Pablo VI y Pío XII
PABLO VI EXPRESÓ SU ADMIRACIÓN HACIA EL PONTIFICE CON EL QUE TAN DE CERCA TRABAJÓ
RODOLFO VARGAS RUBIO
Monseñor Giovanni Battista Montini fue nombrado por Pío XI substituto de la Secretaría de Estado y secretario de la Cifra el 16 de diciembre de 1937. De este modo entró en estrecha relación con el entonces cardenal Eugenio Pacelli, secretario de Estado desde 1930 (cuando substituyó al cardenal Pietro Gasparri). Trabajó al lado de otro gran hombre de Iglesia como fue monseñor Domenico Tardini (futuro cardenal, que dejaría escrito un testimonio vívido de su experiencia junto a Pío XII). Tanto éste como Montini fueron los dos pilares sobre los que se apoyó la política de la Santa Sede durante el pontificado pacelliano, especialmente después de la muerte, en 1944, del cardenal secretario de Estado Luigi Maglione.
Monseñor Montini desempeñó un importante papel durante los años trágicos de la Segunda Guerra Mundial. Pío XII le encargó ocuparse personalmente de la ayuda a los perseguidos, especialmente a los judíos romanos. En esta tarea fue ayudado por sor Pascalina Lehnert, la fiel gobernanta del Papa, que contribuyó con su disciplina y sentido del orden germánicos a organizar el socorro pontificio a los refugiados. Monseñor Montini distribuyó ingentes cantidades de dinero de la caja personal del Papa, de la cual atestigua que llegó a quedar completamente vacía.
Gracias a esta acción humanitaria pudieron ser salvados de la deportación más de 4.000 judíos que hallaron asilo en el Vaticano, la villa papal de Castelgandolfo, monasterios, conventos y residencias propiedad de la Iglesia. Cuando el 19 de julio de 1943 fue bombardeado el barrio popular romano de San Lorenzo, Pío XII salió inmediatamente del Vaticano en su coche para llevar consuelo a las víctimas. Iba acompañado de monseñor Montini, que también asistiría como testigo privilegiado a la visita a los barrios Tuscolano y Prenestino cuando, a su vez, fueron bombardeados el 13 de agosto del mismo año. La blanca sotana papal manchada de la sangre de los infortunados quedaría para siempre impresa en la memoria del substituto.
El 29 de noviembre de 1952, Pío XII nombró a los monseñores Tardini y Montini pro-secretarios de Estado respectivamente de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y Ordinarios, con lo cual ampliaba las atribuciones de ambos. Dos años más tarde, monseñor Montini era preconizado arzobispo de Milán para suceder al cardenal Schuster, que acababa de morir. El 12 de diciembre fue consagrado por el cardenal Tisserant. Pío XII, que convalecía de una grave enfermedad que lo había puesto en trance de muerte, pronunció un discurso emocionado en honor del flamante titular de la sede ambrosiana que fue transmitido desde su habitación de enfermo. Algunos dijeron que el Papa, con este nombramiento, alejaba de Roma a un prelado incómodo sospechoso de simpatías políticas poco ortodoxas. Pero lo cierto es que en 1952, le había propuesto el cardenalato, lo mismo que a Tardini, dignidad que ambos consideraron que debían declinar.

Se han cumplido en este año que va llegando a su fin 40 años de una carta histórica de Pablo VI, una documento lleno de preocupación. Nada extraño, pues de Pablo VI por aquellos años tenemos abundantes escritos llenos de preocupación (de algunos hemos hablado ya en las “historias del postconcilio” publicadas en este blog), y no era para menos, ya que le tocó vivir los años borrascosos del postconcilio en los que tuvo muchas más penas que alegrías. Por supuesto que dichas penas no le vinieron del Concilio en sí, que todos saben que fue un momento de gracia para la Iglesia, animado por el Espíritu Santo, sino por todos aquellos que tomaron el Concilio como excusa para hacer de su capa un sayo dejando de lado las normas eclesiásticas, la sana tradición y a veces hasta el mínimo sentido común.
La respuesta de Pablo VI en aquel momento fue clara y neta: “Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?”. Y el Papa precisa: “Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción”.
