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3.09.14

Proselitismo por predicación y por santidad

Benedicto XVI fue el primero en afirmar que la Iglesia no hace proselitismo. En la homilia que predicó en la misa de inauguracion de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en el santuario de Aparecida, Brasil, 13 de mayo de 2007, dijo:

La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por “atracción": como Cristo “atrae a todos a sí” con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.

Algo parecido ha dicho en alguna ocasión el papa Francisco y más recientemente Mons. Osoro, arzobispo electo de Madrid. No sé qué significado puede tener el término proselitismo en alemán o italiano, pero esto significa en español, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua:

Proselitismo
Celo de ganar prosélitos.

Prosélito.
(Del lat. tardío prosely̆tus, y este del gr. προσήλυτος).
1. m. Persona incorporada a una religión.
2. m. Partidario que se gana para una facción, parcialidad o doctrina.

Puede que la palabra haya adquirido mala fama porque es típico de las sectas el ejercer un proselitismo agresivo, que apenas respeta a la persona que es objeto del mismo. Tan cierto es eso como que la misión de la Iglesia es incorporar a los hombres a Cristo para que puedan ser salvos. Y si se les incorpora a Cristo, se les incorpora a la Iglesia y a la religión cristiana que emana del evangelio y el resto de la Revelación. Es más, hacer tal cosa no es una opción. Es un mandato del Señor:

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15.06.14

Creer en Cristo o no creer, esa es la cuestión

La lectura del evangelio de hoy es fundamental para entender en qué consiste la salvación:

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.
(Jn 3,16-18)

Lo primero en que hemos de fijarnos es en el hecho de que Dios ama al mundo. Dios ama a los hombres. No quiere que se condenen. Su paciencia es enorme. Como dicen varios salmos, el Señor es “lento para la ira y grande en misericordia“. Es precisamente esa paciencia misericordiosa la que explica que Cristo no haya vuelto todavía a juzgar a vivos y muertos: “No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia” (2ª Ped 3,9).

¿Qué necesitamos para ser salvos? Creer en Cristo. Pero ojo, no vayamos a engañarnos en la idea de que basta un solafideísmo para ir al cielo. El propio Jesucristo advierte que si creemos EN Él pero no A Él, tenemos un grave problema. Creer en el Señor es obedecer al Señor. Y quien piensa que basta con una mera manifestación externa de fe que no vaya acompañada de una transformación interna, en la gracia de Dios, se equivoca gravemente:

Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone por obra, será como el varón prudente, que edifica su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, pero no cayó.
Pero el que me oye estas palabras y no las pone por obra, será semejante al necio, que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, y cayó con gran ruina.
Mat 7,24-27)

No en vano, los versículos que siguen inmediatamente a la lectura de hoy, advierten:

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22.05.14

La importancia de lo afirmado por el cardenal Baldisseri

Aunque todavía queda tiempo para que se celebre el Sínodo extraordinario de los obispos sobre la familia, se puede decir que las declaraciones que acaba de realizar el cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general de dicho sínodo, ayudan mucho a calmar las aguas bravas del río que desembocará en el lago sinodal. Tanto más cuando ese mismo purpurado había realizado tiempo atrás otras declaraciones que no pocos, y no sin razón, agitaron dichas aguas en un sentido ciertamente inquietante para los que creen que la Iglesia debe mantenerse firme, dentro de la caridad, en su fidelidad a la Escritura, la Tradición y su propio Magisterio sobre los sacramentos del matrimonio, la eucaristía y la confesión.

Para todos ellos es muy alentador ver al cardenal italiano citar la Filius Dei, del Concilio Vaticano I, enseñando que “hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo“. Y es que, aunque también recuerda las palabras de San Juan XXIII en la inauguración del Concilio Vaticano II, señalando que la doctrina de la Iglesia debe ser enseñada hoy “a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del depositum fidei, y otra la manera de formular su expresión“, lo que queda claro es que no puede enseñarse algo contrario a lo que se ha enseñado siempre.

No voy a comentar acá las tesis del cardenal Kasper, el mismo que ha llegado a decir que si el sínodo no piensa aceptar la comunión de los divorciados vueltos a casar es mejor que no haya sínodo (sic). De eso se está encargando magistralmente Bruno Moreno (*), miembro del consejo editorial de InfoCatólica. Pero no puedo por menos manifestar mi extrañeza y preocupación por el hecho de que en muy poco espacio de tiempo, la Iglesia se haya metido en un debate que, por la propia naturaleza de lo debatido, ya debería estar cerrado.

