La naturaleza de la Iglesia; reflexiones sobre algo de pastoral, algo de eclesiología y algo de liturgia

Cathopic

Sin liturgia, sin vida litúrgica, la Iglesia no sería Iglesia del Señor, perdería su ser más íntimo, su tarea redentora, su función santificadora, su maternidad sacramental.

La Iglesia es litúrgica, la Iglesia vive de la liturgia, y sin liturgia, ¡nada es!, perdería su razón de ser, su naturaleza divina y humana a un tiempo, quedando reducida a los escombros, a una empresa humana y secular, con objetivos meramente humanos, sociales o políticos. La Iglesia sin liturgia es un grupo de beneficencia como mucho, si acaso, con ideales religiosos o filantrópicos: algo meramente humano, o una estructura más, con barniz ético. La fe sería un añadido insustancial; no habría necesidad alguna del Redentor ni de su Cruz ni de su gracia.

¿Correspondería esto al Vaticano II, a su “aggiornamento”, a su “espíritu” de modernización y adaptación al mundo? ¡En absoluto! La Iglesia posee una estructura sacramental; “es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). En la santa Iglesia, Dios “estableció convocar a quienes creen en Cristo” (LG 2). Es la Iglesia-Misterio (título del capítulo I), es “el misterio de la Iglesia” (LG 5).

La Iglesia vive de la liturgia, halla en la liturgia su fuente y su culmen, según el Concilio (SC 10). La liturgia logra que los fieles en sus vidas “manifiesten a los demás… la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia” (SC 2).

La liturgia es la vida de la Iglesia y manifiesta su naturaleza y su Misterio. Sigue diciendo el Vaticano II:

“Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2).

Este doble aspecto de la naturaleza de la Iglesia pone de relieve la necesidad e importancia de la liturgia:

“Por eso, al edificar día a día a los que están dentro para ser templo del Señor y morada de Dios en el Espíritu, hasta llegar a la medida de la plenitud de la edad de Cristo, la Liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo y presenta así la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones, para que, bajo de él, se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y un solo pastor” (SC 2).

Con esta doctrina tan clara, es relevante la función que la liturgia tiene para el ser mismo de la Iglesia.

La Iglesia-Sacramento vive de los sacramentos (esa es su vida, no las reuniones, programaciones o Coordinadoras); como explica Ratzinger:

“La designación de la Iglesia como sacramento sale al paso de una concepción individualista de los sacramentos en cuanto medios de gracia; enseña a entender los sacramentos como realización de la vida de la Iglesia y con ello profundiza, al mismo tiempo, en la doctrina de la gracia: la gracia es siempre eclosión de la unión; el sacramento, en cuanto acontecimiento del culto divino, es siempre realización comunitaria”[1].

Por ello no hay contraposición dialéctica, tal como algunos siguen presentando, entre “pastoral de sacramentos” y “pastoral de evangelización” o entre “pastoral” y “sacramentos”, porque la evangelización auténtica conduce a la Iglesia y a su vida sacramental.

Y además, siguiendo la doctrina conciliar sobre la Iglesia, vemos que “la Iglesia no es organización externa de la fe, sino que es, por esencia, comunidad de culto divino; nunca es más Iglesia que cuando celebra la liturgia y hace presente el amor redentor de Jesucristo”[2].

Por ello conviene tanto cultivar y fomentar la vida litúrgica, educar e iniciar en ella (catequesis, retiros, pláticas), celebrarla siempre con cuidado y reverencia, según los mismos libros litúrgicos, dedicarle tiempo y que el ritmo al celebrar sea pausado, meditativo, grave, solemne. La vida de la Iglesia es litúrgica: merece que ocupe su lugar preferente, se respete y se celebre de tal modo que se glorifique a Dios y crezca la santificación de los hombres (cf. SC 10).



[1] RATZINGER, J., “La Iglesia como sacramento de salvación”, en OC VIII/1, pp. 212-213.

[2] Id., p. 213.

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