LXXXVI. El poder de Cristo de ascender al cielo
Los poderes de Cristo para subir al cielo[1]
En el artículo tercero de la cuestión dedicada a la ascensión del Señor, examina Santo Tomás la primera parte de la tesis de la conclusión anterior, que la ascensión de Cristo, o movimiento de la tierra al cielo, fue en cuanto hombre, aunque su causa, como se afirma en la segunda, fue en cuanto Dios. Precisa en este artículo que subió al cielo no sólo por el poder de su divinidad, sino también por virtud de su cuerpo glorioso.
La prueba que da es la siguiente: «Hayen Cristo hay dos naturalezas, a saber: la divina y la humana. Y según una y otra se puede tomar el poder propio de Cristo».
Así lo había establecido en la respuesta a la última objeción del artículo anterior, pero concreta ahora que «según la naturaleza humana, el poder de Cristo puede considerarse doble. Uno, el natural, que procede de los principios de la naturaleza. Y es evidente que con tal poder Cristo no subió a los cielos. Otro, el poder de la gloria, que existe en su naturaleza humana. Y con este poder subió Cristo a los cielos», que no es natural, sino recibido de Dios.
Puede explicarse este último poder por su alma glorificada, «de cuya redundancia será glorificado el cuerpo, como dice San Agustín (Cf. Epist. 118 c. 3) Y será tanta la obediencia del cuerpo glorioso al alma bienaventurada que, como escribe San Agustín: «donde quiera el espíritu, allí estará el cuerpo al instante; ni querrá nada que convenga al espíritu y al cuerpo» (Ciud. Dios, XXII, c. 30)».
Además, como ya se ha dicho más arriba (III, q. 57, a. l): «al cuerpo celeste e inmortal le compete estar en un lugar celeste, y, por eso, por el poder de su alma que lo quería, subió al cielo el cuerpo de Cristo. Y así como el cuerpo se vuelve glorioso, así también dice San Agustín: «el alma se hace bienaventurada por la participación de Dios». (Trat. Evang. S. Juan, Trat. 23, sobre 5, 29)».
La tesis de que: «la causa primera de la ascensión al cielo el poder divino», debe quedar, por tanto, de este modo: «Cristo sube al cielo por su propio poder, ante todo por la virtud divina y luego, por el poder del alma glorificada, que mueve al cuerpo como quiere»[2].
La agilidad del cuerpo resucitado
Contra esta especificación de la tesis sobre el poder de Cristo de ascender al cielo se puede objetar: «se dice en el último capítulo del Evangelio de San Marcos que: «Jesús, después de haber hablado a sus discípulos, fue levantado al cielo» (Mc 16, 19) . Y en los Hechos de los apóstoles se lee: «viéndolo ellos, fue elevado, y una nube lo arrebató de su vista» (Hch 1, 9). Pero lo que es tomado y elevado parece que es movido por otro. Luego Cristo era llevado al cielo, no por su propio poder, sino por un poder ajeno»[3].
En su respuesta nota Santo Tomás que en la ascensión del Señor no actúa un poder extraño a Cristo, porque: «así como decimosque Cristo resucitó por su propio poder y, sin embargo, fue resucitado por el Padre, por ser un mismo e poder del Padre y eldel Hijo», ya que tiene la misma naturaleza divina, a quien pertenece el poder divino, «así también Cristo sube alcielo por su propio poder» y, asimismo, hay que decir que: «sin embargo,fue elevado y tomado por el Padre»[4], que tiene idéntico poder divino.
Igualmente se puede objetar que: «el cuerpo de Cristo fue terreno, igual que el nuestro. Pero es contrario a la naturaleza del cuerpo terreno moverse hacia arriba, pues ningún movimiento se realiza por poder propio que sea contra naturaleza. Luego Cristo no subió al cielo por su propio poder»[5].
Respecto a esta segunda objeción indica Santo Tomás: «Esa razón prueba que Cristo no subió al cielo por el propio poder natural de la naturaleza humana. Sin embargo, subió al cielo por su propio poder divino; y por el poder propio de su alma bienaventurada»[6].
Al tratar más delante la resurrección en general, entre los dotes, dones o cualidades, de los cuerpos resucitados estudia el de la agilidad. Afirma que la causa de la agilidad de los cuerpos resucitados de los justos es la redundancia de la gloria del alma en el cuerpo, y así el cuerpo le obedece en el movimiento.
