LXXXVII. Causalidad de la ascensión de Cristo
La ascensión al cielo[1]
En los artículos cuarto y quinto de la cuestión del tratado de la vida de Jesucristo de la Suma teológica dedicada a suascensión,Santo Tomás trata sobre el cielo al que subió, que está por encima del de los ángeles. En el primero de ellos, sostiene por: «la autoridad de San Pablo que dice en su Epístola a los Efesios: «Subió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todo»(Ef 4, 10)»[2].
Al interpretar este versículo, en su comentario a esta epístola, explica el Aquinate que: «al decir «sobre todos los cielos» no ha de entenderse de solos los cielos corporales, sino también de toda criatura espiritual»[3], o, como ha dicho San Pablo más arriba, «sobre todo principado, y potestad y virtud y dominación, y sobre todo nombre»[4] (Ef 1, 21), o sobre las tres jerarquías y los nueve órdenes o coros de ángeles.
En este mismo lugar, nota Santo Tomás, que San Pablo en este versículo citado sobre la ascensión, añade: «para dar cumplimiento a todo»[5], y con ello indica «el fruto de la extensión, esto es, para henchir de dones espirituales» a todos los hombres; «Nos colmarás de las cosas buenas de tu casa» (Sal 64, 5); «llenaos de los frutos que nacen de mí» (Eci 24, 26)». También puede entenderse: «de otra manera, para dar cumplimiento a todo lo que de Él estaba escrito» (Cf. Lc 24, 16)»[6].
En el artículo sobre cielo al que subió Cristo, Santo Tomás da la razón de ello con la siguiente explicación: «Cuanto algunos cuerpos participan más perfectamente de la bondad divina, tanto son superiores en el orden corpóreo, que es el orden local. Por esto vemos que los cuerpos en que domina más la forma son naturalmente superiores por naturaleza, como dice Aristóteles (Cf. Fís. IV, c. 5, n. 3 y 6: y Ciel., II, c. 13, n. 3), quien también dice que por la forma participan los cuerpos del ser divino (Cf. Fís., I, c. 9, n. 3)».
Todos los seres participan o tienen en parte el ser o las perfecciones en distinto grado, que expresa su forma, el constitutivo determinante y perfeccionante, que en Dios
están o son de manera plena y total. Así, la bondad de cada criatura es una participación de la bondad infinita y absoluta de Dios, de manera que la bondad que ella posee es una semejanza finita y relativa de la de Dios. Por consiguiente: «mucho más participa de la bondad divina un cuerpo por la gloria que cualquier otro cuerpo natural por la forma de su naturaleza».
La gloria en el cielo, que proporciona la visión de Dios, con el amor y el goce correspondientes, posible por la donación de la denominada luz de la gloria, implica, por ello, diferentes grados. «Y entre los cuerpos gloriosos, es evidente que el cuerpo de Cristo resplandece con mayor gloria, y así en alto grado le conviene ser colocado sobre todos los cuerpos. Por eso, sobre las palabras de San Pablo, en un versículo anterior, «subiendo a lo alto» (Ef 4, 8) dice la Glosa: «En lugar y en dignidad» (Glos. Ord. I V, 94r)»[7].
El cielo
Sostiene Santo Tomás que : «los cuerpos de los resucitados (…) ocupan un lugar en el cielo, o mejor; «sobre todos los cielos», para que estén juntamente con Cristo, en virtud del cual alcanzaron esta gloria»[8]. No da más información, dado que la revelación dice que existe, pero nada de si el cielo es un lugar y, si lo es, en dónde se encuentra.
El tomista Garrigou-Lagrange escribía: «el cielo es el lugar y, mejor aún, el estado de la suprema bienaventuranza. Si Dios no hubiese creado ningún cuerpo, sino sólo espíritus puros, el cielo no sería un lugar, sino sólo el estado de los ángeles que gozan de la posesión de Dios. De hecho, el cielo es también un lugar donde se encuentran la Humanidad de Jesús después de la Ascensión, la Bienaventurada Virgen María después de la Asunción, los ángeles y las almas de los Santos».
En cuanto su ubicación añade: «aunque nosotros no podamos decir con certeza dónde se encuentra este lugar en relación con el conjunto del Universo, la Revelación no permite dudar de su existencia»[9].
Otro tomista, Royo Marín, precisa que: «es evidente que antes de la resurrección del cuerpo, puede concebirse perfectamente el cielo como un estado del alma, en el que ha encontrado su plena perfección y felicidad, sin que sea preciso recurrir a un lugar determinado»[10].
