El secreto mejor guardado por las monjas de Roma (1943-1944)
LOS JUDÍOS ESCONDIDOS EN LOS CONVENTOS DE ROMA DURANTE LA OCUPACIÓN ALEMANA
¿Cuántos judíos de la ciudad de Roma se salvaron de la persecución nazi porque se hospedaron en los conventos de la Urbe durante la segunda guerra mundial? El jesuita Padre Leiber, colaborador personal de Pío XII, redactó una lista de casas religiosas con el número de huéspedes, aunque parece que en realidad la lista había sido confeccionada por otro jesuita, el P. Beat Ambord, tras una investigación cuidadosa que llevó a cabo en 1954. El mismo Ambord, que durante la guerra habitaba en la curia generalicia de la Compañía, había sido muy activo en la Roma clandestina con la ayuda a los judíos, entre los que consiguió distribuir un millón de liras procedentes de un benefactor suizo.
La lista, que aparece en la Historia de los judíos de Italia, de Renzo De Felice, fue confeccionada con los datos que las mismas casa religiosas proporcionaron al acabar la guerra, si bien no se ha podido encontrar la documentación original que sirvió como base a la lista. Las cifras que en ella se contienen hablan de 2775 personas hospedadas en conventos femeninos, 992 en conventos masculinos y 680 en locales pertenecientes a capillas e iglesias, juntándose así un total de más de 4400 judíos salvados de la persecución. Las cifras son muy significativas si se considera que el total de judíos salvados en Roma fue de unos 10.000 y los que desaparecieron no llegaron a 2000.
Pero estas cifras de la lista de Ambord no son definitivas, pues se sabe que hubo otros conventos que ofrecieron hospitalidad y no fueron incluidos en la lista, mientras que también con frecuencia los perseguidos cambiaban de escondite, por lo que iban de una casa a otra y el calcular el número total se hace difícil. Por otro lado, las cifras ofrecidas en esta lista no incluyen las parroquias del clero diocesano, ni las instalaciones del palacio lateranense y las de Propaganda Fide en el monte Gianicolo, que también hospedaron a un buen número de judíos. Sea la cifra un poco mayor o un poco menor, la realidad es que se puede afirmar, como lo hace la historiadora italiana Liliana Picciotto, experta en la historia del pueblo judío, que “los religiosos católicos fueron los primeros en esconder a los judíos”.
Llama la atención la mayoritaria acogida por parte de las religiosas, las cifras hablan de unos 200 conventos (sobre un total de unos 700 que había en Roma en aquella época) que acogieron a judíos dentro de sus muros, de los cuales 130 fueron femeninos. Por cantidades, las Hermanas de Sión hospedaron a 187 judíos, las del Perpetuo Socorro en la vía Merulana 133 huéspedes, las de los Siete Dolores más de cien, etc. Cifras tan altas no se dieron entre los frailes, si no es la casa de los Hermanos de las Escuelas Cristianas con 96 huéspedes y la parroquia de Santa Cruz en el barrio Flaminio, llevada por los Estigmatinos, en la que se refugiaron un centenar de judíos.

Nacido en Londres el 10 de octubre de 1865 de familia aristocrática española, Rafael Merry del Val y Zulueta realizó sus estudios en Slough, Namur, Bruselas, Durham y, por fin, en Roma, en la Academia de Nobles Eclesiásticos que años después el mismo presidió. Ordenado sacerdote en 1888, doctor en derecho canónico y teología, fue en primer lugar secretario personal del arzobispo Luigi Galimberti y después sucesivamente nuncio apostólico en Alemania, en el Imperio Austro-Húngaro y en Canada. Vuelto a la curia romana, León XIII le nombró consejero para las cuestiones referentes al Index Librorum Prohibitorum y después, como se ha mencionado, Presidente de la Academia de Nobles, a la vez que le elevó a la dignidad arzobispal. Fue nombrado Camarero Secreto Participante de Su Santidad el 31 de diciembre de 1891.


Pasa la Cuaresma y la Pascua en Lima, y celebra el primer Sínodo Diocesano. Movido por el deseo de conocer a su pueblo, Santo Toribio, aprovechando el tiempo que aún faltaba para la apertura del III Concilio, se dirigió en visita pastoral hacia Huánuco, el extremo oriental de su Arquidiócesis, llegando prácticamente hasta los confines de su jurisdicción, muy cercana a las montañas vírgenes, donde terminaba la civilización. Simultáneamente iban llegando a Lima los obispos de Cuzco, La Imperial y Santiago de Chile; en Lima le esperaba el electo obispo de Paraguay para ser consagrado obispo. El Santo no pierde el tiempo y anota para sí y lo transmite al Rey la problemática y las soluciones:

Por influjo de la madre, que por lo menos quería asegurarse un buen colegio religioso para su hija, a los diez años, ingresa en el internado del Sagrado Corazón de la Trinità dei Monti, en lo alto de la escalinata de la Piazza di Spagna, en Roma, sin duda una de las escuelas de mejor reputación en aquellos tiempos. Su madre tenía la esperanza de que las religiosas la ayudasen a corregir su carácter independiente, pero no solamente no lo consiguieron, sino que a causa de su mal comportamiento tuvieron que expulsarla al acabar el curso escolar, lo cual usó su padre como excusa para inscribirla en una escuela de espíritu liberal, muy diferente a la de las monjas, en la que Alessandra se encontrará más a gusto. Y de hecho, la joven disfrutó de aquel colegio en que la directora le dejaba cultivar su afición favorita, la lectura. Y por influjo de las ideas liberales del colegio, sin la cercanía de su madre, a los trece años ya estaba llena de dudas de fe, que la acompañarán durante muchos años.
Nacido bajo el nombre de József Pehm el 19 de marzo de 1982, fue ordenado sacerdote en 1915 por el obispo de Szombathely, el conde János Mikes. En la primera fase de su ministerio pastoral tuvo que soportar la terrible persecución y la violencia de los enemigos de la Iglesia, de la que siempre defendió la unidad, la integridad y los derechos, lo que le hizo muy popular en su tierra natal y en el extranjero. Ya cuando era un joven sacerdote fue encarcelado por su oposición al régimen comunista de Bela Kun, en el llamado “período rojo” 1918-1920. Posteriormente, en 1944, cuando fue nombrado obispo de Veszprém por el Papa Pío XII, Mindszenty fue encarcelado de nuevo por el régimen nazi impuesto por Hitler al ocupar Hungría, pues el prelado, que ya durante el régimen filofascista de Miklós Horthy (1920-1944) había defendido la libertad de religión, se opuso en seguida a la aplicación de las leyes racistas importadas de Alemania.
En julio se cumplieron 75 años desde el comienzo de aquel verano ardiente de 1936, cuando en España se desató la etapa más cruel y sangrienta de la persecución religiosa que venía teniendo lugar sistemáticamente desde 1931, bajo la Segunda República. Porque a todo lo largo de ese período de vorágine política no faltaron estallidos de furia anticatólica, que se tradujeron en quemas de iglesias y conventos, maltrato y hasta asesinato de sacerdotes y religiosos, destrucción de ingente patrimonio artístico y cultural por el solo hecho de su carácter religioso. Un ensayo general a escala local de lo que sería la gran oleada persecutoria que inundaría media España algún tiempo después lo constituyó la Revolución de Asturias de 1934, aquella intentona de los socialistas y comunistas de tomar el poder por la fuerza al no resignarse a la victoria limpia y legal de las derechas en las elecciones del año anterior (dicho sea de paso, fue ese golpe de Estado frustrado y no el Alzamiento del 18 de Julio lo que condenó irremisiblemente y acabó por dar al traste con la República).
En segundo lugar, lejos de observar una actitud provocadora o desafiante, la Iglesia Católica se mostró prudente, a veces hasta en exceso frente a un Estado agresivo e intolerante. La actitud del Nuncio Apostólico, Mons. Federico Tedeschini (más tarde cardenal) fue juzgada demasiado apaciguadora y condescendiente con un poder político que no demostraba consideración hacia la religión mayoritaria de España. Idéntica postura fue la observada por el Cardenal catalán Vidal i Barraquer. Es más: se sacrificó a los prelados más valientes –el Cardenal Segura y el obispo Múgica de Vitoria– por bien de paz, que se demostró al final ser completamente ilusorio. A pesar de la Carta de los Metropolitanos de 1931 y de la Pastoral Colectiva del Episcopado Español de 1932, los Obispos se mantuvieron por lo general en un silencio expectante, que fue funesto para los católicos, que esperaban de ellos una guía para la acción y se vieron en consecuencia desorientados, sin saber cómo proceder y dejándose ganar el terreno por los sindiós. La Acción Católica, que habría podido ser una fuerza determinante y disuasoria a la hora de enfrentarse a las políticas antirreligiosas del gobierno como correa de transmisión de las directivas del episcopado, adolecía de falta de organización y de empuje y quedó completamente neutralizada. No hubo, pues, una fuerte y concertada oposición católica a los desmanes de los sectarios y la Iglesia acabó yendo como oveja al matadero.
Hay que decir que las relaciones entre Iglesia y Estado no pasaban por su mejor momento. La escalada anticlerical que se había desatado en España coincidiendo con las crisis políticas del siglo XIX (y que se manifestó virulentamente en episodios dramáticos como las matanzas de frailes y las desamortizaciones) había sido frenada gracias al Concordato con la Santa Sede de 1851 y a la Constitución de 1876, que consagraba el principio de la confesionalidad del Estado. Pero la aversión a la Iglesia Católica quedaba latente en amplios sectores de inspiración revolucionaria y en las capas sociales más susceptibles a la propaganda anticristiana. El ejemplo de Francia con su ley de separación de Iglesia y Estado de 1905 (Ley Combes) traspuso los Pirineos y se convirtió en parte del programa liberal. Precisamente pocos meses antes del Congreso Eucarístico Canalejas había promovido la llamada “Ley del Candado” (27 de diciembre de 1910), por la que se prohibía el establecimiento de nuevas órdenes y congregaciones católicas sin autorización previa del gobierno, a la espera de una nueva ley de asociaciones, cuyo proyecto fue presentado al Congreso el 8 de mayo de 1911, aunque no se llegó a tramitar.
Nadie como él encarnó el perfil trazado por Juan Pablo II en su exhortación postosinodal Pastores gregis encaminada a valorar la triple misión (el “munus”) de los obispos (enseñar, santificar y regir) proponiéndoles “el ejemplo de Pastores santos, tanto para su vida y su ministerio como para la propia espiritualidad y su esfuerzo por adaptar la acción apostólica” (n.25).