Explica Santo Tomás: «El cuerpo glorioso estará completamente sometido al alma glorificada, no sólo para que nada en él haya que resista a la voluntad del espíritu, porque esto lo tuvo también el cuerpo de Adán, sino además para que haya en él cierta perfección que fluya del alma glorificada en el cuerpo por la que se quede perfectamente habilitado para dicho sometimiento (…) el cuerpo glorificado». El cuerpo resucitado «por el dote de la agilidad se somete al alma en cuanto motor, para que esté expedito y hábil para obedecer al espíritu en todo movimiento y acción del alma»[7].
El cuerpo se vuelve por tanto «apto para todo movimiento local»[8], incluso que sea «contra la naturaleza de los cuerpos». De manera que: «después de la resurrección, el alma dominará a la perfección al cuerpo, ora por la perfección del propio poder, ora por la habilidad del cuerpo glorioso por la afluencia de gloria del alma a él, no habrá ningún trabajo en el movimiento de los resucitados que están en el cielo; y así podrán llamarse ágiles los cuerpos de estos resucitados»[9].
Se concluye en esta solución a la segunda dificultad que: «aunque elevarse hacia arriba sea contra la naturaleza del cuerpo humano en el estado presente, en el que el cuerpo no está totalmente sujeto al espíritu, no será, sin embargo, contra la naturaleza, ni violento al cuerpo glorioso, puesto que naturalmente está totalmente sujeto al espíritu»[10].
Por último, también se puede presentar a la tesis de los poderes de Cristo para ascender al cielo, esta tercera dificultad: «el poder propio de Cristo es el poder divino. Pero no parece aquel movimiento procediese del poder divino, porque, siendo éste infinito, aquel movimiento se realizaría instantáneamente y así no hubiera podido: «elevarse al cielo viéndolo los discípulos» (Hch 1, 9). Luego parece que Cristo no ha subido a los cielos por su propio poder»[11].
Es innegable, admite Santo Tomás en su réplica, que, por una parte: «aunque el poder divino sea infinito y obre de manera infinita cuanto es de su parte, no obstante, el efecto de este poder es recibido en las cosas según su capacidad, y según la disposición de Dios». Por otra, que: «el cuerpo no es capaz de moverse localmente al instante, porque debe ajustarse al espacio, de cuyas divisiones viene la división del tiempo, como prueba Aristóteles (Fis, VI, c. 4, n. 6). Y así, no es necesario que el cuerpo movido por Dios lo sea instantáneamente, pero se mueve con la velocidad que Dios dispone»[12].
Prefiguraciones de la Ascensión
También contra estas tres objeciones que niegan que Cristo subiese al cielo por su propio poder, Santo Tomás aporta seguidamente este pasaje de la Escritura, en el «sed contra» del artículo: «dDce Isaías: «¿Quién es este que avanza magníficamente vestido con toda la grandeza de su poder?»(Is 63, 1). Y San Gregorio comenta, en una Homilía sobre la Ascensión: «Conviene notar lo que se lee que Elías, que se subió en un carro; a fin de mostrar claramente que, como puro hombre para subir necesita ayuda ajena (…) Pero de nuestro Redentor, se dice que haya sido elevado en un carro, ni por ministerio de los ángeles, sino que quien había hecho todas las cosas era llevado, sin duda, por su propio poder sobre todas ellas» (Cuarenta hom. Evang., hom. 29)»[13].
En este lugar citado por Santo Tomás, explica San Gregorio: «En el Antiguo Testamento hemos aprendido que Elías fue arrebatado al cielo; pero una cosa es el cielo aéreo (o atmosférico) y otra el etéreo (o astronómico), pues el cielo aéreo está inmediato a la tierra; por eso decimos las aves del cielo, porque las vemos volar en el aire. De de modo que Elías fue elevado al cielo aéreo, siendo llevado rápidamente a determinada región de la Tierra, donde viva en la mayor paz del espíritu y del cuerpo, hasta que al fin del mundo vuelva y rinda el tributo a la muerte. Él ha diferido la muerte, pero no la ha evadido. Más nuestro Redentor, como no la ha diferido, la venció y la destruyó, resucitando y subiendo a los cielos (al cielo de la fe), manifestó la gloria de su resurrección».
Sobre la ascensión de Cristo, añade San Gregorio Magno que: «Es de notar que se lee que Elías se subió en un carro; y esto para hacer patente que el puro hombre para subir necesita auxilio ajeno; por medio, pues de los ángeles se obraron y se manifestaron aquellos auxilios, puesto que ni al cielo aéreo podía subir por sí aquel a quien se lo impedía su débil naturaleza».
