente es en este momento cuando comienza la segunda y más activa parte de su existencia terrenal, durante la cual intervendrá decisivamente en los acontecimientos más trascendentales de la Cristiandad. Quizás intuyendo su destino, Gregorio XI le habría dicho al imponerle el capelo: “Cuidad, don Pedro, que vuestra luna no se eclipse nunca”.

El cardenal de Aragón (como empezó a llamársele) entró de inmediato a formar parte del círculo más íntimo y de confianza del Pontífice, pero cuando empezaba a acostumbrarse a la vida de la Curia aviñonesa, apenas un año después de su creación cardenalicia, tuvo lugar un hecho crucial: la vuelta a Roma, decidida por Gregorio XI, que la quería definitiva. En enero de 1377 entraba Pedro de Luna, acompañando la comitiva papal, en la Urbe. Apenas tuvo tiempo para instalarse y tomar posesión de su diaconía cuando, al año siguiente, el 28 de marzo, murió inopinadamente el Pontífice, que sólo tenía 48 años, aunque muchos proyectos de reforma para la Iglesia. Uno de los pocos actos relevantes que pudo cumplir en su sede romana fue la condenación, en marzo de 1377, de las doctrinas heréticas de John Wyclef, precursoras del protestantismo. Sepultado Gregorio, los cardenales presentes en Roma se dispusieron a encerrarse en cónclave para elegirle sucesor.

8 comentarios

  
RVR
Errata corrige:

Clemente VI reinó de 1342 a 1352 y no de 1334 a 1342

El beato Urbano V regresó a Roma en 1367 (y no en 1377) y volvió a Aviñón en 1370

Lapsus calami! Mea culpa.
04/06/10 4:09 PM
  
JCA
Supongo que seguirá este artículo, ¿no? Porque el asunto es interesante. Benedicto XIII Orsini tampoco tenía claro si fue papa o antipapa, porque empleó al principio el ordinal XIV.

Espero que Dios lo tenga en la gloria, porque no fue mal papa, sólo le tocó una época horrible y vergonzosa, y si se empecinó (como buen canonista, probablemente justificado, y seguramente pensando en el bien de la Iglesia) no puede pedirse que un buen aragonés deje de ser lo que es.
04/06/10 11:49 PM
  
aficionado
En aquella epoca, hasta 1492, Valencia era obispado y Pedro de Luna fue canonigo de Valencia. Jaime de Aragon fue tambien cardenal.
04/06/10 11:49 PM
  
RVR
Gracias por la observación. Efectivamente Valencia fue arzobispado sólo con Rodrigo de Borja en 1492. Por lo que toca a Jaime de Aragón, fue cardenal posteriormente a Pedro de Luna. Éste fue creado en 1375, mientras aquél lo fue en 1387, ya en pleno cisma. De modo que durante unos años el cardenal de Aragón (Luna) sí estuvo honoríficamente por encima del obispo don Jaime de Aragón.
05/06/10 1:07 AM
Interesante articulo , bien documentado y como dice uno esperemos que le des continuidad, solo una precision, Gregorio XI, se fue a Roma no por convencimiento, sino a instancias de Santa Catalina de Siena y le sorprendió la muerte cuando planeaba la vuelta a Aviñon, ya que las revuelta y la inseguridad en Roma seguia existiendo, como se comprovó en los desagradables hechos del conclave

Un saludo
05/06/10 10:07 AM
  
manuel morillo
Hay un magnífico libro de Luis Suárez Fernández «Benedicto XIII, ¿Papa o Antipapa?» (Airel), en el que lo revindica («de haber vivido en ese tiempo, yo sería benedictista sin duda»)

Muestra las bondades de la obra del Papa Luna y su reforma anticipada de la Iglesia.

La prueba definitiva es que «hay que tener claro que quienes obedecieron a a Benedicto XIII fueron los países que después van a ser católicos, mientras que los que están a favor de Urbano VI son Inglaterra y Alemania, que después serán protestantes».
08/06/10 2:03 AM
  
antiguo alumno salesiano
En la lista de los papas Benedicto hay un santo canonizado, Benedicto II, y un beato, Benedicto XI. Saltamos de Benedicto IX, que fue elegido papa en tres ocasiones, al beato Benedicto XI, ya que ahora se considera antipapa a Benedicto X. Que el primer papa que tomó este nombre después de él figure en el catálogo de los obispos de Roma como el XI, supongo que es porque durante un tiempo se le consideró legítimo, aunque también hubo un Juan XVII sin que existiera un Juan XVI y un Juan XXI sin que existiera un Juan XX.
Es interesante la observación de JCA de que Benedicto XIII Orsini empleara al principio el ordinal XIV. Pero de llegarse a un acuerdo sobre las posible legitimidad del papa Luna, la numeración de los siguientes Benedictos (uno de ellos el genovés Giacomo Della Chiesa, por quien siento gran admiración), no cambiaría.
08/06/10 10:02 PM
  
karmelesantxez
digo yo xke cuando viene el papa no lo pagan los cristianos ,,yo no estoy en contra de ello lo respeto,,pero kieren ke venga muy bien pues todos esos millones ke lo paguen ellos ,,,
08/11/10 10:35 PM

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