InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: General

12.02.11

El calvario de Pío VI (y II)

“ALGUIEN TE CEÑIRÁ Y TE LLEVARÁ A DONDE NO QUIERAS”

Como recuerda el historiador José Orlandis, es bien sabido aunque suene a paradoja que la Revolución francesa comenzó con una solemne procesión; la presidió el rey Luis XVI, y los representantes de los tres estados, cirio en mano, acompañaron devotamente al Santísimo Sacramento. Esto sucedía el 4 de mayo de 1789, al abrirse los Estados Generales; pero, a las pocas semanas, el decorado había cambiado radicalmente y el proceso revolucionario avanzaba incontenible, tanto en el orden político como en el religioso. El 4 de agosto, en una memorable “sesión patriótica” de la Asamblea Nacional, el clero y la nobleza renunciaron a sus privilegios tradicionales. El 10 de octubre, a propuesta de Talleyrand, entonces obispo de Autun, la Asamblea Constituyente decretaba la secularización de todos los bienes eclesiásticos. Estos bienes acabaron pronto en manos particulares y constituyeron la base económica de la nueva burguesía francesa.

Pero no fueron solamente éstas las medidas contrarias a la Iglesia que emanó la Asamblea Constituyente: El 24 de agosto de 1789 se había aprobado la supresión de los diezmos; el 13 de febrero de 1790 se produjo la abolición de los votos religiosos, lo que significa la supresión de las órdenes regulares; el 18 de agosto de 1791 se suprimieron las congregaciones seculares. Pero de mayor importancia fue la decisión del 2 de julio de 1790 que aprobaba la constitución civil del clero como base angular de la instauración de una nueva iglesia y la destrucción total de la vigente hasta entonces. Esta reordenación consistía en diseñar de nuevo las diócesis que debían coincidir con los límites de los departamentos, lo que suponía la supresión de 53 diócesis. Al mismo tiempo la reordenación parroquial, en realidad consiste en la supresión de cuatro mil parroquias. En cuanto al personal de la nueva iglesia, se impuso la elección de los obispos y párrocos por una asamblea de electores (ciudadanos activos), pero que en realidad se reducía a las clases más acomodadas de la sociedad.

Todo esto supuso el comienzo de un verdadero calvario para la Iglesia francesa. El clero se dividió en una parte constitucional y otra anticonstitucional. En el país, la tercera parte del clero secular, considerada en conjunto, hizo el juramento, y solamente cuatro obispos entre ciento treinta y seis. Pero dado que en la legislativa (1792-1793) llegaron al poder elementos de creciente radicalismo que veían en el clero anticonstitucional un peligro para la unidad del Estado, se produjeron persecuciones en toda regla. En agosto de 1792 se condenó con la deportación a los sacerdotes que se negaron a prestar el juramento de fidelidad. En septiembre de ese mismo año fueron asesinados cruelmente unos 300 sacerdotes. Más de 30000 ministros sagrados huyeron al extranjero. Un año más tarde, muchos fueron obligados a abjurar de su sacerdocio; entre éstos sobresalió el obispo constitucional de París Jean-Baptiste Gobel, que declaró solemnemente su abandono del estado sacerdotal y depositó el documento de su consagración y su cruz pectoral sobre la mesa del presidente de la comuna. Sin duda, la revolución francesa alcanzó su punto culminante en noviembre, cuando se suprimió oficialmente el cristianismo y se introdujo el culto a la razón.

