Un congreso de liturgia previsible… lamentablemente (y III)


El cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, cerró con su intervención los turnos de ponencias del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona. La prensa lo ha presentado como aperturista y ha destacado “su impecable trayectoria de compromiso doctrinal y pastoral a favor del aggiornamento del concilio Vaticano II”. Dados los antecedentes de franca hostilidad hacia sus fieles diocesanos de sensibilidad tradicional (para quienes no ha habido de su parte esa comprensión que pedía el papa Juan Pablo II que se les dispensara), es necesario matizar –y mucho– ese “aperturismo” del primado belga, tan acogedor, sin embargo para los ajenos a la Iglesia de la que es pastor y pontífice. También hay que precisar en qué consiste su compromiso doctrinal y pastoral conciliar, ya que las cosas que sostuvo en su intervención hacen pensar que se adscribe a la línea de la hermenéutica de la ruptura.

Ruptura, en efecto, es lo que él ve –aunque no lo exprese con este término– en la reforma litúrgica postconciliar: “Se ha realizado una enorme revolución en la praxis de la liturgia en los cuarenta últimos años”. Lo que el arzobispo Piero Marini se resistía a admitir (a saber: que la reforma litúrgica había significado una verdadera revolución) lo afirma con toda claridad y sin tapujos el purpurado, y se agradece su franqueza. Viene ella a corroborar lo que ya el artífice de dicha reforma –Annibale Bugnini– había hecho entender: que el trabajo del Consilium había consistido no sólo en una revisión, sino en dar a los ritos estructuras nuevas. Danneels no sólo habla de revolución, sino que la califica de “enorme” y en esto es fiel a la visión de su inmediato antecesor en la sede mechliniense, el cardenal Suenens, que definió al Vaticano II como “1789 para la Iglesia”, es decir, como si por ésta hubiera pasado la Revolución Francesa.

Es interesante que el disertante hable de “revolución en la praxis litúrgica” ya que ratifica nuestra creencia de que nada en el documento conciliar sobre sagrada liturgia justificaba lo que en su nombre se puso por obra. Además, se trata de una sugestiva frase de típico corte marxista: primero viene la acción y después la reflexión sobre ésta y su teorización. Que es precisamente lo que se ha producido. El Consilium plasmó una reforma que fue mucho más allá de lo que realmente habían consensuado los Padres conciliares y, a partir de ella, la praxis se encargó de producir lo que el cardenal llama “una aceleración inaudita en muchos dominios”, y ello porque se había intervenido “en el corazón mismo de la vida del cristianismo: el culto”. Si para Danneels se puede hablar de revolución litúrgica y ésta ha tenido su lógica repercusión –“inaudita” según sus propias palabras– en otros campos del catolicismo, no se está lejos de aquello que en su famosa declaración de 1974 sostuvo monseñor Lefebvre con gran escándalo de los políticamente correctos de entonces: “A misa nueva corresponde catecismo nuevo, sacerdocio nuevo, seminarios nuevos, universidades nuevas, Iglesia carismática, pentecostalista”. De hecho, el disertante hace referencia explícita al “cisma del obispo Marcel Lefebvre”, al que reconoce que dio lugar esa “aceleración inaudita”.

La trascendencia de la liturgia como motor de una transformación más amplia queda remachada con estas palabras: “la renovación litúrgica aporta un cambio importante en la relación de la Iglesia con la civilización, el mundo y la cultura”. Lo que nos hace pensar en esa “superación” del estado de Cristiandad y de Contrarreforma de la que hablaba monseñor Piero Marini en este mismo Congreso, según vimos anteriormente. También el ex ceremoniero papal había sostenido que la Constitución sobre Sagrada Liturgia no sólo fue cronológicamente el primer documento conciliar, sino que dio el tono a todos los demás, como si la reforma litúrgica fuera el punto de inflexión de toda la renovación de la Iglesia. Lo que pasa es que realmente, como vimos, del texto de la Sacrosanctum Concilium no se seguía lo que vino después como hecho en su nombre; de modo semejante, muchas de las aplicaciones prácticas de los demás documentos del Vaticano II no se condicen con la letra de los mismos. Y ello es precisamente porque se impuso una hermenéutica de ruptura, de “revolución enorme”, de innovación, en lugar de la obligada continuidad y fidelidad a la Tradición de la Iglesia. No hubo en muchos casos una evolución homogénea, sino un transformismo de corte darwiniano, cualitativo, per saltum, como lo propugnado por el marxismo. Lo que pasa es que este tipo de cambio no es católico.

