Un congreso de liturgia previsible… lamentablemente (I)


En nuestro artículo anterior anunciábamos la celebración del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona, que tuvo lugar los días 4 y 5 de este mes en el Aula Magna de la Facultad de Teología de Cataluña (Seminario Conciliar). El evento se organizó en el marco del cincuentenario del Centro Pastoral de Liturgia (CPL) de Barcelona (fundado el mismo año de la muerte de Pío XII, cuya encíclica Mediator Dei de 1947 le mereció sin duda el título de Doctor Liturgicus).Dados los ponentes y las personalidades invitadas nos figurábamos por dónde iban a ir los tiros, pero la verdad es que nuestros temores no sólo han sido confirmados, sino excedidos por la realidad. Ha sido una demostración de triunfalismo (para emplear un término tan caro a los modernistas desde que Mons. De Smedt lo acuñó durante el Vaticano II para atacar a la Iglesia tradicional) por parte de los entusiastas de la revolución litúrgica postconciliar, triunfalismo tanto más incomprensible cuanto que por doquier pueden verse los ciertamente acerbos frutos engendrados por ésta.

Que se fuera triunfalista en los siglos XVI y XVII, a continuación del Concilio de Trento, se explica. Tras una gravísima crisis de fe que llevó a la escisión de la Cristiandad en dos confesiones irreconciliables, después de un lamentable período de relajación y corrupción de gran parte del clero, al cabo de una época de pobreza y decadencia del culto, he aquí que la Iglesia Católica emprendió su propia reforma in capite et in membris y, no sin los contratiempos propios de un siglo en el que la injerencia de lo temporal era poderosa, la sacó adelante. Los efectos no tardaron en manifestarse. Surgieron nuevas órdenes y congregaciones (jesuitas, teatinos, oratorianos, somascos, clérigos regulares de la Madre de Dios, camilianos…), se emprendieron importantes reformas de las ya existentes (carmelitas, franciscanos, capuchinos, benedictinos…), la enseñanza católica de la niñez y la juventud se organizó y extendió prodigiosamente. La liturgia romana, sometida a una cuidadosa revisión encargada por los Padres tridentinos al Papa, produjo un gran esplendor del culto divino (durante demasiado tiempo descuidado) y una importante renovación de la espiritualidad, de lo que se siguió que las vocaciones se incrementaron en calidad y en cantidad y hubo una extraordinaria floración de grandes santos. El arte y la música, inspirados en la Contrarreforma produjeron obras sublimes que aún hoy son la admiración de las almas sensibles.

Por supuesto no vamos a echar abajo el Concilio Vaticano II porque nada de esto que acabamos de señalar ocurrió después de su celebración. Un concilio ecuménico puede tardar bastante en dar los resultados esperados (el de Nicea, por ejemplo, reafirmó la fe católica en la divinidad de Jesucristo contra Arrio, pero el arrianismo arreció justo después de su celebración y tardó en ser desarraigado; mientras tanto hizo tanto daño que San Jerónimo no pudo sino exclamar que “el mundo se despertó de repente con estupor arriano”). Mucho depende el éxito de su aplicación de los hombres de Iglesia y de si tienen miras sobrenaturales o mundanas (a veces, también de los hombres de Estado y, desgraciadamente, de los politiqueos y manejos temporales). Creemos que el concilio querido por el beato Juan XXIII y continuado por Pablo VI aún tiene que dar lo mejor de sí, sobre todo ahora cuando, después de décadas de predominio de un espíritu espurio de ruptura se va abriendo paso la hermenéutica de la continuidad, promovida abiertamente por el Santo Padre Benedicto XVI.

Conviene, por otra parte, distinguir el Concilio Vaticano II y las reformas que en su nombre se han llevado a cabo. Hay casos de una clarísima solución de continuidad entre un texto conciliar y su aplicación post-conciliar. En ninguno es más flagrante no ya la discontinuidad, sino la abierta contradicción que en el de la reforma litúrgica. Basta leer la constitución Sacrosanctum Concilium para percatarse que la mayor parte de lo que ella establece no sólo no se ha cumplido, sino que ha sido contradicha en su aplicación concreta. Recordemos que dicho documento, a pesar de las encendidas discusiones que suscitó en el aula conciliar, acabó siendo aprobado por la inmensa mayoría de Padres (entre ellos, por cierto, Mons. Lefebvre). Desgraciadamente, a poco de aprobarse, la Sacrosanctum Conciliumfue dejada en manos del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, organismo independiente de la entonces Sagrada Congregación de Ritos (lo cual substrajo sus trabajos al control de la Curia Romana) y presidido por el cardenal Lercaro, conocido por su posición más bien inconformista en este campo. Fue en su seno donde se fraguó lo que se puede llamar con toda propiedad la “revolución litúrgica”, en la que trabajaron con denuedo y con un celo digno de mejor causa exponentes del movimiento litúrgico, pero no el de Dom Guéranger y San Pío X, sino el desviado, inficionado de modernismo y ecumenismo irenista. Entre ellos se encontraba el P. Annibale Bugnini, vicentino, secretario del Consilium, el cual se convertiría en el verdadero mandamás de la reforma. Y junto a él trabajaron dos sacerdotes que se convertirían en significados epígonos suyos: Pere Tena (hoy obispo auxiliar emérito de Barcelona) y Piero Marini (hoy arzobispo titular al frente del Comité Pontificio para la preparación de los Congresos Eucarísticos Internacionales).