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7.01.11

El angustioso grito de Pío XII en favor de la paz

EL RADIOMENSAJE DEL 24 DE AGOSTO DE 1939

RODOLFO VARGAS RUBIO

Pío XII había sido testigo del sufrimiento de su predecesor san Pío X al ver cernirse el fantasma bélico sobre la Europa de 1914, sufrimiento que le llevó a la tumba. También había colaborado con Benedicto XV en sus incansables esfuerzos –maliciosamente tergiversados por las potencias– para detener la maquinaria de muerte y de destrucción ya desencadenada, lo que él llamó con palabras elocuentes e inequívocas l’inutile strage (“la inútil carnicería”). Ante los oídos sordos que si hicieron a sus admoniciones, al menos intentó paliar los indecibles sufrimientos de las víctimas y en esto también le fue de valiosa ayuda el entonces nuncio Pacelli. Éste no pudo por menos de dolerse más tarde con el papa Della Chiesa no sólo de que se hiciese oídos sordos a sus palabras, sino que se excluyera a la Santa Sede de las negociaciones de paz en Versalles, donde, haciendo caso omiso de los consejos de moderación de Roma, se sembraron, en cambio, las semillas de discordia, cuyos amargos frutos estaban a punto de cosecharse en el verano salvaje de 1939. Sí, Pío XII sabía por experiencia que Europa y el mundo entero se hallaban sobre un polvorín presto a estallar si no prevalecía una última luz de razón. Queremos enmarcar el llamado que hizo el Papa aquel 24 de agosto de hace setenta años en su contexto histórico, para lo cual nos servimos de los datos proporcionados por el R.P. Pierre Blet, S.I., en su libro Pie XII et la Seconde Guerre Mondiale d’après les Archives du Vatican (Perrin, 1997).

Eugenio Pacelli había sido elegido el 2 de marzo en medio de una situación internacional muy enrarecida. El año anterior había debutado con la anexión a Austria a la Gran Alemania (el Anschlüss), pero Hitler no se había detenido en su política expansionista y ambicionaba los Sudetes (región de la entonces Checoeslovaquia con mayoría de población alemana) y el corredor de Danzig para poner en contacto la Prusia Oriental con el resto de Alemania, separados por Polonia. El canciller empleó la táctica de gritar alto en tono amenazante para lograr sus propósitos. Neville Chamberlain, primer ministro de la Gran Bretaña, partidario de la política de apaciguamiento, propició la Conferencia de Múnich, en la que los jefes de los gobiernos británico, francés, italiano y alemán aceptaron la anexión de los Sudetes a cambio de las garantías de Hitler de mantener el equilibrio europeo absteniéndose de ulteriores reclamaciones. Pero ya se sabe lo que pensaba éste de los pactos y compromisos. Así, el 15 de marzo de 1939, tres días después de la coronación de Pío XII, Alemania invadía Checoeslovaquia ocupando Bohemia y Moravia y sometiéndolas bajo régimen de Protectorado y creando con Eslovaquia un Estado títere. Esta violación de los Acuerdos de Múnich hizo cambiar la política británica y Chamberlain declaró que su país intervendría en caso de “cualquier acción que pusiera en peligro la independencia de Polonia”.

Efectivamente, la presa ambicionada por el Reich era ahora su molesto vecino del Este, al que le oponía su reivindicación de Danzig, ciudad libre bajo control polaco, con población alemana. Pero las potencias occidentales no estaban dispuestas a que se repitiera el caso de Checoeslovaquia. Italia, por su parte, que no quería ser menos que Alemania, se apoderó de Albania el Viernes Santo (7 de abril), entregando Mussolini al rey Víctor Manuel III la corona del depuesto Zog I (como había hecho en 1936, haciéndolo emperador de Etiopía). Este hecho no ayudaba ciertamente a la distensión. El presidente Roosevelt creyó su deber intervenir en la situación europea, enviando un mensaje a Hitler y Mussolini el 14 de abril. Había pedido al Papa que apoyase su iniciativa, pero Pío XII le hizo responder que, aunque seguía de cerca sus esfuerzos, la Santa Sede no se hacía ilusiones y no podía actuar ante Hitler en el sentido deseado. Los temores de aquélla resultaron tener fundamento, ya que el canciller no sólo no contestó al presidente estadounidense, sino que puso en ridículo su mensaje en un discurso al Reichstag del 28 de abril.