En el dominio específicamente litúrgico, el cardenal Danneels aseguró que “el gran regalo del Concilio a la Iglesia” es la participación activa, la actuosa participatio de los fieles en la liturgia que borra “la distancia entre el sacerdote y el pueblo”, marca distintiva “de la cultura litúrgica anterior al Vaticano II”, manifestada en “la disposición material del espacio y sobre todo el empleo del latín”. Esta participación activa es el “concepto clave del Concilio en relación con la liturgia”. Habría que decirle al arzobispo-primado de los Belgas que lo que la cultura litúrgica de la Tradición señala no es la distancia, sino la distinción entre el sacerdocio ministerial y el común de los fieles, que es real y se encuentra también plasmada –y más sensiblemente aún– en la tradición de las iglesias orientales. A menos, claro está, que el señor cardenal subscriba la negación de esta distinción por parte del arzobispo Marini en su disertación. Sin embargo, la orientación común en un mismo sentido del clero celebrante y los fieles, su unánime posición ad orientem, subrayaban la comunidad del ofrecimiento, la trascendencia de la acción litúrgica, finalizada en Dios. Por el contrario, si hemos de hacer caso al signo externo, el volverse el celebrante hacia los fieles encierra la acción litúrgica en sí misma, hace del sacerdote el protagonista (cuya centralidad llega a desplazar incluso la atención del crucifijo y del sagrario, relegados a un lado de la presidencia) y reduce el culto a un diálogo que ni siquiera es espontáneo sino impuesto y, que, a pesar de ser sostenido en una lengua inteligible tiene necesidad de moniciones y explicaciones, que lo hacen cansino y pesado.

Al hablar el cardenal del latín como si fuera una barrera en la liturgia que distancia a los fieles no cae en la cuenta que está haciendo gala de racionalismo y anti-ecumenismo. La liturgia es una vivencia de toda la realidad antropológica del hombre, que apela no sólo a su entendimiento, sino a su sensibilidad y afectividad. El latín ha sido atacado por hacer ininteligible el signo sacramental, pero esto es cartesianismo puro, porque pone la inteligibilidad únicamente en lo que aparece claro y distinto. La inteligibilidad litúrgica trasciende la mera comprensión racional, lo cognoscitivo; por eso es accesible incluso a los no letrados (lo curioso es que en otro momento de su intervención, Danneels, contradiciéndose, admite este carácter suprarracional de la comprensión litúrgica). La Iglesia, pues, habría hecho inaccesible la liturgia a los fieles durante siglos, pero esto es como confesar que no habría cumplido con su misión de enseñar y santificar, lo cual es inadmisible. Por otra parte, el ataque al latín supone también necesariamente un ataque a las venerables liturgias orientales, tanto católicas como ortodoxas, pues, como se sabe, las lenguas empleadas en ellas son tan incomprensibles para los fieles de las respectivas iglesias como lo es el latín para los de rito latino. Es más: en la mayoría de ellas la acción litúrgica es hurtada a la visión del pueblo mediante el iconostasio, que marca todavía más netamente que en Occidente la distinción del sacerdocio ministerial y el de los fieles. Flaco favor, pues, se hace al ecumenismo con los hermanos separados de Oriente al emplear contra la liturgia tradicional romana los mismos argumentos que son aplicables a las liturgias orientales.

Que el concepto de participación activa de los fieles en la liturgia haya sido un descubrimiento y regalo del Vaticano II a la Iglesia es falso, como ya tuvimos ocasión de ver al comentar lo que el arzobispo Marini dijo acerca de la misma cuestión y que coincide con lo sostenido por el cardenal Danneels. Baste repetir aquí que ya el gran Pío XII trató de esta participación activa en su inmortal y nunca bien ponderada encíclica Mediator Dei. Por lo demás, alguien nada sospechoso de “veleidades tradicionalistas” como monseñor Julián López, obispo de León y presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia episcopal Española, muestra claramente cómo el Concilio es deudor del magisterio pacelliano precisamente en este punto concreto. Vale la pena reproducir íntegros dos párrafos de un interesantísimo artículo suyo publicado como homenaje a Pío XII en el presente cincuentenario de su tránsito, en los cuales explica muy bien lo de la “participación activa”:

“La encíclica Mediator Dei enseñó expresamente que la Eucaristía es centro y fuente de la verdadera piedad cristiana, ocupándose también de la participación de los fieles en el sacrificio eucarístico para poder obtener sus frutos de salvación. Con todo detalle analizó Pío XII el significado y el alcance de la participación. Ésta constituye un deber de los fieles, “no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo o divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y tan activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote". La participación ha de ser, ante todo, interna, es decir, “ejercitada con ánimo piadoso y atento, a fin de unirse íntimamente al Sumo Sacerdote… y con él y por él ofrecer el sacrificio". Los fieles participan de modo activo al ofrecer el sacrificio eucarístico por ministerio del sacerdote, y en cuanto ellos mismos se ofrecen unidos a Cristo. La encíclica alaba a quienes “se afanan porque la liturgia, incluso externamente, sea una acción sagrada en la que tomen realmente parte todos los presentes".