En cambio: «de nuestro Redentor, se lee que fue elevado, no en carro, ni por ministerio de los ángeles, sino que quien había hecho todas las cosas era llevado, sin duda, por su propia virtud sobre todas ellas; y así tornaba a donde estaba y volvía de donde permanecía, porque, cuando por la humanidad subía a los cielos, por su divinidad contenía igualmente el cielo y la tierra»[14].
Además, la ascensión de Cristo estaba prefigurada y, por tanto, anunciada de este modo en el Antiguo Testamento, porque: «así como José, vendido por sus hermanos, fue figura de la venida de nuestro Redentor, así Henoc trasladado, y Elías, arrebatado al cielo aéreo, ambos figuraron la ascensión del Señor. Por tanto, el Señor tuvo nuncios y testigos de su ascensión; uno anterior a la Ley, y otro durante la Ley, hasta que al cabo llegará el mismo que en verdad pudo penetrar los cielos»[15].
A Henoc, el sexto descendiente de Adán por la línea de Set, tercer hijo de este último, y que «anduvo con Dios»[16], es decir, agradó a Dios y fue así amigo suyo y que como dijo el apóstol San Judas, se le conferida la misión de profetizar a los impíos el diluvio, que ocurrió en la época de su biznieto Noé [17], «fue trasladado para que no viese la muerte»[18]. De modo parecido el profeta Elías, que «un carro de fuego y unos caballos de fuego separaron al uno y del otro (Eliseo) y subió Elías al cielo en un torbellino»[19].
También se pude decir, que, según las Sagradas Escrituras, además de Henoc, que tuvo una vida breve con relación a los otros patriarcas, por su traslado: «solo a Elías. se volvió a conceder la gracia extraordinaria de ser arrebatado en cuerpo y alma al paraíso, es decir, a un lugar y estado misterioso, desconocido para nosotros, más no a gozar de la vida beatífica de Dios. Según los santos Padres, otorgóse0. este admirable favor a los dos grandes predicadores de penitencia, que ha tenido la humanidad y el pueblo hebreo, para que en los días aciagos del Anticristo vuelvan a la tierra, ganen para la causa de Dios a los hombres perseguidos y los sostengan en la fe»[20].
Debido a ello, la ascensión de Cristo de las otras dos desapariciones de la tierra «también se diferencia por cierta gradación la elevación de cada uno de ellos; pues se refiere que Enoc fue trasladado y Elías arrebatado al cielo, hasta que, por fin, viniera el que ni trasladado ni arrebatado, sino por su propia virtud, penetrara en el cielo etéreo».
Asimismo, advierte San Gregorio en ellos otra gradación, porque: «en la traslación de estos, que, como siervos, significaron la ascensión del Señor, y en sí mismo, que ascendió a los cielos, el Señor nos manifiesta que a los que en Él creemos concederá también la pureza de su carne y que, andando el tiempo, crecería bajo su influencia la virtud de la castidad; pues, en efecto, Henoc tuvo mujer e hijos, más no se lee que Elías tuviera mujer e hijos».
Todavía indica una tercera graduación, pues añade: «Considerad cómo, a medida que pasa el tiempo, crece la pureza de la santidad; cosa que se muestra patente en los siervos que fueron trasladados y en la persona del Señor que subió a los cielos. Henoc, que fue engendrado y que engendró por unión carnal, fue trasladado; Elías, que fue engendrado por unión carnal, pero que no engendró por unión carnal, fue arrebatado. Y el señor que ni fue engendrado, ni engendró por tal modo, ascendió por sí mismo»[21].
La exaltación de la Ascensión
Sobre el relato de San Lucas en los Hechos de los apóstoles de la Ascensión[22], nota San Gregorio que: «cuando nació el Señor aparecieron los ángeles, y no se lee que aparecieran con blancas vestiduras, y, en cambio, se lee que, cuando subió a los cielos, aparecieron los ángeles con blancas vestiduras, pues así está escrito (Hch 1, 9-10): «Se fue elevando a vista de ellos por los aires, hasta que una nube le encubrió a sus ojos. Y estando atentos a mirar cómo iba subiéndose pese a los cielos, he aquí que aparecieron cerca de ellos dos personajes con vestiduras blancas» (Hch 1, 9-10). Ahora bien, en las vestiduras blancas se muestra el gozo y la fiesta del alma»[23].
