InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: Papas

2.08.10

Cuando el nuevo Papa era designado por su predecesor

Designación directa y designación indirecta

Como es bien sabido, no siempre el Obispo de Roma fue elegido a través de una votación, tanto menos por un cónclave como el que conocemos hoy en día. De hecho, las primeras noticias ciertas que tenemos de una elección papal, llevada a cabo por la comunidad de la Iglesia de Roma fue la de Alejandro I (105-115). La llevaron a cabo los obispos presentes por aquellos días en la Urbe a partir de los sufragios de los fieles y actuando de testigos y valedores los presbíteros y diáconos. Dicho consorcio del clero y el pueblo romanos para elegir a su obispo funcionó bien durante trescientos años, para cambiar posteriormente, como se verá en otro artículo. En éste queremos hablar de otro modo de elección del Papa que, si bien, abandonada hace siglos, tuvo su importancia histórica: La libre designación del predecesor.

E1 segundo papa de la historia fue el toscano san Lino (en la foto), nacido en Volterra, que ocupó la cátedra romana desde el año 67, en que fue martirizado san Pedro, del cual era discípulo. Durante las ausencias de su maestro, sustituía a éste a la cabeza de la comunidad cristiana de Roma, desempeñándose con tal eficiencia que pareció natural que sucediera al apóstol. Se dice, incluso, que Pedro designó expresamente a Lino para ocupar su puesto a su muerte, y ésta parece haber sido la primera forma que los hombres hallaron para coadyuvar a la acción del Espíritu Santo en el delicado negocio de hacer un Papa.

Por resultar de la última voluntad del predecesor en el oficio de Vicario de Cristo, esta forma de designación puede ser llamada «testamentaria», y no es extraña en el contexto de las relaciones de maestro a discípulo, en las que este último recoge la «herencia» de aquél -como Eliseo recogió la de su maestro Elías simbolizada en su manto-. En el primer siglo del cristianismo, fue el modo regular por el que se sucedieron los obispos de Roma. Así, san Lino (67-76) habría a su vez designado a su condiscípulo san Anacleto (76-88); éste a san Clemente I (88-97), preconizado obispo por san Pedro, y Clemente a san Evaristo (97-115).

Las siguientes designaciones testamentarias de Papas son más esporádicas y dependen de que en cada elección no se respeten las últimas voluntades del Pontífice difunto. Lo de las últimas voluntades hoy nos sorprende no poco pero que estuvo vigente bastante tiempo. Así, el papa griego san Zósimo (417-418) fue elegido muy probablemente por indicación de su antecesor Inocencio I, a quien se lo había recomendado san Juan Crisóstomo. El papa san Símaco (en el mosaico, de San Pablo Extramuros), preocupado por alejar la amenaza del cisma que se había manifestado con ocasión de su propia elección, dio un sostén jurídico a la sucesión testamentaria, a la que consideraba la menos arriesgada y susceptible de ser manipulada por los obispos. El 1 de marzo de 499, reunió un sínodo en San Pedro, en el cual participaron 72 obispos italianos y se aprobó el llamado «decreto de Símaco», el primero que regulaba el nombramiento de los Romanos Pontífices. En lo sucesivo cada Papa establecería quién habría de sucederle. En caso de fallecer de improviso y sin haber podido indicar su voluntad al respecto, se procedería a la elección del nuevo Pontífice por parte del clero romano con exclusión de los laicos. Estas normas apenas se cumplieron. De hecho, a la muerte de Símaco, fue elegido unánimemente san Hormisdas (514-523) sin haber sido designado por aquél.

Leer más... »

10.07.10

¿Cómo llegó el Papa Luna al Pontificado? (3ª parte)

TERCER EPISODIO DE LA AVENTURA DE ESTA CONTROVERTIDA FIGURA

RODOLFO VARGAS RUBIO

Entramos ahora en el capítulo que constituye la lógica consecuencia de la trayectoria de Pedro de Luna: su elección como papa. A pesar del entusiasmo despertado a favor de Aviñón en Francia, la hija primogénita de la Iglesia se mostraba veleidosa. Clemente VII, poco antes de su muerte, había recibido una carta insolente de la Universidad de París, que fue como una primera señal de desacato. La muerte del Papa fue vista por los principales jefes de la Cristiandad como una magnífica oportunidad de liquidar el cisma, por lo cual enviaron emisarios a la ciudad del Ródano requiriendo a los cardenales que no se convocara el cónclave hasta nuevo aviso. Lo que se pretendía, en realidad, era que reconocieran al papa de Roma sin más trámite.

