Benedicto XV: El camino hacia el pontificado (II)
AÑOS DE CONVULSIONES EN LA IGLESIA
RODOLFO VARGAS RUBIO
Giacomo della Chiesa con doce años entró en el Instituto Danovaro e Giusso, una de las mejores escuelas de Génova, donde trabó amistades que le durarían toda la vida, especialmente con Pietro Ansaldo y Carlo Monti (que tanto le iba ayudar como interlocutor con el gobierno italiano en los difíciles años de tensión Iglesia-Estado). Más bien introvertido, sedentario (su físico no le permitía practicar deporte) y dado a la lectura (a la que era aficionadísimo), Giacomo, aunque no excepcional, fue un buen estudiante. A la brillantez sustituía un interés constante y una diligente aplicación. Al amor por el estudio se añadió la vocación eclesiástica. Llevaba una vida de ordenada piedad, basada en la devoción al Santísimo Sacramento, al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora de la Guardia, patrona de la ciudad. Parece ser que los escritos espirituales del Rev. Gaetano Alimonda, rector del seminario de Génova (futuro cardenal-arzobispo de Turín), influyeron no poco en su decisión de hacerse sacerdote.
Ésta, sin embargo, chocó con la oposición de su padre. Giacomo, una vez terminada su educación escolar, quería pasar directamente al seminario diocesano para su formación, pero el marqués della Chiesa pensaba que su hijo no tenía todavía el criterio formado para ello y que una carrera universitaria le ayudaría a madurar y le sería útil, en todo caso, incluso como sacerdote, en la nueva sociedad secularizada en la que se vivía en la Italia del Risorgimento. Así pues, en 1872, ingresó en la Real Universidad de Génova, donde estudió derecho en medio de un ambiente francamente hostil a la Iglesia, el cual no le arredró, como lo demuestra el hecho de su abierta militancia religiosa, pues llegó a ser secretario de la “Sociedad para la promoción de los intereses católicos” establecida en dicho centro por estudiantes fieles a su fe. Habiendo obtenido su doctorado en 1875, volvió a plantear su entrada en el seminario. Su padre consintió en permitirle seguir los estudios eclesiásticos, pero en Roma, donde Giacomo habría tenido una carrera más rápida y prestigiosa.
Inscrito como alumno en el Almo Colegio Capranica y en la Universidad Gregoriana, el joven clérigo della Chiesa se vio inmerso en una atmósfera que le turbaba profundamente: la de usurpación saboyana de Roma, la cual estallaba frecuentemente en tumultos anticlericales. Giacomo se dedicó en cuerpo y alma a su preparación según los principios de la más estricta ortodoxia católica que regían en el Capranica y que ponía en práctica a través de la enseñanza del catecismo a los niños en la vecina parroquia de Santa María in Aquiro. Por fin, el 21 de diciembre de 1878 fue ordenado sacerdote por el cardenal Raffaele Monaco La Valletta, vicario papal para la diócesis de Roma, en la basílica patriarcal de San Juan de Letrán (la catedral del Papa) y en presencia de su familia, venida al efecto desde Génova. Su primera misa la celebró en la basílica de San Pedro en el Vaticano. Por un error de los sacristanes en la asignación de los altares, no lo hizo, según su deseo en la Capilla Clementina, sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles, sino en el altar de la Cátedra, en el ábside, en el marco de la esplendorosa “Gloria” de Bernini.

RODOLFO VARGAS RUBIO
Como el arzobispo de Bolonia había sido elegido con la diferencia de un voto, Merry del Val exigió que se revisaran las papeletas para ver que este voto decisivo no se lo hubiera dado aquél a sí mismo (a la sazón, la constitución apostólica Vacante Sede Apostolica promulgada en 1904 por san Pío X establecía una mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores para ser investido papa, pero para ser válida esta mayoría no podía estar en ella incluido el voto del elegido). El resultado de este examen fue la confirmación de la probidad y la validez de la elección del cardenal della Chiesa, quien reaccionó con una cita del salmo CXVII: “Lapis quem reprobaverunt aedificantes factus est in caput anguli” (La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular). El otrora poderoso secretario de Estado repuso con el versículo siguiente: “A Domino factum est istud et hoc mirabile in oculis nostris” (Esto es obra del Señor, de lo cual se maravillan nuestros ojos).
RODOLFO VARGAS RUBIO

Contemporáneamente al gobierno pastoral, Pablo IV le confió también la Inquisición de Milán y Lombardía. El aprecio que le tenía el Romano Pontífice se hizo patente cuando lo creó cardenal del orden presbiteral en el consistorio del 15 de marzo de 1557, entregándole el rojo capelo y asignándole el título de Santa María sopra Minerva (hermosa iglesia gótica de los dominicos) nueve días más tarde. Al año siguiente, el cardenal Ghislieri era nombrado Gran Inquisidor. En 1559, a la muerte de su benefactor el papa Caraffa, participó en el cónclave que eligió a Giovanni Angelo de Médicis (que, a pesar de su apellido, no pertenecía a la dinastía florentina, sino a una familia del patriciado milanés). El nuevo papa tomó el nombre de Pío IV y uno de sus primeros actos fue crear cardenales a dos de sus sobrinos (consistorio de 31 de enero de 1560), lo que le valió el ser considerado favorecedor del nepotismo y le enfrentó con los espíritus reformistas de la época (recordemos que el Concilio de Trento se encontraba ya muy avanzado y en sus fases finales), uno de los cuales era el cardenal Alejandrino (como era conocido Ghislieri a causa de su patria). En descargo del pontífice hay que decir que, al menos por lo que respecta a uno de sus nepotes, la promoción a la sagrada púrpura fue afortunada, ya que se trataba nada menos que de Carlos Borromeo, hijo de su hermana Margherita.
RODOLFO VARGAS RUBIO
El trabajo de Montini en la Curia se multiplicó y lo mismo sus actividades en la FUCI. Frecuentemente se ausentaba de Roma para visitar las secciones locales de la organización. Estos viajes y los que realizaba a su tierra natal y al extranjero le compensaban de la rutina de sus responsabilidades en la Secretaría de Estado. Asimismo, su apostolado con los jóvenes universitarios constituía para él un continuo reto. Su visión de la formación que debían recibir era la de un continuo diálogo entre la fe y la cultura. Sólo mentes ilustradas, cultivadas y abiertas eran verdaderamente capaces de hacer progresar la religión en un mundo cada vez más ajeno a ella. Creía en el “gran potencial de conquista” de la actividad cultural y huía de los esquemas tradicionales de formación católica de los estudiantes, piadosos sí, pero poco anclados en la realidad, una realidad que planteaba nuevos retos que sólo una sólida preparación podía asumir.





