El centinela paciente

Es muy fácil obtener el aplauso del mundo. Es muy cómodo ir por la vida sin meterse en líos, mirando impasible como millones de almas siguen el camino hacia el abismo, como la piara de cerdos poseídos por la legión de demonios a la que Cristo ordenó salir de un hombre. Pero quien ama al Señor, quien sirve a Dios, no puede poner su mirada en las cosas de los hombres, como hizo Pedro al pedirle a Cristo que no fuera a encontrarse con la cruz y se encontró con esas palabras que hoy retumban con fuerza en quienes se dejan guiar por el Espíritu Santo:
«¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
(Mc 8,33)
Dios no cambia. Su paciencia es inmensa. Tanto, que el regreso de Cristo está marcado por esa circustancia:
«El Señor no tarda en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión».
(2 P 3,9)
Ahora bien, ¿acaso hoy se escucha el llamado a la conversión? ¿dónde está el profeta Jonás que, aun a regañadientes, predica a Nínive el castigo inmediato para mover de forma eficaz al arrepentimiento? (Jn 3,1-10)
¿Más bien no asistimos al lamento de Dios por boca profeta Isaías?
«¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!»
(Is 5,20)
¿Acaso no es cierto que hoy el Señor puede decir?
«Mi pueblo perece por falta de conocimiento»
(Oseas 4,6)
Pocas cosas hay tan claras en la Escritura como el llamado constante a la conversión, que es el único camino seguro a la salvación.
«A ti, también, hijo de hombre, te he hecho yo centinela de la casa de Israel. Cuando oigas una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte. Si yo digo al malvado: «Malvado, vas a morir sin remedio», y tú no le hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida…
Cuando el justo se aparta de su justicia y comete iniquidad, por ello morirá. Y cuando el impío se aparta de su impiedad y practica el derecho y la justicia, por ello vivirá».
(Ez 33,7-9; 18-19)
Fue lo primero que predicó Cristo:
«Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca"».
(Mateo 4,17)«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio».
(Marcos 1,15)«No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, para que se conviertan».
(Lucas 5,32)
Ahora bien, ¿acaso esa contundencia en el llamado a la conversión significa que Dios no sabe que en la mayor parte de las ocasiones necesitamos tiempo para convertirnos? Por supuesto que no. La conversión es un proceso que dura toda la vida, pues ni el más santo de los santos puede llegar a cumplir perfectamente el llamado a la santidad:
«Según aquel que os llamó es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, pues está escrito: “Sed santos, porque yo soy santo."» (1 Pedro 1,15-16)
Por tanto, quien se acerca a las almas que están prisioneras en una vida de pecado, ha de tener en cuenta que no se las puede exigir lo que la gracia todavía no ha podido obrar en ellas. No se trata de que puedan seguir viviendo en pecado de forma indefinida a la espera de no se sabe bien qué. Se trata de entender que Dios da tiempo para que sus hijos crezcan en santidad. Y eso es también parte fundamental de la salvación:
«Y tened entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación».
(2 Pedro 3,15)
La epístola a los Hebreos explica ese proceso. No todos son maduros en la fe, no todos son capaces de discernir de la misma manera el mal del bien:
«Sobre esto tendríamos mucho que decir, pero resulta difícil de explicar, porque os habéis hecho tardos para oír. En efecto, debiendo ser ya maestros a causa del tiempo, tenéis de nuevo necesidad de que se os enseñen los primeros rudimentos de los oráculos de Dios, y habéis llegado a ser necesitados de leche, y no de alimento sólido. El que se alimenta de leche es incapaz de comprender una enseñanza sobre la justicia, porque es todavía un niño. El alimento sólido es para los adultos, para aquellos que por la práctica tienen ejercitados los sentidos para discernir lo bueno y lo malo. Por esto, dejando la enseñanza elemental sobre Cristo, vamos adelante hacia la perfección, sin volver a poner los fundamentos del arrepentimiento de las obras muertas, de la fe en Dios, de la doctrina de los bautismos, de la imposición de manos, de la resurrección de los muertos y del juicio eterno. Y esto haremos, si Dios lo permite».
(Hebreos 5,11–6,3)
Es labor de quien lleva una larga vida de fe el ayudar, no condenar sin misericordia, a quien es todavía débil. Si Dios es paciente con nosotros, ¿cómo no serlo con quienes acaban de entrar en el camino de la conversión?:
«Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros trate de agradar al prójimo para su bien, con miras a la edificación.» (Romanos 15,1-2)
«Exhorta a los débiles en la fe, conforta a los pusilánimes, sostiene a los débiles, sé paciente con todos.» (1 Tesalonicenses 5,14)
El apóstol San Pablo era absolutamente estricto en recordar las exigencias del evangelio y en señalar todo aquello que es incompatible con la salvación; y a la vez sabía hacerse débil con los débiles:
«Porque, siendo libre respecto de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a cuantos más pueda. Me he hecho judío con los judíos, para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como si yo mismo estuviera bajo la Ley, para ganar a los que están bajo la Ley —aunque yo no esté bajo la Ley—. Con los que están sin Ley, como si yo mismo estuviera sin Ley —aunque no esté sin la ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo—, para ganar a los que están sin Ley. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para salvar a toda costa a algunos. Y todo lo hago por causa del Evangelio, para ser partícipe de él»
(1 Corintios 9,19-23)
No confundamos paciencia con tolerancia al pecado. Nadie se engañe. Sólo ama a Dios quien cumple sus mandamientos. Pero seamos conscientes de que el Señor es el padre que espera el regreso del hijo pródigo y sabe tener para con los demás la magnífica paciencia que tiene con nosotros.
Paz y bien,
Luis Fernando Pérez Bustamante