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21.05.14

No es mala idea lo que propone el cardenal Sistach

El cardenal y arzobispo de Barcelona. S.E.R Lluís Martínez Sistach, acaba de pedir que se transforme “todo lo que sea necesario en la Iglesia” con el objetivo de ganar fieles en las grandes ciudades y facilitar la evangelización. Estoy absolutamente de acuerdo. Es más, la Iglesia de Cristo tiene como principales fines tres cosas:

1- Dar gloria a Dios.

2- Llevar el evangelio a los que no lo conocen.

3- Alimentar a los fieles con la verdad y la gracia.

De hecho, los puntos 2 y 3 sirven para cumplir, siquiera en parte, el punto 1. La cuestión es cómo se hace tal cosa. Si se pide que la Iglesia se transforme es porque se cree que algo no funciona bien del todo en la misma.

En Occidente los cristianos tenemos la manía de creer que el mundo entero funciona espiritualmente según los parámetros en los que nos movemos en nuestra civilización. Pero eso no es cierto. Mientras que en nuestros países el catolicismo está retrocediendo, en África y Asia no para de crecer. Por tanto, algo se está haciendo bien en esos continentes que no se hace en Europa y América.

Por otra parte, Cristo ya nos dijo que la semilla del evangelio fructifica solo allá donde hay un campo abonado que la recoja. Es decir, puede darse la circunstancia de que la Iglesia cumpla a la perfección con su misión y no se obtengan los resultados esperados. Pensar que el alejamiento de los fieles es culpa solo de la Iglesia y no del hecho de que los hombres aman “más las tinieblas que la luz” (Jn 3,19) es un grave error. Al fin y al cabo los católicos creemos que la gracia no es irresistible y que Dios ha dado al hombre libre albedrío. Incluso sabemos que Él “de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece” (Rom 9,18). Mas como nosotros no sabemos a quién Dios quiere o deja de querer endurecer, debemos ofrecer la misericordia del evangelio a todos.

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8.02.14

La gracia es lo que marca la diferencia

Los últimos versículos del capítulo 5 de la epístola de San Pablo a los gálatas son una descripción de la diferencia entre ser de Cristo y ser del mundo. El apóstol acababa de arremeter contra aquellos que insistían en hacer cumplir a los cristianos, incluidos los de origen gentil, todos los preceptos de la ley mosaica. No porque la ley fuera mala, que no lo es, sino por la manifiesta incapacidad del hombre de justificarse solo mediante su esfuerzo personal en cumplir dicha ley. Como luego dijo san Pedro para zanjar la polémica en el concilio de Jerusalén:

¿por qué tentáis a Dios queriendo imponer sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar? Pero por la gracia del Señor Jesucristo creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos. (Hch 15,10-11)

San Pablo habla de una libertad que solo puede venir dada por la gracia y que, desde luego, no puede ser utilizada como herramienta para pecar:

Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servios unos a otros por la caridad. Porque toda la Ley se resume en este solo precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad que acabaréis por consumiros unos a otros.

Hay quienes piensan que la gracia es una especie de salvoconducto para seguir viviendo como si no estuviéramos llamados a la santidad, como si fuera una “barra libre” a todo tipo de pecados. Nada más lejos de la realidad:

Os digo, pues: Andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis. Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley.

El cristiano que quiere andar en las cosas del Espíritu de Dios sabe bien cuál es la tendencia de su carne, de sus deseos personales. Casi siempre, y lo mismo sobra el “casi", se opone a la voluntad divina para su vida. Por eso es esencial aprender a conducirse bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien obra en nosotros la santificación. Somos una especie de contradicción andante en la que por una parte queremos ser fieles a Dios y por otra no cedemos en aquello que nos aleja de Él: “No sé lo que hago, pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Rm 7,15).

Pero si Cristo ha dado su vida por nosotros no es para que vivamos derrotados sino, muy al contrario, para concedernos el tiempo necesario para alcanzar la dicha de poder seguir los pasos de aquella mujer que dijo “Fiat” a las palabras del ángel que le anunciaba la Encarnación del Verbo de Dios en su seno.

Lo que tenemos ante nosotros no es ni más ni menos que dos caminos: el de la vida y el de la muerte:

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