Espiritual e intelectualmente débiles
La tan cacareada primavera “peri-conciliar” (antes, durante y después) tuvo un componente glaciar tan evidente, que solo un necio puede negarlo. Aquel optimismo pelagiano que se adueñó de muchos no podía acabar bien. Y no acabó bien. De la magnífica carta pastoral del cardenal Donald Wuerl, me ha llamado mucho la atención el reconocimiento explícito de lo que ocurrió allá por los años 60 y 70 del siglo pasado:
El cardenal recuerda sus primeros años como sacerdote:
«Cuando yo era un joven sacerdote en las décadas de 1960 y 1970, hubo mucha experimentación y confusión en la Iglesia. Los maestros y el clero fueron alentados por algunos a comunicar una experiencia del amor de Dios, pero hacerlo sin referencia al Credo, los sacramentos, o la tradición de la Iglesia. No funcionó muy bien. Los católicos crecimos con la impresión de que nuestro patrimonio era poco más que sentimientos cálidos, vagamente positivos acerca de Dios».
Y añade:
«Esos años de experimentación dejaron a muchos católicos espiritual e intelectualmente débiles e incapaces de resistir el tsunami del secularismo que se produjo en las últimas décadas. Perdimos mucha gente porque no hemos podido enseñarles sobre lo correcto y lo incorrecto, el bien común, la naturaleza de la persona humana. Esto dejó a muchos sin capacidad de admitir que somos pecadores que necesitan a Jesús porque muchos ya no saben lo que es el pecado».
Sin la menor duda, seguimos sufriendo las consecuencias de aquello. Incluso se ha agravado la situación, porque buena parte de la formación doctrina y moral de una gran porción del pueblo de Dios ha estado en manos de aquellos que quedaron “espiritual e intelectualmente débiles". Y uno no puede dar lo que no tiene. Por supuesto, toda generalización es injusta, pero no se puede tapar el sol con un dedo. En todo caso, allá donde hubo grandes formadores -p.e, seminario de Toledo-, salieron buenos sacerdotes que, casi siempre contracorriente, pudieron seguir dando al pueblo de Dios que se les encomendó la buena savia de la fe católica, y no ese suproducto progre y modernista que tantos otros consumieron, y consumen, para desgracia de sus almas.
Lamentablemente hoy seguimos padeciendo esa plaga de catolicismo a la carta, que busca confundirse con un mundo que cada vez está más alejado de Dios. Sus promotores y defensores mantienen un lenguaje que quizás a muchos les suena a católico, pero han perdido cualquier vestigo de alma católica. Llevan un tiempo conspirando para lograr la victoria que el tiempo pareció haberles arrebatado. Se reúnen para unir fuerzas, para establecer estrategias de cara a que sus tesis se abran paso en la letra del Magisterio. No les basta con que dichas tesis sean el pan nuestro de cada día de las iglesias locales que se han entregado en manos de la apostasía. Quieren arrastrar a toda la Iglesia hacia el abismo en el que llevan tiempo inmersos.
Parece claro que Dios está permitiendo que salga a la luz, con fuerzas renovadas, los restos de la generación que llevó a la Iglesia a la situación descrita por el cardenal Wuerl. Mucho pensaron que la biología haría el trabajo que hubiera debido corresponder a una pastoral asentada en el mandato de los apóstoles sobre aquellos que no solo se alejan de la fe, sino que se convierten en ciegos guías de ciegos y llevan a otros al error y la condenación. Cuando se piensa que para combatir el error basta con afirmar la verdad, cuando se deja que el mal campe casi a sus anchas, antes o después da la cara. Y ahora lo tenemos delante de nuestras narices, con nombres y apellidos, y con propuestas que habrían avergonzado incluso al más hereje de los herejes de aquella etapa “peri-conciliar”.
Bien está que haya obispos y cardenales que, conscientes de lo que está en juego, estén dispuestos a pelear la batalla por la fe. Pero mejor estará que se llegue a la conclusión de que no cabe volver a caer en el error de estas últimas décadas. La reforma necesaria para evitar la apostasía generalizada no pasa con componendas ni soluciones salomónicas. La tibieza es tan nefasta como la maldad pura. Dios quiere que Pedro cumpla fielmente el mandato y ministerio que recibió de Cristo. Rezamos y confiamos en que así sea.
Luis Fernando Pérez Bustamante