“La Encíclica describe también los modos de participar en la Misa: las respuestas al sacerdote, los cantos del Ordinario y de las partes propias de la solemnidad. En estos modos consiste la participación externa, que se hace activa cuando se une a la participación interna, y perfecta o plena cuando se produce la participación sacramental en la Comunión, por la que los fieles alcanzan más abundantemente el fruto del sacrificio eucarístico. Este modo de referirse a la participación de los fieles, subrayando la dimensión interna, es tomado por la Constitución litúrgica del Vaticano II y ha sido puesto de relieve también en la Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis del Papa Benedicto XVI (n. 52).”
(cfr. Ecclesia Digital, 30 de septiembre de 2008).

No se puede ser más claro y ni podría haberse rebatido mejor y con mayor autoridad los asertos de Danneels.

En otro momento, el cardenal primado declaró que “Cristo es el sujeto de la liturgia y no la comunidad celebrante”, es “Cristo quien preside el culto” siendo la liturgia “la epifanía o manifestación de los misterios de Cristo” y concretamente la Eucaristía “la actualización de la última cena de Cristo con los apóstoles”. Ojo: la liturgia es el culto del Cristo total, de la cabeza y sus miembros, es obra del Cristo Místico y por lo tanto, obra de la Iglesia, por supuesto de la Iglesia en dependencia total y absoluta de su divino Fundador y Esposo. A través del misterio de la Iglesia, Cristo hace participar a sus ministros de su única potestad sacerdotal de manera que éstos, al presidir en su nombre el culto, actúan “in persona Christi”. Vemos, pues, una ausencia total de toda referencia a un sacerdocio peculiar que no es sino la participación del único sacerdocio de Cristo, pero que hace del ordenado un hombre con Él configurado, con un plus ontológico que lo hace específicamente distinto de los demás hombres, de entre los que es tomado, como dice la Carta a los Hebreos (V, 1), “para las cosas que miran a Dios” y a favor de ellos, “para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”. Esta omisión del sacerdocio ministerial es peligrosamente concorde con la omisión de lo que es la esencia de la Eucaristía, a saber: la renovación y actualización del sacrificio de la Cruz. Danneels se detiene en la Última Cena, cuando ésta no adquiere sentido sino en la perspectiva de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La misa es ciertamente un banquete, porque en ella se da de comer y beber, pero se da de comer y beber a la Víctima del sacrificio que se realiza en ella sacramental, mística, incruenta pero realmente. Y esa Víctima no es otra que Cristo, inmolado no por repetición, como si se tratara cada vez de un sacrificio nuevo, sino por reproducción verdadera, aquí y ahora, del único sacrificio ya cumplido históricamente sobre el Calvario. No hay Jueves sin Viernes Santo, como ni Jueves ni Viernes Santo tendrían sentido sin el Domingo de Resurrección.

El cardenal habló de la “incomprensibilidad de la liturgia antes del Concilio”, no sólo por la barrera lingüística, sino por el desconocimiento de la Sagrada Escritura, especialmente del Antiguo Testamento, “que no nos es familiar”. Durante siglos la comprensión de la liturgia fue global, aunque no lo fuera en cada una de sus partes. Cualquier cristiano que asistiera a misa sabía que asistía al sacrificio de Cristo y podía identificar sus momentos esenciales; cualquier cristiano que llevara a bautizar a sus hijos sabía que se les iba a borrar el pecado original; cualquier cristiano que asistiera a un funeral sabía que se rezaba para que el alma del difunto fuera lo más pronto posible al cielo. Y sabía estas cosas porque su párroco le había enseñado el catecismo y les explicaba la Sagrada Escritura en el sermón. Hoy, con los ritos en lengua vernácula, con tantas introducciones y moniciones, con tantos cursillos y charlas, dudamos que se tenga una fe tan firme como la sencilla fe de antaño. Tómense la molestia los pastores de preguntar a su grey acerca de lo que piensan que es la misa y los demás sacramentos y se quedarán estupefactos de las respuestas. Y lo decimos porque hay estudios serios que indican que, a pesar de tanta “asequibilidad” a la liturgia, la mayoría de fieles ya no tienen sentido católico de las cosas (sacrificio, pecado original, gracia santificante, sufragios, novísimos, etc.) o lo tienen muy amortiguado.