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20.12.10

Hereje para los católicos, luteranos y calvinistas

GIORDANO BRUNO, GRAN INTELECTUAL Y COMPLICADO TEÓLOGO

No es difícil para un turista que pasea por la ciudad de Roma acabar, antes o después, en la plaza de Campo dei Fiori, la plaza del mercado. No es una plaza de las más hermosas, ni se la puede comparar con las vecinas plaza Farnese o la impresionante plaza Navona con su obelisco, sus fuentes de Bernini, la Iglesia de Santa Inés de Borromini, etc. Sin embargo, la plaza de Campo dei Fiori, a pesar de estar rodeada de casas más bien sobrias y de aspecto austero, es una de las más populares entre los romanos. Y ello, además del mercado al aire libre de flores y alimentación (que causaría horror a los inspectores españoles de sanidad), sobre todo por una estatua que se halla en medio de la plaza.

Se trata de un fraile encapuchado y lo curioso de dicha estatua es que fue erigida por el estado italiano laico en 1889, tras la conquista de Roma, por supuesto no por devoción a la vida religiosa y mucho menos a la Iglesia, sino todo lo contrario, precisamente como provocación a la Iglesia, como bien saben los romanos aún sin tener que leer las inscripción de la estatua en la que se rinde honor a dicho fraile “qui dove il rogo arse”, esto es, donde fue quemado por la inquisición. Y no es extraño ver de vez en cuando a los pies de la estatua coronas o ramos de flores de la gente que rinde homenaje al ajusticiado por la Iglesia.

El encapuchado que desde lo alto del monumento mira con cara arrogante hacia el Vaticano, como desafiando, es Giordano Bruno (1548-1600), considerado por muchos un mártir de la cerrazón eclesiástica, pero cuya vida tiene más entresijos de lo que a primera vista parece. Nacido en Nola, población no lejana a Nápoles, ingresó con 17 años en la orden dominicana, en Nápoles, donde años después el mismo escribió que la ciudad tenía en alta consideración a sus hermanos de religión, pero que en realidad eran “burros e ignorantes”. Abandonado el nombre mundano de Filippo, tomó el de Giordano y comenzó la formación religiosa hasta ser ordenado sacerdote en 1572.

Ya un tanto original en sus posturas teológicas durante los años de estudiante, no tardó nada más que cuatro años en ser acusado de herejía, por lo que, después de obetener en 1575 el título de doctor, en 1576 tuvo que viajar a Roma para defenderse de dicha acusación en el convento de Santa Maria sopra Minerva, sede del superior provincial, ante el cual no quiso ceder, por lo que dejó la ciudad y de paso también la orden de Santo Domingo. A partir de ese momento comenzó una peregrinación intelectual por varios países que no parece consiguió hacerle encontrar la paz.

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14.11.10

Benedicto XV, ese gran desconocido del siglo XX

UN PONTÍFICE MÁS FUERTE DE LO QUE SE ESPERABA

En el cónclave que comenzó el 1 de septiembre de 1914 para elegir al sucesor de San Pío X participaron 57 cardenales de los 65 que entonces formaban parte del Colegio Cardenalicio e hicieron falta 10 votaciones en tres días para llegar a un resultado. Había que elegir entre la línea más progresista de León XIII y aquella más conservadora del Papa Sarto y no faltaron tampoco intentos de influenciar la votación por parte de algunas naciones, como fue el caso del imperio austro-húngaro a través de una nota enviada por el ministro austriaco a su embajador en el Vaticano, aunque el difunto Pontífice había amenazado con excomunión al que aceptase dichas influencias.

De hecho, Pío X, elegido que había sido elegido quizá gracias al veto austríaco al cardenal Rampolla, para evitar que en sucesivos cónclaves se hiciera uso del derecho de veto, había promulgado la constitución Commissum nobis, de 20 de enero de 1904, en la que se declaraba nulo y absolutamente prohibido el derecho de exclusiva o veto, aun cuando fuera expresado como deseo o mera indicación de la voluntad de cualquier potestad civil.