Afirma José Orlandis en su libro “La Iglesia Católica en la segunda mitad del siglo XX” que el estado de buen entendimiento entre España y la Santa Sede que se había creado a raíz del Concordato del 1953 hizo crisis en los años sesenta, y ello se debió a varias razones entre las que deben destacarse estas tres: la elección papal de Pablo VI, el Concilio Vaticano II y el propio declive del Régimen español, al ritmo en que se producía el envejecimiento del jefe del Estado, Francisco Franco. Sin embargo otros autores han señalado que ya en los mismos años 50 habían empezado las disensiones, manifestadas en hechos puntuales como la expulsión de Guillermo Rovirosa (1956) y la dimisión forzada de Manuel Castañón tres años después, ambos integrantes de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC); o la carta de 229 sacerdotes vascos (mayo de 1960) dirigida a los obispos, al nuncio y a la Secretaría de Estado del Vaticano en la que se denunciaba al Gobierno por la persecución de las características étnicas, lingüísticas y sociales que sufrían los vascos, así como por los nombramientos episcopales y la situación política general.
El Cardenal Tarancón, refiriéndose a aquel periodo, diría años después: “Lo que más abundó en aquellos años fue el desconcierto. Ni los obispos en sus pastorales, ni los predicadores en sus púlpitos ni los periodistas en sus diarios parecieron olerlo que el Concilio supondría. Y así es como los obispos españoles acudieron a esa magna asamblea ‘con la mitra y el báculo por todo bagaje’, como confesó ingenuamente de sí mismo Monseñor Cirarda”.
En 1996, el diario español “El País” publicaba, con mayor o menor precisión histórica, que cuando Franco se negó a indultar en 1975 a cinco condenados a muerte, el Papa Pablo VI ordenó a sus prelados cortar con “un Gobierno cuyas manos chorrean sangre“, según el diario de Gian Franco Pompei, embajador italiano ante la Santa Sede de 1969 a 1977. Pompei falleció en 1989, pero confió a su amigo Pietro Scoppola la publicación del diario que cubre el periodo de su gestión, unos, años caracterizados por las tensiones entre la Iglesia y el régimen franquista.
Se trataba del último desencuentro entre el régimen de Franco y Pablo VI, pero la cosa había empezado años antes, cuando el Pontífice era todavía Cardenal, para continuar a lo largo de los años. De modo rápido lo explica José André Gallego en su libro “La época de Franco”: “La petición de gracia del entonces Cardenal Montini para unos anarquistas condenados a muerte anticipó las difíciles relaciones entre Franco y Montini, después que éste fuera elegido Papa. La negativa de Franco a renunciar al anacrónico derecho de presentación fue sólo parte del conflicto, en cuyo fondo estaba el contraste entre la Iglesia del Segundo Concilio Vaticano, que Pablo VI había llevado a puerto, y el régimen de Franco”. Los anarquistas a los que se refiere el autor son Grinau, ejecutado el 20 de abril de 1963 y Granados y Salgado, ejecutados el 17 de agosto. El entonces Arzobispo de Milán, Montini (que en la segunda ejecución ya era Papa, junto a otras significadas personalidades, pidieron clemencia, que le fue negada por Franco. Es más, de modo más o menos espontáneo, desfilaron derechistas por las calles de Madrid gritando “Franco sí, Montini no”.
Para muchos pasó prácticamente desapercibido el que el 30 de junio de 1968 el Papa dio lectura a un documento de grandísima importancia, por la polémica que días después se montó por la “Humanae Vitae” y que duraría meses, si no años. Nos referimos al “Credo del Pueblo de Dios", exposición sencilla y amena de la fe de la Iglesia qua aún todavía muchos no han leído, pero enb el que Pablo Vi puso grandes esperanzas. Porqué el Papa Montini pronunció dicha confesión de fe y luego la hizo publicar como motu propio en las Actas de la Santa Sede, y quién escribió en realidad este credo nos lo informa el volumen VI de la correspondencia entre el teólogo y cardenal suizo Charles Journet y el filósofo francés Jacques Maritain, personajes que, en general, son clave para entender muchos aspectos del pontificado de Pablo VI.