En este punto una vez más se irguió imponente el cardenal de Aragón en defensa de los derechos y libertades de la Iglesia, que ve amenazados y que los poderes temporales quieren conculcar por pura conveniencia política y no por amor a la justicia. A Aviñón llegaron sendas cartas de Juan I de Aragón y Carlos VI de Francia. El cónclave, a pesar de todo, se hallaba reunido, una vez acabados los funerales por el difunto papa, el 26 de septiembre. Se entabló una viva discusión entre los electores: los cardenales franceses pretendían que se leyera la carta de su rey o que se difiriera la elección. Don Pedro de Luna se opuso tajantemente en nombre de las leyes canónicas. La experiencia del cónclave de 1378 estaba presente en su mente con todo su cortejo de tropelías e irregularidades que no podían repetirse, ya que no debía subsistir la mínima duda sobre el que resultara designado pontífice. Tres días tan solo duraron los escrutinios y de ellos emergió por unanimidad el cardenal de Aragón como nuevo papa con el nombre de Benedicto XIII. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que fueron su talento, su inteligencia, su nobleza y autoridad nata los que le llevaron al sacro solio como el más idóneo para ocuparlo cuando se avecinaban tiempos difíciles para el papado aviñonés.

El largo reinado de Benedicto XIII está lleno de vicisitudes y salpicado de episodios de una gran densidad moral. Este hombre que alcanzaba las cimas más altas de la Iglesia y del mundo era ya un sexagenario próximo más bien a la setentena y, no obstante, iba a embarcarse en empresas que exigirían normalmente los bríos de un joven. Las circunstancias le obligaron a trasladarse de un sitio a otro; se vio, incluso, obligado a huidas precipitadas; emprendió hasta una expedición –lamentablemente fracasada– a Roma. En todo momento su tenacidad le sostuvo y le hizo indoblegable. Lo que no se puede dudar en calificar de heroica resistencia en Peñíscola constituye el ejemplo extremo. Pero ya se llegará a ello. Lo que interesa ahora es fijar la atención en dos episodios del pontificado del papa Luna especialmente significativos para la Historia entre todos los hechos que jalonan esos casi treinta años caracterizados por marchas y contramarchas, triunfos y repliegues, intrigas, conjuras, traiciones y hasta intentos de asesinato contra Benedicto XIII. Los dos episodios aludidos son: el Compromiso de Caspe y la Conferencia de Judíos de Tortosa.

Leer más... »

27.06.10

La Intervención de los Papas en los comienzos de la evangelización de América

EL PATRONATO REGIO Y LA INTERVENCIÓN DE LOS PONTÍFICES

La actitud de los primeros pontífices que tuvieron que intervenir en la organización episcopal americana puede quedar incompleta y erróneamente concebida si se urge demasiado el hecho, también cierto, pero con sus debidos límites, de la omnipresencia del patronato real (o patronato regio) en Indias. Dicho Patronato consistió en el conjunto de privilegios y facultades especiales que los Papas concedieron a los Reyes de España y Portugal a cambio de que estos apoyaran la evangelización y el establecimiento de la Iglesia Católica en América. Se derivó de las bulas papales otorgadas en beneficio de Portugal en sus rutas atlánticas, y de las llamadas Bulas Alejandrinas emitidas en 1493, inmediatamente después del Descubrimiento a petición de los Reyes Católicos. El patronato regio o indiano para la Corona Española, fue confirmado por el Papa Julio II en 1508.

Es evidente que el cúmulo de concesiones otorgadas por Alejandro VI a los Reyes Católicos desbordaba ampliamente los límites generales de un patronato ordinario, a pesar de carecer de la concesión típica de la presentación a los beneficios eclesiásticos. La citada bula Inter Caetera, del 3 y 4 de mayo de 1493, les mandaba, en virtud de santa obediencia, enviar a las tierras descubiertas a varones probos y temerosos de Dios, doctos, peritos y experimentados para instruir a los naturales y habitantes de ellas en la fe católica e imbuirlos en buenas costumbres, y esto poniendo en ello toda la diligencia debida. Esto adquiría toda su significación con la bula Eximiae devotionis, del mismo mes, reconociendo a España las mismas concesiones ya hechas a Portugal y que la bula comprende bajo los nombres de «libertades, inmunidades, exenciones, facultades, letras e indultos» (apostólicos); algo más tarde habla de gracias, prerrogativas y favores», y al fin se recogen otra vez todas estas expresiones.

