Sacerdotes desacralizados

“Misa” del Congreso de teólogos de la Asociación Juan XXIII (2010)

 

En todas las religiones, la función principal del sacerdote es la celebración de los ritos. Característica esencial de éstos es su invariabilidad, la cual deriva directamente de su sacralidad, que a su vez se asienta por encima de todo en la sacramentalidad. Como nos dice cualquier catecismo de cualquier religión, sacramento es el rito investido de poder eficaz.

Dice el adagio escolástico que contra factum, non valet argumentum : contra el hecho, no vale el argumento. Pero en el tema que nos ocupa, es preciso decir que es el factum el que impone el argumentum . El factum : la desacralización de las personas sagradas (por ello, “consagradas”) de la Iglesia. Las personas dedicadas al “ministerio sagrado”: al culto divino y a los sacramentos. Estas personas reciben el nombre de “sacerdotes” justamente por su condición de consagrados a lo sagrado. Para desacralizarse ellos han procedido previamente a desacralizar su ministerio. La inmensa mayoría se han pasado al bando de los “asistentes sociales” sui géneris : que refuerzan su acción social con unos sermones y unas prácticas sacadas de los antiguos ritos de la Iglesia, e impartidos de la forma más “práctica” y menos “ritualizada” posible.

A posteriori, y visto el efecto, podemos decir que el factum impone el argumentum . ¿Y cuál es éste? Pues que el gran objetivo del Concilio Vaticano II del que todos éstos se proclaman hijos fidelísimos, no fue otro que secularizar a los sacerdotes, secularizando para ello los ritos, las formas, la propia Iglesia y todo aquello que mueve desde el fondo los ritos y las formas. Si ése es el resultado, ése ha tenido que ser el fin pretendido por todos los muchísimos que han empujado ¡y siguen empujando! en esa dirección.

Desacralizado el sacerdote (desligado de lo sagrado), ocultando su condición de tal (ni tonsura, ni sotana, ni clergyman siquiera) y desacralizadas sus funciones sagradas hasta límites estremecedores ¿qué le queda? Ésa es la auténtica pregunta: ¿Qué le queda de sacerdotal a un sacerdote que rehúye su condición de consagrado y rebaja la sacralidad de su ministerio sagrado?

Permitidme que remache el argumento de estos sacerdotes que se han autosuspendido a divinis ; que se empeñan en que su sacerdocio no tenga nada de sagrado; que se pasean por sus templos en pantalón corto y chancletas; que le han perdido el antiguo respeto al Santísimo; que ya no gestionan las casa de Dios y sus sacramentos, sino una especie de club social; que han reducido los ornamentos sagrados a su mínima expresión; que no celebran el culto sagrado para Dios, sino para el pueblo, convirtiéndolo así en una cosa como de concienciación y “animación” cada vez más exánime. Esos sacerdotes están ufanos de sí mismos y de su eclesialidad. Son multitud, y por suerte en vías de extinción vegetativa. Éstos se proclaman a sí mismos como la generación sacerdotal del Vaticano II. Y nos hacen creer que ésa fue la intención de los padres del Concilio: conseguir esa generación sacerdotal, puesto que ése es el fruto más visible del Concilio Vaticano II.

Llegados a este punto, es preciso que nos preguntemos: ¿realmente fue ésa la intención del Concilio? Si ésa fue la intención, ahí está el monstruo que concibió y engendró. Y si no lo fue, si ése es un resultado del Concilio Vaticano II no deseado por la Iglesia, será cuestión de que ésta (incluidos en ella los sacerdotes que presumen de ser hijos del Vaticano II) tome conciencia de que la infalibilidad le asiste en cuanto a la doctrina conciliar, pero no en cuanto a las comisiones encargadas de desarrollar estos preceptos concretándolos en reglamentos y tácticas de aplicación. Ni alcanza la infalibilidad a los obispos responsables de vigilar el recto cumplimiento de las normas en su diócesis, ni menos a los sacerdotes que, uno a uno, y cada uno por libre, se erigen en hermeneutas de las disposiciones conciliares.

Parece evidente que la iglesia no buscaba como resultado del Concilio la secularización de los sacerdotes y de su ministerio. Ni menos la que podemos contemplar a estas alturas de la película. Pero parece igual de evidente que todos los sacerdotes que han optado por secularizarse ellos y su ministerio, no todos en el mismo grado, claro está, se encuentran muy a gusto en la situación que se han buscado. Mucho más a gusto, por supuesto, que en la situación que les hubiese correspondido de no haberse producido esta secularización tan salvaje de la Iglesia. Por eso la defienden como ortodoxia única del Concilio, acusando de heterodoxos a los que cuestionan su vivencia eclesiástica.

Esa secularización tiene un nombre del que no puede huir: relajación. Severa relajación. No sólo de la liturgia, que es el núcleo de la sacralidad sacerdotal; no sólo de los ritos, sino también de las creencias. La fe de los sacerdotes -y la de los fieles- se ha resentido de esa trivialización de lo sagrado, de esa reducción del culto a su mínima expresión. Es que es cierto: lex orandi, lex credendi . ¿Y qué pasa con la tercera pata, con la moral? Con semejante relajación en el culto y en la fe, ¿podía quedar incólume la moral? Si en la liturgia “ no ve d’un pam ”, no viene de un palmo, en la moral tampoco. Y así estamos donde estamos.

(A este propósito véase la crónica de Pablo Ginés a la eucaristía conclusiva del congreso de teólogos de la Asociación Juan XXIII)

Virtelius Temerarius