Los dos velos del misterio de la Iglesia


No es extraño que muchos queden perplejos ante la complejidad de gran número de acontecimientos y que nos revelan un rostro afeado de la Iglesia de Jesucristo. Una Iglesia en la que están presentes los pecados de los hombres, las resistencias a la gracia: páginas de vergüenza y de bajos sentimientos, páginas de cobardía y abandono que en nuestra diócesis de Barcelona encontramos en gran número.

¿Cómo hombres de Iglesia, responsables como Pastores del rebaño de Jesucristo, pueden llevar a cabo esa maravillosa misión que Dios ha puesto sobre sus espaldas mostrando esa tibieza y mediocridad tan ostensible? ¿Cómo puede ser que para ministros del Señor lo divino no sea más que una especie de coartada a su pereza, a su horror por toda lucha por superarse y superar los obstáculos que la realidad le plantea?

Este es, en verdad, el primer velo del misterio de la Iglesia. El que corresponde a la descripción de Isaías: “No lo hemos reconocido. Sin hermosura. Sin brillo. Despreciado. El último de los hombres. Un ser de dolor, roto por el sufrimiento, desfigurado, semejante a un leproso.”

¡Sí! Este es en verdad el primer aspecto de la Iglesia, como también la primera enseñanza de la historia respecto a ella.

Pero así como hay otro aspecto del misterio de Cristo, del mismo modo la historia no deja de presentar otro aspecto del misterio de la Iglesia: el grande, el verdadero, el resplandeciente.

Aspecto que, de esta Iglesia sumergida por los simuladores, hace a la Esposa radiante y virginal. Fuente de santidad en la vida privada. Fuente de civilización, de orden y de paz en la vida pública.

¿Qué permanecerá más en el tiempo? ¿Qué realizaciones quedarán como universales? ¿Cómo conservaremos la esperanza en medio de tantas contradicciones?

Por una parte, tenemos la evidencia de una miseria difícil de limpiar, fundamental, “original” –diría yo- y por otra parte esta evidencia igualmente clara de la salvación, del rescate, de la redención de este todo y de esta miseria por medio de los que -hay que repetir con San Pablo- son locura y escándalo a los ojos del mundo.

Pero ¿qué sería la Redención, qué sería el divino rescate si no consistieran en salvar, en rescatar lo que indiscutiblemente “estaba perdido”?

¡Verdad ésta que una meditación doctrinal puede alcanzar, ciertamente! Pero ¡cuánto más lo ilustra el estudio de la historia!; ¡cuánto más relieve y vida le confiere esa mirada global sobre el devenir histórico de la Iglesia!

En esa mezcla de visión histórica y mirada de fe todas las contradicciones desaparecen desde el momento en que se han comprendido que los miembros de la Iglesia pecan, es cierto, pero pecan en tanto traicionan a la Iglesia; que la Iglesia no es sin pecadores, pero es sin pecado.

Por consiguiente, aunque la historia nos presenta la indigencia a la que nos vemos reducidos a causa de nuestra lejanía de Dios, también nos ilustra y nos confirma las posibilidades del hombre por poco que este sea fiel a los impulsos de la gracia.

Y si es cierto que es con una luz muy a menudo trágica como percibimos las posibilidades del mal entre nosotros y en nuestra Iglesia, tampoco es menos cierto que esa misma luz nos revele los recursos incomparables, las maravillosas revanchas de la verdad, de lo hermoso y del bien.

La historia, pues, escuela de sana desconfianza pero además de santa esperanza. En la medida que es la gran escuela de la experiencia humana. Y por tanto la gran escuela de la acción.

Hay que mostrar a las jóvenes generaciones que ninguna herencia del pasado se adquiere, que ninguna promesa del porvenir es segura y que la realidad del mañana depende únicamente de su fidelidad y de su valor, de su perspicacia en captar, en explotar cada acontecimiento.

Aquellos que ven cuántos efectos diversos y lejanas consecuencias pueden nacer de la más pequeña iniciativa de un hombre o de un grupo de hombres bien dirigidos, se hacen inaccesibles a la desesperación.

¡Prudencia, pues! ¡Valor! ¡Esperanza indefectible!

¡Celo infatigable en la acción! Sólo los que perseveran hasta el fin son artesanos de su propia salvación.