En dicha constitución, Pío X dispuso bajo pena de pecado mortal y de excomunión latae sententiae reservada al Papa, que ningún cardenal, ni el secretario del cónclave, ni ninguno de cuántos intervienen en el mismo: 1º, aceptaran de ningún poder civil el encargo de proponer el veto o exclusiva, aunque se presentara en forma de simple deseo; 2º, que, de cualquier manera que llegara a su conocimiento, lo dieran a conocer de palabra, o por escrito, directa ni indirectamente, a todo el Sacro Colegio reunido, ni a los cardenales en particular; 3º, que cooperaran de alguno de esos modos o cualesquiera otros con las intercesiones que las potestades civiles ejercitaran con la pretensión de inmiscuirse en la elección del Romano Pontífice.

Llegase o no la nota del ministro de exteriores austriaco a los cardenales reunidos en cónclave, no parece que influyera en los votantes. Lo cierto es que en la mente de todos ellos estaba el clima de guerra que ya reinaba en Europa y se procuró llegar a una conclusión rápida de la sede vacante. Sin embargo, la elección del Espíritu Santo no dejó de sorprender a muchos, que después de ver a un Papa lleno de energía como Giuseppe Sarto, vieron al recién elegido, Giacomo della Chiesa, no solamente de poca presencia -“il piccoleto” lo llamaban en la Curia- sino también de poca salud, pues tenía escoliosis, era pálido de rostro y en general tenía aspecto de poca salud.

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7.11.10

Tres monjes intrépidos: Willibrordo, Pirminio y San Óscar (Anscario)

San Óscar

Las raíces cristianas de Europa: Tres evangelizadores por el norte de Europa

Hoy toca el turno a otros tres hijos de San Benito, anglosajones de origen, a los que debemos en gran parte la evangelización del norte de Europa. Quizás poco conocidos en ambientes hispanos, más que nada por la lejanía de aquellas tierras y por los muchos santos que tenemos en nuestro ámbito cultural, son sin embargo muy conocidos en el norte de Europa, donde se les venera como padres de la fe de aquellos pueblos.

La labor misional de los monjes anglosajones en el continente empezó a fines del siglo VII. La Iglesia anglosajona era de corte romano como ninguna otra en Occidente fuera de Roma. Difunde con su misión rasgos típicos de Roma en la Iglesia franca. Los misioneros estuvieron muy ligados a la estirpe carolingia. Desde el principio los monjes anglosajones buscaron el nexo con la familia más potente de los francos, es decir, los Carolingios. La idea de arribar al continente deriva del monacato irlandés-escocés con su estilo de peregrinación. Elbert, sacerdote, fue uno de los primeros en el 691. Los monjes ingleses tuvieron una gran conciencia de su cercanía nacional con el pueblo del continente que se había quedado en tierra, sin invadir la isla. En torno a Britania se acerca Elbert. Seguía el ideal monástico de la peregrinatio: si no tenía éxito sabía que tenía que seguir su camino, finalizando en Roma para venerar las reliquias sagradas.

La motivación misionera era más fuerte entre los sajones que entre los monjes irlandeses. De hecho, la primera gran figura fue Wilibrordo (+739), monje de Ripon, cerca de York, en Inglaterra y discípulo de Wilfredo, uno de los primeros monjes benedictinos que pisaron aquellas tierras. Nacido en la región inglesa de Northumbria, como su nombre indica al norte del río Humber, en el 658, de familia anglosajona, su padre le encomendó para la primera educación a los monjes del monasterio de Ripon (York), donde poco después tomaba el hábito. Hacia el 678 pasó a Irlanda, al monasterio de Ratmelsigi, donde permaneció 12 años, y recibió la ordenación sacerdotal.

En el año 690, Wilibrordo se embarcó al frente de once compañeros con el propósito de predicar el Evangelio en Frisia, aprovechando la ocasión de que el rey Radbodo había sido vencido por Pipino II y toda la Frisia meridional estaba sojuzgada por los francos. Esta coyuntura hacia posible la realización de los sueños misioneros de Egberto, noble nortumbriano que había hecho voto de vivir en tierra extraña y regía como abad el monasterio irlandés de Rathmelsigi, donde residía Wilibrordo desde hacía doce años. Wilfrido, que se enorgullecía de haber introducido la Regla de san Benito en Inglaterra, había predicado la fe cristiana a los frisones durante su destierro; esto explica el interés del abad Egberto por la evangelización de Frisia.

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