La fe nos viene del exterior y se recibe por la predicación
En medio de la confusión en la que vivimos, existe una definición de la fe que no se puede cambiar. A esta definición debemos atenernos los católicos en estos tiempos de ambigüedad y herejías que tenemos que soportar a todas horas.
La fe es la adhesión de la inteligencia a la verdad revelada por el Verbo de Dios. Creemos en una verdad que nos viene desde afuera y que no proviene de ninguna manera por nuestro propio espíritu. Creemos a causa de la autoridad de Dios que nos revela esa fe. No hay que ir a buscarla a otra parte. Nadie tiene derecho a arrebatarnos esa fe y reemplazarla por otra.
Pero para los modernistas, la fe sería un sentimiento interior, una experiencia personal, pues no habría que buscar fuera del hombre la explicación de la religión:
«Es pues en el hombre mismo donde se encuentra la fe y, lo mismo que la religión, es una forma de vida en la vida misma del hombre». De modo que la fe sería algo puramente subjetivo, una adhesión del alma a Dios, siendo este mismo inaccesible a nuestra inteligencia, pues cada cual está en sí mismo, cada cual en su conciencia.
El modernismo no es una invención reciente; es el espíritu de la Revolución Francesa que quiere encerrarnos en nuestra humanidad y poner a Dios fuera de la ley. Para los modernistas, la verdad no es algo que se recibe, algo ya hecho, sino que es algo que se construye: una vivencia, una experiencia personal.
Su definición falsa sólo busca corromper la autoridad de Dios y la autoridad de Iglesia.
Como dice el Manifiesto Antimodernista:
«Mantengo con toda certeza y profeso sinceramente que la fe no es un sentimiento religioso ciego que surge de las profundidades del subconsciente, bajo el impulso del corazón y el movimiento de la voluntad moralmente informada, sino un verdadero asentimiento de la inteligencia a la verdad adquirida extrínsecamente, asentimiento por el cual creemos verdadero, a causa de la autoridad de Dios cuya veracidad es absoluta, todo lo que ha sido dicho, atestiguado y revelado por el Dios personal, nuestro creador y nuestro Señor. Más aún, con la debida reverencia, me someto y adhiero con todo mi corazón a las condenaciones, declaraciones y todas las prescripciones contenidas en la encíclica Pascendi y en el decreto Lamentabili sane exitu, especialmente aquellas concernientes a lo que se conoce como la historia de los dogmas.