InfoCatólica / Cor ad cor loquitur / Categoría: Cristo

20.11.15

Quien se sabe salvo por gracia no presume de nada

Llevamos tiempo escuchando la idea de que hay una serie de cristianos que se creen más santos que nadie, más perfectos que el resto y que, instalados en esa presunción, se dedican a acusar a los que se arrastran por el fango del pecado.

Demos por hecho que existen cristianos así. No creo conocer a ninguno, pero acepto que los hay. Son unos pobres miserables. Lo son por dos razones:

1- No tienen nada que no se les haya dado. No hay un gramo de santidad en sus vidas, si es que lo hay, que no sea puro don. Hasta sus méritos personales, de tenerlos, son fruto de la gracia operante de Dios en sus vidas. Por tanto, ¿de qué presumir? ¿de qué gloriarse? Como dijo San Pablo:

 ¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo! (Gal 6,14)

2- Todos, absolutamente todos, han pasado y/o pasan por un proceso en el que han estado enfangados en el pecado. Ciertamente estamos llamados a la santidad, pero quienes por pura gracia han avanzado más en el camino que otros hermanos en la fe, deben ser mano tendida en el proceso de esos hermanos y no dedo acusador.

Ahora bien, esa mano tendida que han de ofrecer los que han progresado en su camino de santidad no puede consentir en pretender que quienes están atados a un cristianismo carnal y esclavizados todavía por graves pecados sigan en esa situación, como si la misma fuera invencible o incluso deseable. Quien vive en santidad es fuente de gracia para los demás, es prueba viva de que el pecado no tiene la última palabra. No puede haber orgullo espíritual. La soberbia es quizás el pecado más peligroso y no puede formar parte de quienes andan guiados por el Espíritu Santo.

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6.11.15

Ni fariseos ni mercaderes de una falsa misericordia

Empecemos reconociendo una verdad que no admite discusión. Todos, sin excepción, somos pecadores. Unos más, otros menos, pero todos estamos lejos de cumplir a la perfección la voluntad del Señor en nuestras vidas. Una perfección a la que estamos llamados, a menos que creamos que Cristo se equivocó al decir: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Y como también enseña Santiago la paciencia producida por nuestra fe nos ha de llevar a ser ”perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia” (Stg 1,4).

La necesidad de reconocer nuestra condición de pecadores es absoluta. Jesucristo puso un ejemplo bien claro para que lo entendiéramos:

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.

El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Luc 18-10-14

No hay cosa más peligrosa para la salvación que considerarse en un grupo distinto del de los pecadores. Quien se cree ya lo suficientemente santo como para que Dios tenga que premiarle, sí o sí, con la salvación, está a las puertas del abismo de la condenación. Y si encima desprecia a los que, según su criterio, son pecadores sarnosos dignos de la aniquilación, es harto probable que haya cruzado ya esas puertas.

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28.10.15

Nuestra fe no quedará sepultada para siempre en el cementerio de la mentira

Ni siquiera el más optimista de los oficialistas-buenistas puede estar contento con lo que ha ocurrido en los dos últimos años, con una Iglesia dividida en cuestiones que afectan a tres sacramentos y con el espectáculo de manipulación, filtraciones, quejas, enfrentamientos abiertos ante el mundo, textos heterodoxos (Relatio intermedia 2014) o confusos (resto de relatios) de los dos últimos sínodos.

Buena parte de ese embolado en el que nos han metido, y al que muchos buenos pastores se han visto empujados no por voluntad suya, gira en torno a dos conceptos diferentes e irreconciliables de la misercordia divina. Uno, herético, que es una copia barata de las tesis luteranas pero va incluso más allá de las mismas. Se trata de una misericordia que concede el perdón al pecador pero no transforma su esencia, su naturaleza caida, que sigue siendo esclava del pecado. A lo sumo, dicen, ese perdón ejerce una influencia benéfica que anima al perdonado a ser mejor persona. Es un concepto pelagiano o semipelagiano -va por barrios la cosa-, de la gracia.

El otro concepto lo expresó perfectamente nuestro Papa emérito cuando todavía era Papa reinante:

«Para evitar equívocos, conviene recordar que la misericordia de Jesús no se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado, pero lo quema en su fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor».

