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8.09.17

La gracia es la que da vida a la ley

Del Oficio de Lecturas del viernes de la vigésimo segunda semana del Tiempo Ordinario:

Cristo es el término y el fin de la ley mosaica; él nos hace pasar de la esclavitud de esta ley a la libertad del espíritu. La ley tendía hacia él como a su complemento; y él, como supremo legislador, da cumplimiento a su misión, transformando en espíritu la letra de la ley. De este modo, hacía que todas las cosas lo tuviesen a él por cabeza. La gracia es la que da vida a la ley y, por esto, es superior a la misma, y de la unión de ambas resulta un conjunto armonioso, conjunto que no hemos de considerar como una mezcla, en la cual alguno de los dos elementos citados pierda sus características propias, sino como una transmutación divina, según la cual todo lo que había de esclavitud en la ley se cambia en suavidad y libertad, de modo que, como dice el Apóstol, no vivamos ya esclavizados por los «elementos del mundo» ni sujetos al yugo y a la esclavitud de la ley.

Éste es el compendio de todos los beneficios que Cristo nos ha hecho; ésta es la revelación del designio amoroso de Dios: su anonadamiento, su encarnación y la consiguiente divinización del hombre. Convenía, pues, que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la madre de Dios, rey de todos los siglos.

Un doble beneficio nos aporta este hecho: nos conduce a la verdad y nos libera de una manera de vivir sujeta a la esclavitud de la letra de la ley. ¿De qué modo tiene lugar esto? Por el hecho de que la sombra se retira ante la llegada de la luz, y la gracia sustituye a la letra de la ley por la libertad del espíritu. Precisamente la solemnidad de hoy representa el tránsito de un régimen al otro, en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura, sustituyendo lo antiguo por lo nuevo.

Que toda la creación, pues, rebose de contento y contribuya a su modo a la alegría propia de este día. Cielo y tierra se aúnen en esta celebración, y que la festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por encima del mundo. Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor.

De las Disertaciones de san Andrés de Creta, obispo
(Disertación 1: PG 97, 806-810)

Una de las grandes diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Pacto es el papel de la gracia respecto a la ley de Dios. Como bien recordó San Pedro en el concilio de Jerusalén, cuando se discutía si los gentieles debían guardar todos los preceptos de la ley mosaica:

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2.09.17

Da primero de comer al hambriento

Del Oficio de Lecturas del sábado de la vigésimo primera semana del Tiempo Ordinario:

¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: Tuve hambre y no me disteis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer. El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos. Reflexionemos, pues, y honremos a Cristo con aquel mismo honor con que él desea ser honrado; pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a él le agrada, no en el que a nosotros nos place. También Pedro pretendió honrar al Señor cuando no quería dejarse lavar los pies, pero lo que él quería impedir no era el honor que el Señor deseaba, sino todo lo contrario. Así tú debes tributar al Señor el honor que él mismo te indicó, distribuyendo tus riquezas a los pobres. Pues Dios no tiene ciertamente necesidad de vasos de oro, pero sí, en cambio, desea almas semejantes al oro.

No digo esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad para con los pobres. Porque si Dios acepta los dones para su templo, le agradan, con todo, mucho más las ofrendas que se dan a los pobres. En efecto, de la ofrenda hecha al templo sólo saca provecho quien la hizo; en cambio, de la limosna saca provecho tanto quien la hace como quien la recibe. El don dado para el templo puede ser motivo de vanagloria, la limosna, en cambio, sólo es signo de amor y de caridad.

¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez? ¿Qué ganas con ello? Dime si no: Si ves a un hambriento falto del alimento indispensable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contemplar una mesa adornada con vajilla de oro, ¿te dará las gracias de ello? ¿No se indignará más bien contigo? O si, viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin acordarte de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que con esto pretendes honrarlo, ¿no pensará él que quieres burlarte de su indigencia con la más sarcástica de tus ironías?

Piensa, pues, que es esto lo que haces con Cristo, cuando lo contemplas errante, peregrino y sin techo y, sin recibirlo, te dedicas a adornar el pavimento, las paredes y las columnas del templo. Con cadenas de plata sujetas lámparas, y te niegas a visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohibir el uso de tales adornos, pero sí que quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo. Nadie, en efecto, resultará condenado por omitir esto segundo, en cambio, los castigos del infierno, el fuego inextinguible y la compañía de los demonios están destinados para quienes descuiden lo primero. Por tanto, al adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro.

De las Homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre el evangelio de san Mateo
(Homilía 50, 3-4: PG 58, 508-509)

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28.08.17

Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé

Del Oficio de lecturas del lunes de la vigésimo primera semana del Tiempo Ordinario:

Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tu mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré y ví con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas.

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

De las Confesiones de san Agustín, obispo
(Libro 7, 10, 18; 10, 27: CSEL 33, 157-163. 255)

Qué preciosidad las palabras de un santo contando cómo el Señor le llevó de las tinieblas a la santidad. Qué gozo para el cristiano comprobar esa “obra de arte” de nuestro Dios. 