Es cierto que: «sería ridículo asignar determinados lugares a las almas separadas»[11], que son seres incorpóreos, pero observa Santo Tomás que: «las substancias incorpóreas no están en un lugar según el modo que a nosotros nos es conocido y habitual; tal como decimos que los cuerpos están propiamente en el lugar. Están, no obstante, según el modo correspondiente a las substancias espirituales, el cual no puede ser conocido por nosotros plenamente»[12].
Sobre la manera que se puede estar en un lugar advierte Santo Tomás que: «estar en un lugar conviene de distinta manera al cuerpo, al ángel y a Dios. El cuerpo está en un lugar en calidad de circunscrito, porque sus dimensiones se adaptan a las del lugar». Los cuerpos ocupan el lugar y con ello lo llenan cuantitativamente, podría decirse que están encerrados en él.
En cambio: «el ángel no está circunscriptivamente, puesto que sus dimensiones no se adaptan a las del lugar sino delimitativamente, porque de tal modo está en un lugar que no está en otro, y Dios no está ni circunscrito ni delimitado, porque está en todas». Podría decirse que el ángel no ocupa un lugar, sino que puede estar en él. Además: «el ángel está en un lugar por la aplicación de su poder en aquel lugar»[13]. Está presente en el lugar en el que realiza una acción. Lo mismo podría decirse de las almas separadas del cuerpo antes de la resurrección final.
Todavía podría sostenerse con Royo Marín que: «aún después de la resurrección de la carne, no es absolutamente necesario que el cielo sea un lugar concreto y determinado. Porque, aunque es cierto que el cuerpo, por muy espiritualizado que esté, continuará siendo material y externo y tendrá que ocupar, por consiguiente, un determinado lugar, no se sigue de aquí que el cielo sea necesariamente un lugar concreto y común a todos los bienaventurados».
Es posible, por tanto, pensar que: «en absoluto, cada bienaventurado podría tener su lugar y su «cielo» particular, ya que lo esencial del cielo es la visión beatífica, y esta puede realizarse en cualquier parte donde Dios quiera manifestarse a través del «lumen gloriae».
De manera que: «cada uno de los bienaventurados podría ver a Dios en un lugar distinto del de los demás». Y se aventura Royo Marín a añadir: «habitando, por ejemplo, cada uno en una estrella del firmamento. Ni esto establecería ninguna separación o aislamiento entre los bienaventurados, ya que todos estarían enlazados en una misma bienaventuranza, ya que todos se verían perfectamente reflejados en la Divina esencia, como en un clarísimo y resplandeciente espejo. Y podrían hablarse y visitarse entre sí con gran facilidad, teniendo como tienen a su disposición, en donde la agilidad, en virtud del cual puede trasladarse con la velocidad del pensamiento, a distancias remotísimas».
No obstante: «ni en estos viajes y traslaciones rapidísimas perderían un solo momento de vista la visión de la esencia divina –que constituye la gloria principal de los bienaventurados–, ya que Dios está absolutamente en todas partes y en todas ellas puede dejarse ver».
De este modo: «el cielo va siempre en pos de los bienaventurados; o, mejor dicho, los bienaventurados están sumergidos en el cielo, como en un inmenso océano, tan grande y vasto como la creación entera, y nunca pueden salir de él, aunque se muevan en todas direcciones y distancias inmensamente remotas».
De todo ello, concluye: «en definitiva: que nada se puede afirmar con certeza sobre si el cielo es un lugar y donde está situado en caso de que lo sea»[14].
La supremacía de Cristo
En el artículo siguiente, establece Santo Tomás que Cristo está por encima de toda criatura espiritual. Se basa en que: «dice San Pablo a los Efesios que Dios: «le colocó sobre todo principado, y potestad y virtud y dominación, y de todo título de honor reconocido no sólo en el presente, sino también en el futuro» (Ef 1, 21)»[15], y, por tanto, sobre todas las criaturas espirituales.
Argumenta, para probar esta segunda tesis, que: «Cuanto algo es más noble tanto se le debe un lugar más elevado; bien que este lugar le sea debido por modo de contacto corporal, como sucede con los cuerpos; bien, por modo de contacto espiritual, como acontece con las sustancias espirituales. De aquí se sigue que, por cierta congruencia, también a las substancias espirituales se les debe el lugar celestial, que es el lugar supremo, pues las sustancias espirituales son las supremas en el orden de las substancias». Son substancias simples, en cuanto a su naturaleza, porque carecen de materia, constitutivo limitador y no perfeccionante; son únicamente formas, puras perfecciones, aunque participadas.