Palabras de S.S. Benedicto XVI en Asís, el 17 de Mayo de 2007, en su homilía en la plaza inferior de la basílica de san Francisco.

Por más que algunos quieran enterrar la verdad en el cementerio de la mentira, la verdad acaba resucitando e imponiéndose. Hay tantas posibilidades de que la fe católica sucumba a las estratagemas de los malvados que la atacan como de que Cristo se quedará sepultado para siempre en la tumba a la que fue a parar una vez crucificado.

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19.10.15

Examinad si los espíritus vienen de Dios

Siendo conscientes de que estamos en medio de una gran batalla espiritual (Efe 6,10 y ss), donde el enemigo principal no es de carne y sangre sino Satanás y sus huestes (otra cosa es que se valgan de seres humanos a su servicio), toca ejercer el discernimiento que Dios da a sus santos -más nos vale crecer en santidad para enterarnos de lo que está en juego- para no ser engañados. El campo donde tiene lugar esta batalla es, hoy en día, la propia Iglesia, cuyo asalto es evidente para cualquiera que tenga cierta sensibilidad espiritual. Quien no esté de acuerdo, se puede ahorrar la lectura de lo que sigue.

Dice el apóstol san Juan:

Queridos míos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo.
Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha.
Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el Espíritu de la verdad y el espíritu del error.

1 Jn 4,1-6

Por simplificar un poco, dado que hoy nadie pone en duda la encarnación de Cristo -sí su plena divinidad-, tendremos que fijarnos en la otra pista que nos da el apóstol. Los que son del espíritu del anticristo hablan según el mundo y el mundo los escucha. Da igual que adornen su lenguaje con palabras espirituales y supuestamente impregnadas de la misericordia divina. Lo que buscan, y consiguen, es el aplauso del mundo, cuyo príncipe, Satanás, sigue obrando para la perdición de los reprobros. No en vano, nos advierte san Pablo que 

Esos tales son falsos apóstoles, obreros tramposos, disfrazados de apóstoles de Cristo; y no hay por qué extrañarse, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Siendo esto así, no es mucho que también sus ministros se disfracen de ministros de la justicia. Pero su final corresponderá a sus obras.

2ª Cor 11,13-15

Debemos reparar en el hecho de que los ministros de Satanás tienen toda la apariencia de ser apóstoles de Cristo. Es decir, no hablamos de presidentes de gobierno, políticos, personas de relumbre social, etc. No, hablamos de personas que se presentan como ministros religiosos. Y más concretamente como ministros de Cristo.

Bien, ahora que la Iglesia está envuelta en una gran polémica sobre la institución familiar, con un sector del episcopado pidiendo que se dé la comunión a los divorciados vueltos a casar, otro sector oponiéndose a semejante posibilidad y un sector aún mayor -y peligroso- que esos otros dos del que no sabemos si sube, baja o se queda en medio, respondamos a estas preguntas elementales:

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13.09.15

¿Qué parte no entiende la Iglesia del evangelio de hoy?

La lectura del evangelio de hoy debería servir para abrirnos los ojos. Una vez que Pedro responde adecuadamente a la pregunta que les hizo Cristo sobre quién decían que era él, ocurre esto:

Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días».
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Apártate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».
Mc 8,31-33

En el pasaje paralelo de Mateo (Mt 16-13.26), Cristo acaba de declarar a Pedro como piedra sobre la que edificará la Iglesia. Por tanto, cuando el Señor arremete contra el apóstol por pensar como los hombres y no como Dios, la advertencia es no solo a él, sino a él y en él a toda la Iglesia. Y si eso lo dijo hace veinte siglos, lo dirá cada vez que la Iglesia se empeñe en pensar como los hombres y no como Dios. 

Es por ello fundamental seguir leyendo lo que propone Cristo a continuación de haber reprendido a su Vicario:

Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles».
Mc 8,34-28

¿Y bien? ¿hay mucho que explicar de esas palabras? Quien da la vida por nosotros, quien paga con su sangre por nuestros pecados, quien nos abre la puerta a la salvación, nos pide ni más ni menos -porque nos lo concede (Fil 2,12-13)- que nos neguemos a nosotros mismos, que carguemos nuestras cruces y le sigamos. Nos pide que no nos avergoncemos de sus palabras en medio de un mundo adúltero y pecador.

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