A la acción, pues. Y para ello una élite de hombres y mujeres.

Una élite de católicos no sólo instruidos, hábiles, resueltos, tenaces, sino también diversos en extremo. Extendidos por todas partes y en todos los ambientes. No al modo de los trotamundos, sino como los elementos más competentes, más presentes, más dinámicos. Laicos y sacerdotes valientes y conscientes de su responsabilidad. Pues en la historia no se ha hecho nada eficaz y verdaderamente profundo sin esta previa e intensa formación de algunos.

Una élite de hombres que cualesquiera que sean los deberes, carismas, misiones, vocaciones de cada uno, sepa mantener el sentido de una acción más amplia y el cuidado de la mejor complementariedad en la acción.

Una élite de hombres que por comprometidos que estén en acciones diferentes no por ello alimenten menos un espíritu generador de unión, de concierto; por inteligencia recíproca de las diversas opciones; favoreciendo así la complementariedad, la solidaridad de las iniciativas.

Una élite que haya comprendido que en el momento en que en todo el mundo la revolución se hace “cultural” para apoderarse mejor de todo el hombre, no hay ninguna posibilidad de hacer progresar la verdad si se la profesa sólo a medias.

Nunca se ha realizado conversión alguna por la proposición de un mínimo.

Jamás ha sido provocado un gran impulso con rudimentos mal hilvanados de doctrina.

¡La verdad no entusiasma sino cuando aparece en el esplendor de su universalidad! Y eso es lo que en nuestra Archidiócesis de Barcelona parece olvidar nuestro Cardenal Arzobispo.

¡Como parece olvidar también que si realmente llamáramos a la puerta, se nos abriría! Lo pretende el Evangelio, ¿creemos en él?

Muchas veces todos merecemos oír el reproche que la madre del último rey moro de Granada tuvo que espetar a su hijo cuando hubo de abandonar su ciudad ante el avance victorioso de Isabel y Fernando: “No es bueno llorar y lamentarse como mujer cuándo se está en trance de perder lo que no se ha tenido la voluntad, la tenacidad de defender como un hombre”.

Consecuentemente ¿nos batimos seriamente, cada uno en su puesto?

¡No de un modo impulsivo, no en el desorden de una operaciones mal concertadas!

Estamos llamados a regular mejor cada día el dispositivo de nuestra acción, confiados en el poder de la gracia.

Dios se sirve de cuánto hay de pequeño y débil aquí abajo para confundir lo que hay de prudente y fuerte según el mundo. A fin de que ningún hombre pueda gloriarse ante Dios.

Este es el sentido que debemos tener tanto del momento histórico en el que vivimos como de la acción.

El progresismo eclesial barcelonés anquilosado en las estructuras de poder que el Cardenal Martínez Sistach ha puesto en sus manos, y que lo tolera a él como un mal menor pero útil a sus objetivos, está preparando ya su sucesión en este triste final de pontificado. La Unión Sacerdotal y todos los satélites del progresismo izquierdoso y nacionalista ya han elegido a Mons. Joan-Enric Vives Sicilia como el otro instrumento útil para su permanencia continuada en la labor rectora ellos ostentan hegemónicamente en esta Archidiócesis.

Un elemento lo suficientemente ambicioso y sin escrúpulos para servir a sus intereses sin el más mínimo resquicio de contraste u oposición.

Ahora las únicas cosas que se nos piden son el rezar, el sufrir, el ofrecer y el actuar. Con nuestra oración y nuestra acción, con nuestra adhesión, en oscuridad de Fe, a la gracia divina en nosotros, lo podemos lograr de Él. Podemos lograr que hasta en Roma quienes no comprenden nuestra posición vean claro. Incluso que hasta nuestros adversarios, sobre todo éstos, lleguen a la luz del Espíritu Santo.

Tengo la impresión de que pronto llegaremos a esto. Es mi esperanza, y a veces creo que el empeorar de las cosas no hace sino acelerar su solución.

Por este motivo me atrevo a pedirle a Jesucristo el fuego de la palabra para todos vosotros: para tocar a aquellos que a través de Germinans queremos alcanzar.

Sean cuales sean nuestras tribulaciones presentes, su misericordia es cosa que nunca nos deja.

Prudentius de Bárcino

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