19.06.22

En la Festividad del Corpus Christi

Hay un sentimiento que tenemos todos: querer quedarnos para siempre con quienes amamos. Las separaciones siempre son dolorosas. Por eso, Jesús no quiso separarse de nosotros. Y como Dios lo puede todo, no ha querido dejarnos huérfanos y ha decidido permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos bajo el velo eucarístico. El Señor no nos ha dejado un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo, el que nació de María en Belén; el que trabajó en Nazaret y recorrió Galilea y Judea y murió crucificado en el Gólgota; el que resucitó al tercer día y se apareció a sus discípulos repetidas veces. Jesús está realmente presente en la Sagrada Hostia, en cada sagrario. Él es el centro y, desde cada sagrario, irradia su caridad por el mundo. Cristo Sacramentado es el amor que cambia el mundo. Jesús Sacramentado es el Amor de los amores; es la fuente del amor, la fuente de la sabiduría, la fuente de la verdad. La Eucaristía es la fuente y la cima de la vida cristiana. Jesús mismo se hace comida para la vida eterna. Cuando comulgamos, Él se une a nuestra alma y a nuestro cuerpo para santificarnos, para darnos el alimento que necesitamos para el camino que nos conduce a Él. La comunión es el alimento de los santos que renuncian al mal, que se comprometen a combatir todo mal y a vivir amando y sirviendo a Dios y al prójimo. Dios cambia nuestra vida y cambia el mundo a través de la Eucaristía. Cristo nos santifica a nosotros y santifica el mundo a través del sacramento del amor, que es Él mismo, oculto bajo las especies de pan y vino.

El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus trabajos, sus luchas, sus angustias… Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar a su Hijo, para que, haciéndose hombre, muera por nosotros y nos salve del pecado del mundo y de nuestros propios pecados. Cristo se da a sí mismo en el Pan de Vida, no solo para que lo veas con tus propios ojos, sino para que lo toques y lo comas y lo recibas dentro de ti.

Ahora bien, no se puede comulgar de cualquier manera. Quienes viven en pecado mortal no pueden recibir la comunión. Eso sería sacrílego. La comunión es signo de amor a Dios y de unidad con la Iglesia. Puede comulgar quien renuncia al pecado y vive en gracia de Dios; es decir, quien lleva una vida coherente con su fe. No puede decir que vive unido a Dios quien blasfema, quien no santifica las fiestas, quien no honra a sus padres como es debido, quien engaña, quien roba, quien miente, quien no es fiel a su mujer e incumple sus juramentos ante Dios; quien adora a otros dioses falsos, como el placer, el dinero, el prestigio o el poder. Quien vive en pecado mortal no vive unido a Dios y no puede comulgar. Esa es la verdad.

Dice Santo Tomás de Aquino:

No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento la santa comunión es una medicina reconfortante que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.

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18.06.22

El Monasterio de la Santa Espina (V): Doña Susana Montes Bayón, los Hermanos de La Salle y lo que la Providencia siga disponiedo

Explica acertadamente don Antolín Gutiérrez[1] que la solución de los problemas religiosos y sociales pasa por hacer realidad esta respuesta del Catecismo:

«No hacer mal a nadie ni en hecho, ni en dicho, ni aun por deseo.

Con esta sola regla puesta en práctica estarían demás los Códigos. Con ella sola se evitarían las consecuencias desastrosas de las escuelas sin Catecismo, que enseñan a fabricar con su química explosivos que siembren la muerte entre inocentes, a incendiar sacrílegamente moradas religiosas, a remover y profanar con repugnante cinismo tumbas sagradas; a desechar, como un estorbo, la autoridad y la ley, para a sus anchas poder vegetar en el fango de todos los vicios y con el desenfreno de todas las pasiones criminales.

Las escuelas fundamentadas en el Catecismo, y mucho más todavía las escuelas regidas por religiosos, como las fundadas por la Excma. Sra. Marquesa de Valderas en la Santa Espina, son insustituibles.»

Y así es. Nada tiene que ver la enseñanza laica con la basada en el Catecismo. Y esa verdad resulta cada día más patente y más incuestionable.

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17.06.22

El Monasterio de La Santa Espina (IV) y la Peste Liberal

La revolucionaria diosa razón pisa el crucifijo: el Liberalismo queda así perfectamente retratado.

El Monasterio de Santa María de La Santa Espina fue fundado por la infanta Sancha Raimúndez, hermana del rey Alfonso VII de León, en 1147. Está situado en el lugar de un antiguo monasterio benedictino dedicado a San Pedro. De acuerdo con la tradición, al frente de los primeros monjes que habitaron el monasterio estuvo Nivardo de Claraval, hermano de Bernardo de Claraval.