Otra cuestión la constituye la llamada “inculturación de la liturgia”. Godfried Danneels insistió en este tema, especialmente por lo que se refiere a África y Asia, aunque con énfasis en este último continente. Para el primado, África ya ha encontrado su propio camino, mientras que es ahora Asia el gran reto. Por supuesto habría primero que matizar, puesto que tanto Asia como África son continentes heterogéneos. En cuanto a África, hay que distinguir entre las poblaciones de cultura árabe, las de cultura tribal y las de cultura europeizada. Suponemos que, el cardenal se refiere concretamente al África negra. Pero lo curioso es que precisamente la mentalidad de ésta siempre fue muy adaptable a los usos latinos. A los misioneros europeos les fue relativamente sencillo introducir la liturgia católica tradicional, que fascinó a las poblaciones africanas negras, imbuidas de un gran sentido de lo sagrado, de lo patriarcal y de lo ancestral. El clero autóctono africano fue uno de los que creció más rápidamente sin sentir la acuciante necesidad de una inculturación y no es casual que los obispos africanos sean de los más conservadores del mundo. En cuanto a Asia, la cuestión es más compleja porque existen en ella varias culturas que durante siglos han estado cerradas en sí mismas y fueron impermeables a toda influencia foránea (la indostánica, la china, la japonesa, etc.), netamente diferenciadas de otras que entraron en la corriente que formó la civilización occidental (la sumeria, la mesopotámica, la medo-persa, la fenicia, la hebrea, la hitita, etc.). En Asia el problema de la inculturación consiste precisamente en adoptar y pretender adaptar elementos que son celosamente reivindicados por aquellas culturas como propios y exclusivos. En muchos casos, ello ha sido percibido por los autóctonos como un robo de identidad, como una usurpación. La auténtica inculturación en Asia pasa no por la apropiación de elementos culturales, sino por la sintonía con actitudes básicas del genio asiático, como muy bien lo ha explicado recientemente alguien que sabe perfectamente de lo que habla porque es asiático: el cingalés arzobispo Albert Malcolm Ranjith Patabendige Don, secretario de la Congregación para el Culto Divino. El cardenal Danneels ha caído en la tentación de muchos europeos de creer que conocen la mentalidad no europea mejor que los propios interesados, lo que en el fondo esconde una actitud atávica e inconsciente de etnocentrismo.

Concluiremos con un punto que nos parece grave: la convicción que tiene el arzobispo de Malinas-Bruselas de que el motu proprio Summorum Pontificum “se hizo para acercar a los lefebvristas, pero esto no ha tenido ningún resultado. Quizá algunos que se habrían acercado a los lefebvristas no lo han hecho, pero los seguidores de Lefebvre no han vuelto. No ha ido bien. Además, es un problema que se reduce a Francia”. No se puede decir tantas insensateces en tan pocas frases. El motu proprio no se ha promulgado para acercar a los lefebvristas, entre otras cosas porque la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X ha considerado siempre que, con ser importante, la cuestión de la liturgia no es la única en juego. Que el Papa haya querido dirigirse también a ellos es, por supuesto, natural, pero ha dejado bien claro que la liturgia en la forma extraordinaria del rito romano es un bien para toda la Iglesia y no el patrimonio exclusivo a título de excepción de grupos problemáticos. Que los “lefebvristas” (como los llama con no velada antipatía) no hayan vuelto todavía a la plena comunión visible con Roma no significa que Summorum Pontificum haya fracasado. Fracasa allí donde, como en su archidiócesis o en la de Barcelona, los jerarcas se empeñan en ponerle cortapisas, pero allí donde no hay la oposición de los obispos (oposición que no necesita ser abierta, sino que puede ser muy sutil e insidiosa), su aplicación es normal y fructuosa. En fin, no es un problema exclusivo de Francia. No debería ni siquiera ser un problema porque el rito tradicional, en palabras del propio Benedicto XVI, nunca fue abrogado. Lo que constituye un problema es el empecinamiento de no pocos prelados en estorbar su uso normal y en haber mantenido a los fieles engañados por más de cuarenta años diciéndoles que estaba prohibido. El florecimiento de lugares de culto donde se practica la liturgia según los libros litúrgicos anteriores a la reforma postconciliar alrededor del mundo es un mentís estentóreo a lo aseverado por el cardenal Danneels.

Creemos que con esto nuestros lectores se habrán hecho una idea de lo que ha sido el Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona. Sobran más explicaciones.

Aurelius Augustinus

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