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25.08.17

Has puesto alegría en nuestro corazón

Del Oficio de Lecturas del viernes de la vigésima semana del Tiempo Ordinario:

Del libro de Eclesiastés:
Anda, come tu pan con alegría y bebe tu vino con alegre corazón, que Dios está ya contento con tus obras.

Si queremos explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos con razón que nos parece justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las enseñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos nuestro vino con alegre corazón, evitando toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosidad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, socorrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace.

Pero la interpretación mística nos eleva a consideraciones más altas y nos hace pensar en aquel pan celestial y místico, que baja del cielo y da la vida al mundo; y nos enseña asimismo a beber con alegre corazón el vino espiritual, aquel que manó del costado del que es la vid verdadera, en el tiempo de su pasión salvadora. Acerca de los cuales dice el Evangelio de nuestra salvación: Jesús tomó pan, dio gracias, y dijo a sus santos discípulos y apóstoles: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados.» Del mismo modo, tomó el cáliz, y dijo: «Bebed todos de él, éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.» En efecto, los que comen de este pan y beben de este vino se llenan verdaderamente de alegría y de gozo y pueden exclamar: Has puesto alegría en nuestro corazón.

Además, la Sabiduría divina en persona, Cristo, nuestro salvador, se refiere también, creo yo, a este pan y este vino, cuando dice en el libro de los Proverbios: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado, indicando la participación sacramental del que es la Palabra. Los que son dignos de esta participación tienen en toda sazón sus ropas, es decir, las obras de la luz, blancas como la luz, tal como dice el Señor en el Evangelio: Alumbre vuestra luz a los hombres para que, viendo vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre celestial. Y tampoco faltará nunca sobre su cabeza el ungüento rebosante, es decir, el Espíritu de la verdad, que los protegerá y los preservará de todo pecado.

Del Comentario de san Gregorio de Agrigento, obispo, sobre el Eclesiastés
(Libro 8, 6: PG 98, 1071-1074)

Otro santo más, ¿y van?, que exhortan a caminar en rectitud y santidad ante Dios. Y es que, como dice el libro del Eclesiastés, quien así se comporta, es feliz. La felicidad de cumplir la voluntad de Dios llena la vida de los santos y de todo aquel fiel que busca agradar al Señor.

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13.08.17

Las tinieblas del pecado cubren a tu amada Esposa

Del Oficio de lectura del decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario

Mi Señor dulcísimo, vuelve benignamente tus ojos misericordiosos a este pueblo y al cuerpo místico que es tu Iglesia; porque mayor gloria se seguirá para tu santo nombre al perdonar tan gran muchedumbre de tus creaturas que si tan sólo me perdonas a mí, miserable pecadora, que tan gravemente he ofendido a tu majestad. ¿Qué consuelo podría hallar yo en poseer la vida, viendo que tu pueblo está privado de ella, y viendo cómo las tinieblas del pecado cubren a tu amada Esposa, por mis pecados y los de las demás creaturas tuyas?

Deseo, pues, y te pido como una gracia especial este perdón, por aquel amor incomparable que te movió a crear al hombre a tu imagen y semejanza. ¿Cuál, me pregunto, fue la causa de que colocaras al hombre en tan alta dignidad? Ciertamente, sólo el amor incomparable con el cual miraste en ti mismo a tu creatura y te enamoraste de ella. Mas veo con claridad que por culpa de su pecado perdió merecidamente la dignidad en que lo habías colocado.

Pero tú, movido por aquel mismo amor, queriendo reconciliarte gratuitamente al género humano, nos diste la Palabra que es tu Hijo unigénito, el cual fue verdaderamente reconciliador y mediador entre tú y nosotros. Él fue nuestra justicia, ya que cargó sobre sí todas nuestras injusticias e iniquidades y sufrió el castigo que por ellas merecíamos, por obediencia al mandato que tú, Padre eterno, le impusiste, cuando decretaste que había de asumir nuestra humanidad. ¡Oh incomparable abismo de caridad! ¿Qué corazón habrá tan duro que no se parta al considerar cómo la sublimidad divina ha descendido tan abajo, hasta nuestra propia humanidad?

Nosotros somos tu imagen y tú imagen nuestra, por la unión verificada en el hombre, velando la divinidad eterna con esta nube que es la masa infecta de la carne de Adán. ¿Cuál es la causa de todo esto? Solamente tu amor inefable. Por éste tu amor incomparable imploro, pues, a tu majestad, con todas las fuerzas de mi alma, para que otorgues benignamente tu misericordia a tus miserables creaturas.

Del Diálogo de santa Catalina de Siena, virgen, Sobre la divina providencia
(Cap. 4, 13)

Permítanme una breve reflexión personal. Cuando leo que alguien de la santidad de Santa Catalina de Siena se define a sí misma como miserable pecadora, ¿cómo no habré de definirme a mí mismo? Dan ganas como de salir corriendo a una cueva, tal cual hizo el profeta Elías -primera lectura de hoy- y quedase ahí quietecito, sin asomar la cabeza. Mas donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5,20). Solo que no usemos la gracia como ocasión para pecar (Rom 6,15). 

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