Se pregunta San Gregorio consecuentemente: «¿Cómo es, pues, que, cuando nace el Señor, los ángeles no aparecen con vestiduras blancas y cuando el Señor asciende aparecen con blancas vestiduras? No puede ser sino porque cuando Dios hombre penetró en el cielo, entonces celebraron los ángeles una gran fiesta. Porque al nacer el Señor veíase la divinidad humillada, pero al subir al cielo fue exaltada de la humanidad, y las vestiduras blancas son más propias de la exaltación que la humillación. Por consiguiente, en la ascensión los Ángeles debieron aparecer con vestiduras blancas, porque quien en su natividad apareció Dios humilde, en su ascensión se mostró hombre excelso»[24].
En lo que más se debe reparar del hecho de la ascensión de Cristo es que: «en este día quedó borrado el decreto de nuestra condenación y cambiada la sentencia de nuestra corrupción; pues aquella naturaleza a la que se dijo: «Polvo eres y a ser polvo tornarás» (Gn 3, 19), en el día de hoy subió al cielo».
Seguidamente añade esta original interpretación: «Por esta elevación de nuestra carne es lo por lo que el Santo Job llamó «ave» al Señor; pues como santo Job previó que la Judea no entendió el misterio de su ascensión, pronunció sentencia acerca de su infidelidad, por medio de una figura, diciendo: «No conoció el camino del ave» (Job 28, 7). Con razón, pues fue llamado «ave» el Señor, porque remontó su cuerpo de carne a las regiones etéreas; y no conoció el camino de esta ave, quien no creey que Él ascendió a los cielos».
Además de Job, de los tiempos patriarcales, San Gregorio se refiere al profeta Habacuc, que : «también dijo acerca de la gloria de la ascensión del Señor: «Se elevó el sol, y la luna se paró en su carrera» (Ha 3, 11). Porque ¿a quién se designa con el nombre de sol, sino al Señor y a quién con el de luna, sino a la santa Iglesia?; pues hasta que el Señor subió a los cielos, la Santa Iglesia todo lo temía de las adversas potestades del mundo; más, después que se fortaleció con la ascensión del Señor, predicó en público la fe que guardó secreta. Luego el sol se elevó y la luna se paró en su carrera, porque, cuando el Señor subió al cielo, la santa Iglesia se propagó con autoridad de la predicación»[25].
Por último, repara que: «por eso Salomón pone en boca de esta Iglesia: «Vedle que viene saltando por los montes» (Cant 2, 8); porque contempló la excelencia de tan grandes obras, dijo vedle que viene saltando por los montes. En efecto, hasta llegar a redimirnos dio, por decirlo así, algunos saltos. ¿Queréis, hermanos carísimos, conocer los saltos que Él dio? Del cielo viene a la Tierra, al seno de su madre; del seno de su madre saltó al pesebre; del pesebre, saltó la cruz; de la cruz al sepulcro; del sepulcro volvió al cielo»[26].
Eudaldo Forment
[1] La Ascension del Señor, Antonio de Lanchares (h. 1620).
[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 57, a 3, in c.
[3] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ob. 1.
[4] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ad 1.
[5] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ob. 2.
[6] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ad 2.
[7] Ibid., Supl., q. 84, a. 1, in c.
[8] ibíd., Supl., q. 84, a. 1, ad 3.
[9] Ibíd,., Supl., q. 84, a. 1, ad 2.
[10] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ad 2.
[11] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ob. 3.
[12] Ibíd., III, q. 57, a. 3, ad 3.
[13] Ibíd., III, q. 57, a. 3, sed c.
[14] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en Obras de San Gregorio Magno, Madrid, BAC, 2009, II, pp. 533-780, II, hom. VIII, p. 680.
[15] Ibíd., pp. 680-681.
[16] Gn 5, 22.
[17] Cf. Jd 14.
[18] Heb 11, 5. Cf. Gn 5, 24.
[19] 2 Re 2, 11
[20] I. SCHUSTER-J.B. Holzammer, Historia bíblica., Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1946, 2 vols., v. I, p. 109, n. 3.
[21] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, II, hom. 29, p. p. 681.
[22] Hch 1, 1-11.
[23] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, op. cit., 681-682.
[24] Ibíd. p. 682.
[25] Ibíd., p 682.
[26] Ibíd., p. 683.
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