La construcción del edificio fue muy lenta y se extendió entre el siglo XIII y el siglo XVI, aunque el claustro fue reconstruido en el siglo XVII. En 1731 sufrió un incendio que destruyó la biblioteca y gran parte del edificio.

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16.06.22

El Monasterio de La Santa Espina III: el reconocimiento de don Juan de Austria por Felipe II

El 28 de septiembre de 1559, se produce el encuentro entre Felipe II y Jeromín -don Juan de Austria- en un claro próximo al Monasterio de la Santa Espina.

Tomado literalmente del Capítulo V del libro Un Rincón de Castilla. Reseña Histórica del Monasterio de La Santa Espina, de don Antolín Gutiérrez Cuñado.

Hay un hecho en la historia de España poco conocido, y al parecer insignificante, pero trascendental por sus consecuencias, digno de ser representado en el mármol y en el lienzo, y que por escenario tuvo el ameno valle de la Santa Espina, delante de los muros del Monasterio: el reconocimiento del que había de ser el invicto Capitán don Juan de Austria por su hermano Felipe II, el célebre Monarca a quien la Historia da el dictado de el Prudente.

Uno de los personajes que más sobresalían entre los que acompañaban al Emperador Carlos V, era Luis Méndez Quijada, señor de Villagarcía, Villanueva de los Caballeros, Santofimia y Villamayor de Campos, descendiente de la noble familia de los Quijadas, que descansaban en el Monasterio en la Capilla de su nombre. Le tocó la suerte de recibir por esposa a la excelsa dama, honra y prez de la castellana nobleza, doña Magdalena de ülloa, hermana del primer Marqués de la Mota, nobilísima señora, dechado de virtudes, de cuyas manos corrió siempre tan abundante el río de oro de su caridad, que no titubeó el V. P. Lapuente en darle el honrosísimo título de La Limosnera de Dios.

Sin límites debía de ser la confianza que el Emperador tenía puesta en su mayordomo Luis Quijada, por cuanto sólo a él le hizo sabedor del origen de su hijo Jeromín, y sólo a él le confió la educación secreta del mismo.

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14.06.22

El Monasterio de La Santa Espina II

Una corona de espinas

«Entonces los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte. Lo desnudaron y le echaron encima un manto de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza, y en su mano derecha una caña, y doblando la rodilla delante de él, le hacían burla diciendo: “Salve, Rey de los judíos"». (Mt 27, 27-29)

Nos llega por la Sagrada Escritura que unos soldados romanos colocaron a Jesús en su cabeza una corona de espinas durante su pasión. En concreto, en los Evangelios canónicos de Mateo (27, 29), Marcos (15, 17) y Juan (19, 2). 

El Mesías, sentenciado a muerte, entregado a los soldados, fue flagelado y luego coronado de espinas. En esos pasajes, los soldados romanos se burlaban de Él con frases insultantes referidas a su reinado: “Salve, rey de los judíos”, le gritan. Y claro, un rey merece una corona, pero en el caso de ese que decía ser rey de los judíos, condenado a morir, los soldados le humillaron e hirieron confeccionando una corona con espinas e hincándosela en la cabeza.

Según Fleury (Ch. Rohault de Fleury, Mémoire sur les Instruments de la passion de N.S.J.-C. Paris 1870), una vez estudiada la reliquia y diferentes ramas de zarza que aún se conservan (como por ejemplo en Tréveris y Pisa), la Corona de Espinas no habría sido tal y como nos la presenta la iconografía cristiana, sino una suerte de casquete de espinas que cubría toda la cabeza como una cofia. Las ramas espinosas empezaban todas desde el anillo de juncos, que era la base del casquete y servía para entrelazar las ramas de zarza y para sujetarlas.

Las ramas pertenecían a la especie Zizyphus vulgaris-lam, conocido también como Zizyphus Spina-Christi. Es un tipo de zarza que puede alcanzar los siete metros de altura y está muy difundido en el área de Jerusalén. Sus espinas son de diferentes tamaños, pudiendo llegar a un máximo de 5-7 cm.

(Tomado de Reliquiosamente: La corona de espinas y la Sainte Chapelle)

El dolor de las espinas al clavarse sobre la cabeza de Nuestro Señor Jesucristo sería difícil de describir; por no hablar de la sangre que se derramaría por culpa de esas espinas que se clavaban y se hundían en la cabeza por efecto de los golpes que sus torturadores daban sobre la corona de espina valiéndose de cañas y palos para escarnecer más al Señor. Mucha sangre, mucho dolor, mucha humillación, muchas burlas…Y todo por nuestros pecados, que no solo desgarran a nuestro Señor, sino que, además, lo humillan con tantos desprecios como recibe. Tantas blasfemias, tantos sacrilegios, tantos desprecios, tantas herejías…

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