El nuevo recetario

Vamos a tomarnos las cosas con algo de humor, porque si tuviéramos que tomárnoslas en serio, sería para llorar de rabia, de vergüenza y de impotencia al comprobar cómo nuestra amada Cataluña está a la cola del mundo católico por lo que se refiere a la sintonía con el papa Benedicto XVI. Concretamente nos vamos a referir a la Liturgia, tema en el que la situación es verdaderamente dramática. Y no hablamos sólo de la celebración según los ritos anteriores a la reforma postconciliar, cosa perfectamente legítima a estar a la letra y al espíritu del motu proprio Summorum Pontificum ; principalmente hay que tratar de la penosa manera en la que esa misma reforma se ha llevado a cabo y se aplica en las diócesis catalanas, principalmente en Barcelona.

Comencemos diciendo que el motu proprio citado no atañe exclusivamente a la forma extraordinaria del rito romano (“nunca abrogada” según las propias palabras del Papa): la forma ordinaria también  está implicada, como se desprende del texto de la carta a los obispos que acompaña a Summorum Pontificum , en la cual Benedicto XVI dice sin ambages que ambas formas deben enriquecerse mutuamente. Un mayor sentido de la sacralidad, especialmente presente en la extraordinaria, es algo de lo que es deseable que se beneficie la ordinaria, ayuna de él en la mayoría de las celebraciones concretas. Ése es el desafío de lo que se ha dado en llamar la “reforma de la reforma”.

Algunos ya hablan de un Novus Ordo II , una nueva ordenación de la misa reformada, en la que se enmienden aquellos elementos que han demostrado ser inútiles y hasta perniciosos. Evidentemente de verificarse lo que se augura, el plato no será del gusto de los chefs del extinto Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia , ente que introdujo la nouvelle cuisine en el culto católico. Ya se sabe: cantidad exigua, pero mayor calidad… y escaso nutrimento. Porque al fin y al cabo, ¿para qué quiere uno saborear una receta de rimbombante nombre y precio caro si se va aquedar con hambre? Eso es lo que ha venido pasando en los últimos cuarenta años con la liturgia: nos la hicieron colar como sencilla y refinada, pero en realidad ha dejado a los fieles hambrientos y, lo peor, inapetentes.

Como en el mundo culinario, también en el de la liturgia la novedad ha dejado de ser novedad y se ha revelado artificiosa y engañosa. Antes, por esnobismo, cursilería o curiosidad, o simplemente por probarlo todo y estar a la última, la gente se avenía a pagar conti profumati (para decirlo a la italiana) por llevarse a la boca supuestas exquisiteces, que desnudadas de sus salsas y del artificio de las vajillas, venían a ser viandas bastante magras. Hoy parece ser que se es más exigente y no se está dispuesto a tragar con ruedas de molino por mucha firma de chef y estrellas Michelin que haya detrás. Y es que, como en todo, la tradición es la mejor consejera.

Hoy se redescubren los platos de siempre: desde los ricos asados hasta los potentes potajes, ricos en ingredientes, agradables al paladar e indudablemente alimenticios. Y que dejan ahítos, sin necesidad de tantos aperitivos que disimulen la pobreza de los platos rebuscados de la nouvelle cuisine . Pero ésta no tiene porqué desaparecer; no es malo crear nuevas recetas ni mucho menos: el arte culinario reside en la inventiva, no de los elementos básicos y los ingredientes (que ya existen), sino de las formas en que pueden combinarse para que resulte algo comestible y digerible y que halague al paladar, que de eso se trata. El pecado de la cocina vanguardista fue el despreciar a la cocina tradicional y creer que haciendo tabla rasa de ella iba a descubrir las Américas y a contentar al personal. Ahora se ha vuelto más humilde y redescubre las virtudes de ingredientes antes despreciados y de métodos que no por antiguos eran menos útiles. Los nuevos maestros de cocina reconocen el importante aporte de lo antiguo y lo saben incorporar a sus recetas, que resultan, de esta manera, originales y al mismo tiempo de toda la vida, pero sobre todo, nutritivas.

En la Iglesia nos hemos hartado ya de los platos sofisticados de la nouvelle cuisine post-conciliar, creada por el chef Annibale Bugnini. Este buen prelado decidió un día que la liturgia antigua era pesada como una olla podrida o una parrillada y quiso acabar con ella cambiando radicalmente los hábitos alimenticios de las almas. Introdujo un menú bajo en calorías, pero también en vitaminas y proteínas, sazonado con salsas extrañas y servido en platos muy llamativos, que tenían por objeto hacer olvidar la parquedad de los manjares y su incapacidad para dejar a nadie verdaderamente satisfecho. Lo peor fue que el recetario de Bugnini ni siquiera fue seguido al pie de la letra, sino que verdaderos diletantes hicieron con él mangas y capirotes en un alarde de supuesta creatividad, que lo único que consiguió fue que la gente se hartara (y no de comida) y se volviera anémica por falta de substancia.

Y hete aquí a un Benedicto XVI que viene a decir lo que ya venía sosteniendo desde hacía tiempo y que le valió la execración de los chefs a la moda: hay que volver a la cocina de antes, pero sin desechar los valores de la moderna. A ésta sólo hay que quitarle la pedantería e incorporarle elementos de la otra que pueden enriquecerla y hacerla substanciosa. Se puede comer un plato de frijoles sin que sean indigestos: la cuestión está en seleccionar los ingredientes, prepararlos con paciencia y cariño y servirlos con esmero. Está claro que si esos frijoles son de mala calidad, se guisan en una olla atiborrada de grasa y se presentan en platos repletos a rebosar los comensales se arriesgan a un cólico miserere o, al menos, a necesitar sal de frutas para pasar la indigestión.

La aparición en el mercado de los productos de la marca “Papa Ben’s” es un buen augurio para el futuro de la cocina y de la alimentación espirituales de los católicos. Se trata de un producto clásico de nuestra dieta, pero de cultivo orgánico y agricultura sostenible. No han sido desarrollados en laboratorio, ni son resultado de manipulaciones genéticas, ni se han desarrollado gracias a abonos artificiales ni tratado pesticidas dañinos. Son cien por ciento naturales, crecidos según los métodos tradicionales y, en consecuencia, con más índice nutritivo y sabor auténtico. No tienen aditivos ni anilinas y pueden cocinarse perfectamente de manera más enjundiosa como de manera más ligera, a gusto del consumidor. Lo importante es que se trata de alimentos ricos en toda clase de proteínas, vitaminas y minerales y bajo en grasas nocivas, apto, pues, para un consumo seguro y beneficioso.

La gama completa de estos productos (con recetario gratuito incluido) está disponible de momento en los almacenes romanos y en bastantes puntos de abastecimiento locales y se espera que pronto puedan ser distribuidos en todos, aunque, desgraciadamente, parece ser que de momento las autoridades catalanas se muestran escépticas, a pesar del éxito que están teniendo en otras partes. Lo cual es explicable por la persistencia de una trasnochada nouvelle cuisine a través de los discípulos del chef Bugnini, que no han hecho reciclaje. Las jóvenes generaciones, más concienciadas de lo que significa la salud y una correcta nutrición, están acogiendo con naturalidad esta vuelta a la cocina tradicional y su combinación con los aportes de la cocina de vanguardia. Esperemos que, vencidas las últimas reticencias, ello redunde en beneficio de una gastronomía a la medida de las necesidades de todos y cada uno.

Aurelius Augustinus