Cristo en cuanto mero hombre, con una naturaleza humana, compuesta de forma o alma y materia corpórea, no está por encima de los ángeles. Sin embargo: «aunque el cuerpo de Cristo atendida su naturaleza corpórea sea inferior a las sustancias espirituales, pero considerada su dignidad por razón de su unión personal con Dios, excede en dignidad a todas las sustancias espirituales».
Por la gracia de unión, de la unión substancial o hipostática, de la naturaleza humana de Cristo con la naturaleza divina en la segunda persona divina de la Santísima Trinidad, recibió toda su humanidad, con su cuerpo y su alma, la santidad increada e infinita del Verbo. La tuvo así, aún en cuanto hombre, pero Hijo de Dios, no adoptivo sino natural.
Esta unión hipostática o personal elevó a la naturaleza humana de Cristo al sumo grado y más íntima unión con Dios. «Y así por esta congruencia se le debe un lugar más alto, por encima de toda criatura, incluso espiritual. Por donde, San Gregorio dice, en una homilía sobre la Ascensión, que «quien había hecho todas las cosas, por su propio poder era llevado por encima de todas ellas» (Cuarenta Hom. Evang., II, hom. 29)»[16].
Conclusión a la que se le podría presentar esta dificultad: «dice San Agustín, en su obra La verdadera religión, que el espíritu está por encima de cualquier cuerpo (Cf. Verd. relig., c. 55). Pero lo más sublime debe ocupar el lugar más noble. Luego, parece que Cristo no subió sobre todas las criaturas espirituales»[17].
Ello no es ningún problema, responde Santo Tomás, porque, según lo dicho: «Esa dificultad procede de considerar el cuerpo de Cristo según su natural condición corpórea, no según su unión con Dios»[18], desde el primer instante de su concepción.
La ascensión y la salvación
En el sexto y último artículo de esta cuestión dedicada a la ascensión de Cristo, explica Santo Tomás que sea causa eficiente de nuestra salvación y también de nuestra ascensión al cielo al final de los tiempos.
Específica que «de dos maneras es la ascensión de Cristo causa de nuestra salvación: de parte nuestra y por parte de Él.». La primera: «en cuanto que, por la ascensión de Cristo, tiende hacia Él nuestra mente. Pues por su ascensión, como ya se ha dicho más arriba (III, q. 57, a. l, ad 3), primero, se despierta la fe; segundo, la esperanza; tercero, la caridad; cuarto aumenta nuestra reverencia hacia Él, pues no lo consideramos ya como hombre terreno, sino como Dios celeste, tal como lo dice el Apóstol: «Aunque conocimos a Cristo según la carne» —-esto es, mortal, considerándole como puro hombre, como lo expone la Glosa (Cf. Glos. ordin., VI, 67v) —-ahora, en cambio, ya no le conocemos» (2 Cor 5, 16)».
Su ascensión es causa de nuestra salvación: «por parte de Él, por aquellas cosas que hizo por nuestra salvación, subiendo al cielo. En primer lugar, nos preparó el camino para subir al cielo, según lo que dice en el Evangelio de San Juan: «Voy a prepararos el lugar» (Jn 14, 2); y lo que se dice en Miqueas: «Sube abriendo el camino delante de ellos» (Mi 2, 13).
De manera que: «por ser Él nuestra cabeza, es necesario que los miembros vayan a donde los precede la cabeza; por lo cual añade: «Para que donde yo estoy, estéis también vosotros»(Jn 14, 3). En prueba de esto, introdujo en el cielo las almas de los santos, que había sacado del infierno, según aquellas palabras del Salmo: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva a la misma cautividad» (Sal 67,19). A los que habían sido cautivos del diablo Él los introdujo consigo en el cielo, como en lugar extraño a la naturaleza humana, cautivos de buena cautividad, como ganados por la victoria», ya que las almas de los santos o los patriarcas y justos, antes de la venida de Cristo, fueron arrebatados por Él al diablo que los mantenía cautivos en el limbo sólo por causa del pecado original.
