Homilía en el IX aniversario de la coronación de Su Santidad
Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo –Jueves 29 de junio de 1972
Papa Beato Pablo VI
(Nota de Fe y Razón: Hasta donde sabemos, ésta es la primera publicación completa en Internet y en español de esta homilía del Beato Pablo VI, una de las principales homilías de su pontificado (1963-1978). La traducción del italiano es de Daniel Iglesias Grèzes).
Al atardecer del jueves 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, en presencia de una considerable multitud de fieles provenientes de cada parte del mundo, el Santo Padre celebra la Misa y el inicio de su décimo año de Pontificado, como sucesor de San Pedro. Con el Decano del Sacro Colegio, Señor Cardenal Amleto Giovanni Cicognani y el Vicedecano Señor Cardenal Luigi Traglia son treinta los Purpurados, de la Curia y algunos Pastores de diócesis, hoy presentes en Roma. Dos Señores Cardenales por cada Orden acompañan procesionalmente al Santo Padre al altar. En pleno el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, con el Sustituto de la Secretaría de Estado, arzobispo Giovanni Benelli, y el Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, arzobispo Agostino Casaroli. Damos un informe de la Homilía de Su Santidad.
El Santo Padre comienza afirmando que debe un vivísimo agradecimiento a cuantos, Hermanos e Hijos, están presentes en la Basílica y a cuantos, desde lejos, pero a ellos espiritualmente asociados, asisten al sagrado rito, el cual, a la intención celebrativa del Apóstol Pedro, a quien está dedicada la Basílica Vaticana, privilegiada guardiana de su tumba y de sus reliquias, y del Apóstol Pablo, siempre a unido a él en el designio y en el culto apostólico, une otra intención, aquella de recordar el aniversario de su elección a la sucesión en el ministerio pastoral del pescador Simón, hijo de Jonás, por Cristo denominado Pedro, y por lo tanto en la función de Obispo de Roma, de Pontífice de la Iglesia universal y de visible y humildísimo Vicario en la tierra de Cristo el Señor. El agradecimiento vivísimo es por cuanto la presencia de tantos fieles le demuestra de amor a Cristo mismo en el signo de su pobre persona, y lo asegura por tanto de su fidelidad e indulgencia hacia él, así como de su propósito, para él consolador, de ayudarlo con su oración.
La Iglesia de Jesús, la Iglesia de Pedro
Pablo VI prosigue diciendo que no quiere hablar, en su breve discurso, de él, San Pedro, porque sería demasiado largo y quizás superfluo para quienes ya conocen su admirable historia; ni de sí mismo, de quien ya bastante hablan la prensa y la radio, a las que por lo demás expresa su debido reconocimiento. Queriendo más bien hablar de la Iglesia, que en aquel momento y desde aquella sede parece aparecer delante de sus ojos como extendida en su vastísimo y complicadísimo panorama, se limita a repetir una palabra del mismo Apóstol Pedro, como dicha por él a la inmensa comunidad católica; por él, en su primera carta, recogida en el canon de los escritos del Nuevo Testamento. Este bellísimo mensaje, dirigido desde Roma a los primeros cristianos del Asia menor, de origen en parte judío, en parte pagano, como para demostrar ya desde entonces la universalidad del ministerio apostólico de Pedro, tiene carácter parenético, o sea exhortativo, pero no carece de enseñanzas doctrinales, y la palabra que el Papa cita es justamente tal, tanto que el reciente Concilio la ha atesorado por una de sus enseñanzas características. Pablo VI invita a escucharla como pronunciada por San Pedro mismo para todos aquellos a los cuales en aquel momento él la dirige.
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