El infierno provocó la campaña atea

Ya sabemos por qué los ateos de Londres decidieron hacer su campaña autobusera. Ariane Sherine, una periodista que no cree en la existencia de Dios, como tantos de su profesión en España, leyó una cita del evangelio de Lucas precisamente en un autobús. Concretamente esta: “Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Luc 18,8). La cita en sí no tiene nada de particular, pero la dirección web que la acompañaba sí. En la misma se “amenazaba” a los ateos con “sufrir tormento eternamente en el infierno". Y claro, no le debió gustar la idea y así comenzó todo.

El caso es que Cristo mismo fue muy claro al hablar del destino eterno de los que no creen en Él: Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él. El que en Él cree, no es juzgado; pero el que no cree, ya ha sido juzgado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. (Jn 3,16-18). Por tanto, el evangelio es tajante. La salvación es para todos pero la condenación es segura para el que no cree en Cristo. Se podrá matizar todo lo que se quiera en relación a los que no han oído nunca el evangelio y sufren de eso que se llama “ignorancia invencible", pero ese no es el caso de los ateos en la sociedad occidental. Por tanto, el predicador cristiano que quiera ser fiel al mensaje de Cristo no puede ni debe ocultar el hecho de que los incrédulos que mueran en su incredulidad se van a pasar la eternidad en el infierno.

El problema de los ateos es que ellos tienden más a ver la amenaza de condenación que el ofrecimiento de salvación. Pero si no creen en Dios, ni condenación ni salvación tienen sentido. Su campaña se basa más en disminuir el impacto de la parte “incómoda” del anuncio cristiano que en atacar lo de positivo que pueda haber en el mismo. Para ellos, disfrutar de la vida incluye el descartar la idea de que al final de la misma puede haber un juicio que dictamine la situación futura del ser humano. Pero no tiene sentido que quienes no creen que haya vida más allá de la muerte se preocupen por lo que pueda ocurrir tras el fallecimiento. Distinto es que, llegado el momento, se den cuenta demasiado tarde de que no tenían razón, pero ninguno va a volver a avisar a sus colegas del error. Ya se lo dijo Abraham al rico Epulón, que quería volver para avisar a sus hermanos del peligro real del infierno en el que se encontraba: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite” (Luc 16,31). O sea, los ateos tendrán que creer oyendo lo que dice Cristo y su Iglesia.

En todo caso, el cristianismo es más la religión del sí a Dios que la del temor al infierno. No porque dicho temor no juegue su papel, que lo ha de jugar lo queramos o no. Los que han convertido su “catolicismo” en una especie de espiritualidad oenegista y buenista, descartan totalmente conceptos como los de atrición, temor de Dios, etc. Son los que consideran preconciliares mensajes como el de San Pablo, en el que nos exhorta a trabajar “con temor y temblor” (Fil 2,12) por nuestra salvación, o el de San Pedro: “Si el justo se salva a duras penas ¿en qué pararán el impío y el pecador?” (1 Ped 4,18).

Mas el cristiano genuino, ese que anda en los caminos del Señor, experimenta en su vida los frutos del Espíritu, que San Pablo enumera en su epístola a los gálatas: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22-23). ¿Acaso el disfrute de una vida sin Dios que proponen los ateos puede compararse con la felicidad plena que producen los frutos que acabo de mencionar? Para nada, estimados amigos. El cristiano fiel a Dios es el ser más feliz sobre este planeta y en esta vida. Porque sabe que hasta cuando sufre, es por su bien o por el de los demás. Nosotros del sufrimiento sacamos vida. El ateo no saca nada, salvo el sinsentido de no saber para qué sufre. Nosotros anhelamos y nos dirigimos hacia una eternidad al lado de la Fuente de nuestra felicidad. Ellos no esperan nada y se encontrarán, si no se arrepienten antes, con la misma eternidad pero sin Dios. Es por ello que debemos de ofrecerles aquello que Felipe ofreció a Natanael: “Ven y lo verás” (Jn 1,46).

Luis Fernando Pérez Bustamante