Aunque algunos de los términos empleados en las bulas portuguesas parecen referirse a los derechos patronales, no conceden ese privilegio en forma explícita, y hubo que esperar unos años, cuando León X lo concedió a Portugal, que se benefició del ejemplo español y del tenaz empeño de Fernando el Católico en asegurar aquel patronato universal, que el no menos tenaz pontífice Julio II se resistía a conceder. Además de las facultades especiales concedidas a fray Bernal Boyl, primer delegado pontificio enviado a América a establecer y organizar su Iglesia, el punto definitivo de las concesiones de Alejandro VI se redondeó el 16 de noviembre de 1501 con la donación de los diezmos a los Reyes Católicos, con la obligación de fundar y dotar convenientemente a los eclesiásticos encargados de aquellas iglesias.

Leer más... »

9.06.10

¿Fue un Papa sin pontificado? (2)

GLORIA Y OCASO DEL PAPA LUNA (II)

RODOLFO VARGAS RUBIO

La muerte sorprendió a Gregorio XI (en la imagen) en plenos preparativos para volver a Aviñón. Como su predecesor, el beato Urbano V, había llegado a la conclusión de que Roma seguía siendo una ciudad insegura y peligrosa y, por lo tanto, el regreso a ella había sido prematuro. A la sazón, el cardenal de Aragón tenía cincuenta años; estaba, pues, en plena madurez, madurez física e intelectual de la que dará clarísima muestra durante los acontecimientos que se avecinaban y en los que iba a tomar parte y ser protagonista con una lucidez y entereza únicas. El 7 de abril se inicia el cónclave que debe elegir al sucesor de Gregorio XI. Los auspicios no podían ser peores. El populacho se hallaba soliviantado ante el temor de que el papa elegido volviera a abandonar la Urbe, sobre todo porque la mayoría de los electores eran franceses (once de dieciséis presentes en Roma, hallándose otros siete en Aviñón). Los ánimos se encrespaban y los cardenales se hallaban atemorizados ante las amenazas –incluso de muerte– que les llegaban desde el exterior. La situación era indudablemente gravísima.

Existió un claro atentado contra la libertad de elección de los purpurados. La plebe exigía un papa romano o, al menos, italiano: Romano, romano lo volemo, o almanco italiano!, gritaban las turbas con furor desencadenado. El senador de Roma y los jefes de los doce rioni (distritos) instaban a los electores a satisfacer tales exigencias. El fragor de los tumultos llegaba hasta las celdas de éstos, que consideraron la necesidad de ponerse de inmediato de acuerdo en la designación del nuevo papa. A todo esto, hay que decir que una sola voz se elevó rehusando someterse a tan flagrantes coacciones y declarando que votaría a quien en conciencia tuviese por el candidato idóneo, pesara a quien le pesara y tanto si agradaba a los romanos como si no: la de don Pedro de Luna. Los cardenales acabaron eligieron a un prelado napolitano, súbdito de los Anjou: Bartolommeo Prignano, arzobispo de Bari. Al no ser miembro del Sacro Colegio (circunstancia que no se ha dado en los papas elegidos desde entonces), se hubo de mantener secreta su exaltación al Sumo Pontificado hasta obtener su aceptación, condición necesaria para dar aquélla por válida. Pero mientras se enviaba a buscarle, ocurrieron hechos que pueden calificarse de rocambolescos.

