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19.02.24

Mons. González Chaves analiza algunos aspectos del magisterio sacerdotal del cardenal Don Marcelo

Mons. Alberto José González Chaves nació en Badajoz en 1970 y fue ordenado sacerdote en Toledo en 1995. Su primer destino pastoral fueron las parroquias de Peñalsordo y Capilla, provincia pacense y archidiócesis Primada. De 2006 a 2014 trabajó en la Congregación para los Obispos, en la Santa Sede. En 2008 se doctoró en Teología Espiritual en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, de Roma, con una tesis sobre “Santa Maravillas de Jesús, naturalidad en lo sobrenatural". En 2009 obtuvo o un Master en Bioética, en el mismo Ateneo. En 2011 Benedicto XVI le nombró Capellán de Su Santidad. De 2015 a 2021 fue Delegado Episcopal para la Vida Consagrada en Córdoba. En 2020 recibió el Galardón Alter Christus por su atención al Clero y a la Vida Consagrada. Ha dirigido numerosos Ejercicios Espirituales y dictado conferencias y cursillos en España e Hispanoamerica. Ha publicado numerosos artículos y libros de espiritualidad y liturgia, y hagiografías sobre Santa Teresa de Jesús, San Juan de Ávila, San José María Rubio, Santa Maravillas de Jesús, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, Santa Genoveva Torres, los Beatos Marcelo Spínola y Tiburcio Arnaiz, San Juan Pablo II, Benedicto XVI, el cardenal Rafael Merry del Val…

Es coautor de la reciente y extensa biografía de uno de los hombres de la Iglesia de España más importantes del siglo XX, el Cardenal Primado Marcelo González Martín (1918-2004), que le ordenó sacerdote. Con este motivo le entrevistamos sobre algunos aspectos del magisterio sacerdotal de Don Marcelo.

A modo de introducción general, ¿qué idea del sacerdocio tenía Don Marcelo?

En la cuaresma de 1971 Don Marcelo dijo en una conferencia en la catedral de Madrid que hay que reflexionar sobre el sacerdocio tomando como punto de referencia el misterio del sacrificio de Cristo Sacerdote tal como nos lo ofrecen la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica de la Iglesia. Esa es su idea del sacerdocio, que nace del Corazón de Cristo en el cenáculo, inflama la predicación apostólica, se robustece en la sinaxis de las catacumbas, se empurpura con sangre martirial y, corriendo los siglos, frente a la herejía luterana cuaja en Trento su identidad inmutable con doctrina solemne. En su siglo XX, Don Marcelo asimila ese sacerdocio desde el magisterio de los Papas, y del Concilio Vaticano II, en continuidad con la enseñanza bimilenaria de la Iglesia, según la cual el sacerdote es aquel a quien Dios Padre ha predestinado en Cristo, de manera especial: además de darle la filiación divina y la redención en la Sangre del Hijo, le ha hecho ministro de esa Sangre. Por ello sería tristísimo perder la dulce certeza de esta predilección divina, dijo Don Marcelo a los ordenandos en 1988; sería convertirse en la pieza mecánica de una Iglesia puramente institucional y reducir la hermosura del sacerdocio a la condición de tecnócrata para el progreso y la paz social. Para ser tales funcionarios mejor que no existierais, diría a los ordenandos del año siguiente.

En su Pastoral “El porvenir espiritual de nuestra diócesis”, como obispo novel en Astorga, en 1963, sobre textos de Pío XII Don Marcelo enumeraba como actitudes sacerdotales de valor permanente el amor y la gratitud a Jesucristo, la humildad ante la propia indignidad y la obediencia a las disposiciones de la Iglesia, el celo, la abnegación, la caridad fraterna en el presbiterio, el desprendimiento. Insistía a sus clérigos en el cultivo de la vida sobrenatural, sin la cual el sacerdote concede más atención a la lectura de un periódico que a la oración bien hecha; a la tertulia, más que al silencio; a un viaje, más que al sacrificio; a una película, más que a una hora de estudio; a las noticias políticas, más que a la disminución del pecado; al deporte, más que a los sacramentos; a la ciencia, más que a la teología; al templo material, más que a la enseñanza profunda del catecismo; al bullicio exterior, más que a la meditación; a la asamblea y a la discusión de problemas ajenos o colectivos, más que al examen de sí mismo; a la crítica de lo que dicen otros, más que a la maduración rigurosa de lo que tiene que decir él; a lo nuevo por lo nuevo, más que a lo antiguo por serlo; a lo mundano, más que a lo eclesiástico; a lo fugaz y cambiante, más que a lo permanente y eterno; a lo confortable y grato, más que a lo difícil y abnegado; a la cultura, más que a la gracia; a lo profano, más que a lo sagrado; al hombre, más que a Dios; a los filósofos, más que a los santos; a los amigos, más que a Jesucristo. Es decir, nos encontramos con el sacerdote que va destrozando poco a poco su propio sacerdocio.

¿Cómo enseñaba al sacerdote a ser santo y santificador?

En Toledo exhortaba a los neopresbíteros de 1980 a revestirse de un armadura espiritual: De lo contrario, seréis pronto víctimas del secularismo de los criterios y de las costumbres, que todo lo invade; y pronto llegará a pareceros lo más natural del mundo el contemporizar con todo, el aceptar todo con una sonrisa de aprobación, el decir que no queréis ser retrógrados, sin daros cuenta de que al decir eso estáis retrocediendo a la oscuridad del pecado o a lo que lleva al pecado. En tiempos de secularismo agresivo, ante lo que dice el mundo de Cristo y de sus ministros, éstos deben ser fuertes para mirar a ese mundo con una sonrisa benévola y… para esperar compasivamente a que ese mundo se deje acercar por vosotros para que le digáis bien lo que sois… El secreto es la unión con Jesucristo: No aceptéis tareas que invadan vuestra vida hasta el punto de impediros el trato con Dios. Dondequiera que estéis… siempre hay tiempo para orar, mirando y ofreciendo al mundo el crucifijo, dijo a su última promoción de sacerdotes, entre los que me encontraba yo, el 25 de junio de 1995. Si el sacerdote es el hombre enamorado de Jesucristo, experimentará la belleza de su amistad. ¿Por qué no cultivamos esto los sacerdotes y obispos?, preguntaba, ya jubilado, tres años después, a esos mismos sacerdotes, en el aniversario de la ordenación de estos.

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