Precisamente Mons. Tena y Mons. Marini estuvieron entre los disertantes del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona, el primero como anfitrión y el segundo como invitado. Otro participante estrella, aparte del ex ceremoniero papal, fue el cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas. Antes de abordar el tema de sus respectivas exposiciones será interesante consignar algunos datos reveladores sobre los personajes en cuestión. Empecemos por la púrpura. El cardenal belga se ha distinguido por ser una actitud tan acogedora hacia las manifestaciones de otras religiones como implacable para con los católicos vinculados al usus antiquior. Así, mientras las comunidades de Ecclesia Dei y las agrupaciones afinesson reducidas al silencio y a un práctico ostracismo (cuando no rechazadas, como pasó con la Fraternidad de San Pedro) por el Señor Cardenal y sus consejeros, hete aquí que las iglesias bruselenses son abiertas de par en par para ceremonias musulmanas y manifestaciones gay o para homenajear a sacerdotes refractarios al magisterio papal. El arzobispado tiene prohibido, por ejemplo, que se haga propaganda del único lugar donde se celebra la misa gregoriana desde la época del motu proprio de Juan Pablo II (ni Su Eminencia ni su curia parecen haberse enterado que ahora hay otro motu proprio, el de Benedicto XVI, que ha sido como el Edicto de Milán para los católicos tradicionales, tanto tiempo injustamente proscritos).

Vayamos ahora a los monseñores Tena y Marini. Aunque este último es arzobispo y, por lo tanto, tiene precedencia de honor respecto del primero, observemos la deferencia debida a la edad. El ahora obispo auxiliar emérito de Barcelona vino de Roma poseído de un auténtico espíritu de iconoclastia (y no exageramos). En Cataluña hizo lo que en Roma Virgilio Noè: desmantelar iglesias y altares de manera que no quedaran reminiscencias consideradas peligrosas del antiguo rito romano, tarea en la que fue eficazmente ayudado por algún monje de Poblet (antigua gloria de la Iglesia catalana y hoy sumido en la decadencia litúrgica). Monseñor Tena hizo incursión en el capítulo canonical de la catedral barcinonense suprimiendo la misa en latín que en él se decía: no, por cierto, la tridentina o gregoriana, sino la del Novus Ordo de Pablo VI (para que después nos venga con que los afectos a la liturgia extraordinaria se deberían contentar con la misa de rito ordinario en latín, como aseguró hace algunos meses en un simposio que tuvo lugar a propósito de Summorum Pontificum). El obispo, secundado por el diácono Josep Urdeix, fiel adlátere, no se retiene a la hora de sugerir (como hizo en esa misma ocasión) que el acto de Benedicto XVI a favor de la liturgia anterior a la revolución conciliar es una concesión para nostálgicos, que acabará siendo superado. Ya se encargan en la curia archidiocesana (a la que aún llega su longa manus) de que el motu proprio tenga una prácticamente nula aplicación en Barcelona.

El arzobispo Piero Marini pertenece a la línea de ceremonieros pontificios responsables de la depauperación y degradación de las liturgias papales, que detentaron el poder en la Capilla del Romano Pontífice entre 1968 y 2007: ¡casi cuarenta años de dictadura del feísmo y la falsa sencillez! Felizmente acabados, hay que decirlo, con el nombramiento de Mons. Guido Marini (que afortunadamente sólo tiene en común el apellido con su predecesor), el cual está recuperado en la medida de lo posible la gran tradición de los grandes maestros de ceremonias al servicio de los Papas, que parecía irremisiblemente muerta con el cardenal Enrico Dante, el insigne liturgo de Pío XII, el beato Juan XXIII y Pablo VI. Monseñor Marini (Piero) es un declarado enemigo de la liturgia anterior a la de la reforma post-conciliar, como lo atestigua esta declaración suya: “El rito Tridentino o de San Pío V fue dejado en vigor bajo ciertas condiciones para evitar que fuera traumático el paso del viejo al nuevo rito para los fieles más ancianos. Después el papa Wojtyla permitió que se pudiese celebrar en ciertas iglesias dicho rito, pero ya está. Ir más allá de esto es ir más allá de la Iglesia y esto no se puede”. Coincidencia de pensamiento con Mons. Tena: la liturgia extraordinaria es cosa de viejos nostálgicos y recalcitrantes. Lo que pasa es que es el propio Papa (el actual) el que ha ido más allá de las estrechas miras de su ex ceremoniero al publicar su motu proprio, a menos que piense Monseñor que Benedicto XVI se ha salido de la Iglesia… El arzobispo publicó en 2005 un libro que lleva el título italiano de Liturgia e bellezza. Nobilis pulchritudo. Admitamos que hay que tener coraje para atreverse a escribir sobre la belleza en la liturgia cuando se ha dedicado uno sistemáticamente a conculcarla, como hizo esta criatura de Bugnini. Sobre todo cuando se piensa en el clímax de mal gusto desplegado durante las ceremonias del año santo 2000…

Al hilo de este artículo vamos a añadir una breve semblanza de otro invitado al Congreso de Barcelona: el P. Juan María Canals, claretiano, secretario de la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española. Una sola frase suya al final de un documento que parecía más o menos ponderado sobre el motu proprio Summorum Pontificum (in cauda venenum) revela cuál es su verdadera actitud (de antipatía) hacia la misa tradicional: “donde la misa celebrada en su forma ordinaria se haga bien, no habrá tentación de pasar a la forma extraordinaria”. La forma extraordinaria, luego, es para el Padre Canals objeto de tentación, es decir, algo que debería evitarse. Después de todo, es ésta la tónica dominante en la comisión de la que es secretario, a tenor de las declaraciones que su presidente, el obispo de León, que en su día se refirió al motu proprio con no bien disimulada incomodidad (por decir lo menos).

Aurelius Augustinus

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