Como los romanos continuaban revueltos, el cardenal Giacomo Orsini quiso apaciguarlos indicándoles: “¡Id a San Pedro!”, con lo cual quería decirles que se congregaran en la Basílica Vaticana para esperar en ella al nuevo papa. Sin embargo, la plebe entendió que el elegido era el cardenal Francesco Tebaldeschi, arcipreste de San Pedro, y comenzó a reclamar su presencia. Para disipar la confusión, otro cardenal empezó a gritar “¡Bari, Bari!”, pero lo único que consiguió fue que las turbas asaltaran el palacio vaticano. En esta gravísima coyuntura, no se les ocurrió a los asediados mejor idea que la de presentar al cardenal Tebaldeschi revestido con el manto papal y las insignias pontificias como si efectivamente fuera el elegido al sacro solio. El anciano príncipe de la Iglesia, renuente a prestarse a la mistificación, no hacía más que negar con la cabeza mientras era aclamado. Pero, antes de que los romanos se dieran cuenta de la estratagema, los príncipes de la Iglesia pudieron abandonar su encierro y ponerse a seguro, aunque pronto se fue en pos de ellos para darles caza al grito de “¡Mueran los cardenales!”. Sólo la llegada del arzobispo de Bari y su entronización tras aceptar la elección papal con el nombre de Urbano VI, el 9 de abril, lograron que los ánimos se apaciguaran. Los romanos aclamaron a su nuevo señor y los purpurados respiraron aliviados… por poco tiempo, sin embargo.

Leer más... »

4.06.10

¿Papa o Antipapa? (I)

GLORIA Y OCASO DEL PAPA LUNA (I)

RODOLFO VARGAS RUBIO

Illueca es hoy un municipio de la provincia de Zaragoza, al norte de Calatayud y al pie de las primeras estribaciones de la sierra del Moncayo y de la de la Virgen, en el pequeño valle del río Aranda. El clima es recio, pero no extremado, y los cielos mantienen una pureza cristalina gracias al cierzo que sopla desde las montañas y lo limpia de nubes. El paisaje, en general, es de una gran serenidad y de una belleza austera. Aquí nació en 1328 y se crió don Pedro de Luna, hijo de don Juan Martínez de Luna II y doña María Pérez de Gotor y Zapata, señores de Arándiga, Illueca y Gotor y pertenecientes ambos a familias de noble prosapia aragonesa, que rindieron grandes servicios a sus reyes. El castillo que aún hoy domina Illueca y era casa solariega de los Luna, se hallaba entonces en un enclave importante por estar cerca de la frontera con el reino de Castilla; era, por tanto, teatro propicio a correrías y escaramuzas.

El joven Pedro de Luna, como segundón que era de su familia, estaba destinado a la carrera eclesiástica. Fue, pues, a Montpellier, en cuya universidad cursó Derecho con el máximo aprovechamiento, consiguiendo el grado de doctor in utroque iure y la cátedra de Decretales. Se convirtió en un reputado canonista y, con el tiempo, llegaría a ser el mejor de su época, constituyendo su impecable e irrebatible argumentación jurídica el mejor sostén de la causa aviñonesa durante el Gran Cisma. En Montpellier bebió el clérigo aragonés la cultura amable y refinada que la corte provenzal había difundido por el Mediodía francés y que constituye un preludio del Humanismo. El mismísimo Petrarca, padre del movimiento, aunque suspirando por las antiguas glorias de Italia, vivió en la corte papal de Aviñón, arropado por el mismo ambiente amable y gentil que contribuyó a la formación de Pedro de Luna.

Parece cierto que llevaba una vida tranquila y desahogada gracias a algunos beneficios eclesiásticos de los que gozaba en Vich, Tarazona, Tortosa y Cuenca. Ello le permitía alternar sus estancias entre Montpellier e Illueca. En su tierra natal transcurrió temporadas más largas a partir de 1352, año en el que murió su padre. Ello le permitió ser testigo de las acciones que tuvieron lugar con ocasión de la guerra civil castellana, que enfrentaba a Pedro I el Cruel y su hermanastro Enrique el Bastardo, conde de Trastámara. El año 1367 tuvo lugar la batalla de Nájera, de la que don Enrique salió malparado, peligrando incluso su vida. Los Luna apoyaban al de Trastámara y fue precisamente Pedro quien ayudó le ayudó a substraerse a la persecución implacable de la gente del rey de Castilla, haciéndole cruzar la frontera de Aragón y conduciéndolo a través del reino bajo disfraz hasta ponerle a salvo en Francia, en tierras del conde de Foix. De allá regresó un año más tarde Enrique, con refuerzos y mayor fortuna, pues venció en Montiel a Pedro el Cruel, con lo que su casa quedó entronizada en Castilla.

Leer más... »