En segundo lugar, la causalidad eficiente de la ascensión de Cristo sobre nuestra salvación se manifiesta en que: «así como el pontífice en el Antiguo Testamentoel entraba en el santuario para presentarse ante Dios en favor del pueblo, también Cristo entró en el cielo «para interceder por nosotros» (Heb 7, 25). La misma presencia suya en naturaleza humana, que introdujo en el cielo, es cierta intercesión en favor nuestro, pues por el hecho de haber Dios exaltado en Cristo la naturaleza humana, se ha de compadecer de aquellos por quienes el hijo de Dios tomó esta naturaleza».
Además: «Cristo, sentado en el trono de los cielos, como Dios y como Señor, envía desde allí los dones divinos a los hombres, según lo que el Apóstol escribe: «Subió sobre todos los cielos para dar cumplimiento a todas las cosas» (Ef 4, 10), «con sus dones», según dice la Glosa (Glos. ord. VI, 94r)»[19].
Se confirma que la ascensión de Cristo es causa de nuestra salvación y de nuestra futura ascensión, en que: «el propio Cristo dice: «Os conviene que yo me vaya» (Jn 16, 7), esto es, que me aparte de vosotros por la ascensión»[20].
Sin embargo, respecto a la causalidad eficiente de la ascensión de Cristo sobre la subida de los buenos al cielo al final de los tiempos, Santo Tomás presenta la siguiente objeción contra su tesis general: «si la ascensión de Cristo es causa de nuestra salvación, debe ser en cuanto que su ascensión es causa de la nuestra; pero esto nos fue otorgado por su pasión, pues, como dice San Pablo: «Tenemos firme confianza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo» (Hb 10, 19,) Luego parece que la ascensión de Cristo nofue causa de nuestra salvación»[21], ya que no lo es de nuestra ascensión.
Queda resuelta con esta aclaración, que da: «La pasión de Cristo es causa de nuestra ascensión al cielo, propiamente hablando, por la remisión del pecado, que nos impedía la entrada, y por vía de merecimiento». Con su muerte, Cristo satisfizo por nuestros pecados, nos justificó, y también mereció todas las gracias. «Pero la ascensión de Cristo es directamente causa de nuestra ascensión, por cuanto la inaugura en nuestra cabeza, a la que deben juntarse los miembros»[22].
En definitiva, con palabras Fulton J. Sheen: «En la ascensión el Salvador no abandonó el ropaje de carne con que había sido revestido; porque su naturaleza humana sería el patrón de la gloria futura de las otras naturalezas humanas que le serían incorporadas por medio de la participación de su vida. Era intrínseca y profunda la relación existente entre su encarnación y su ascensión. La encarnación o el asumir una naturaleza humana hizo posible que Él sufriera y redimiera. La ascensión ensalzó hasta la gloria a aquella misma naturaleza humana que había sido humillada hasta la muerte»[23].
Eudaldo Forment
[1] Giotto di Bontone, Ascensión (1303).
[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 57, a. 4, sed c.
[3] ÍDEM, Comentario de la epístola de San Pablo a los Efesios, 4, lec. 3.
[4] Ef 1, 21.
[5] Ef 4, 10.
[6] ÍDEM, Comentario de la epístola de San Pablo a los Efesios, 4, lec. 3.
[7] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 57, a. 4, in c.
[8] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 87.
[9] RÉGINALD GARRIGOU-LAGRANGE, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Ediciones Rialp, 1951, 2ª, p. 261.
[10] ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, Madrid, BAC, 1956, p. 480.
[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, Supl., q. 69, a. 1, ob. 1.
[12] Ibíd., Supl., q. 69, ad 1.
[13] Ibíd., I, q. 52, a. 2, in c.
[14] ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, op. cit., p. 480.
[15] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 57, a. 5, sed c.
[16] Ibíd., III, q. 57, a. 5, in c.
[17] Ibíd., III, q. 57, a. 5, ob. 2.
[18] Ibíd., III, q. 57, a. 5, ad. 2
[19] III, q. 57, a. 6, in c.
[20] III, q. 57, a. 6, sed c.
[21] III, q. 57, a. 6, ob. 2.
[22] III, q. 57, a. 6, ad 2.
[23] FULTON JOHN. SHEEN, Vida de Cristo, Barcelona, Herder, 1962, 3ª ed., p. 531.
1 comentario
Quisiera saber qué opina del «finitismo causal», del que se habla bastante. Se propone que es una demostración lógica del principio temporal del universo, contraria a la tesis tomista de que ese inicio no se puede conocer «a priori» ya que podría ser razonable que no hubiera existido.
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E.F.
Creo que es una hipótesis respetable, pero que no está perfectamente fundamentada metafísicamente.
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