El calvario de Pío VI (y II)
“ALGUIEN TE CEÑIRÁ Y TE LLEVARÁ A DONDE NO QUIERAS”
Como recuerda el historiador José Orlandis, es bien sabido aunque suene a paradoja que la Revolución francesa comenzó con una solemne procesión; la presidió el rey Luis XVI, y los representantes de los tres estados, cirio en mano, acompañaron devotamente al Santísimo Sacramento. Esto sucedía el 4 de mayo de 1789, al abrirse los Estados Generales; pero, a las pocas semanas, el decorado había cambiado radicalmente y el proceso revolucionario avanzaba incontenible, tanto en el orden político como en el religioso. El 4 de agosto, en una memorable “sesión patriótica” de la Asamblea Nacional, el clero y la nobleza renunciaron a sus privilegios tradicionales. El 10 de octubre, a propuesta de Talleyrand, entonces obispo de Autun, la Asamblea Constituyente decretaba la secularización de todos los bienes eclesiásticos. Estos bienes acabaron pronto en manos particulares y constituyeron la base económica de la nueva burguesía francesa.
Pero no fueron solamente éstas las medidas contrarias a la Iglesia que emanó la Asamblea Constituyente: El 24 de agosto de 1789 se había aprobado la supresión de los diezmos; el 13 de febrero de 1790 se produjo la abolición de los votos religiosos, lo que significa la supresión de las órdenes regulares; el 18 de agosto de 1791 se suprimieron las congregaciones seculares. Pero de mayor importancia fue la decisión del 2 de julio de 1790 que aprobaba la constitución civil del clero como base angular de la instauración de una nueva iglesia y la destrucción total de la vigente hasta entonces. Esta reordenación consistía en diseñar de nuevo las diócesis que debían coincidir con los límites de los departamentos, lo que suponía la supresión de 53 diócesis. Al mismo tiempo la reordenación parroquial, en realidad consiste en la supresión de cuatro mil parroquias. En cuanto al personal de la nueva iglesia, se impuso la elección de los obispos y párrocos por una asamblea de electores (ciudadanos activos), pero que en realidad se reducía a las clases más acomodadas de la sociedad.
Todo esto supuso el comienzo de un verdadero calvario para la Iglesia francesa. El clero se dividió en una parte constitucional y otra anticonstitucional. En el país, la tercera parte del clero secular, considerada en conjunto, hizo el juramento, y solamente cuatro obispos entre ciento treinta y seis. Pero dado que en la legislativa (1792-1793) llegaron al poder elementos de creciente radicalismo que veían en el clero anticonstitucional un peligro para la unidad del Estado, se produjeron persecuciones en toda regla. En agosto de 1792 se condenó con la deportación a los sacerdotes que se negaron a prestar el juramento de fidelidad. En septiembre de ese mismo año fueron asesinados cruelmente unos 300 sacerdotes. Más de 30000 ministros sagrados huyeron al extranjero. Un año más tarde, muchos fueron obligados a abjurar de su sacerdocio; entre éstos sobresalió el obispo constitucional de París Jean-Baptiste Gobel, que declaró solemnemente su abandono del estado sacerdotal y depositó el documento de su consagración y su cruz pectoral sobre la mesa del presidente de la comuna. Sin duda, la revolución francesa alcanzó su punto culminante en noviembre, cuando se suprimió oficialmente el cristianismo y se introdujo el culto a la razón.