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14.04.19

Los méritos y deméritos del emérito

Hace años, poco después de que Joseph Ratzinger se sentara en la Cátedra de Pedro en Roma, un sacerdote me contó una escena de la que había sido protagonista directo un buen amigo suyo. Siendo todavía Papa san Juan Pablo II, tuvo lugar un encuentro entre cardenales en Roma. El último en llegar fue el por entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Al entrar en la sala, pasó algo ciertamente signicativo: todos los presentes se pusieron de pie y no pocos hicieron un gesto de respeto con la cabeza.

Aquello era señal de que la autoridad moral de Ratzinger era seguramente muy superior a la que le podría corresponder por el cargo curial que ostentaba e incluso al hecho de que era el decano del colegio cardenalicio. Por si fuera poco, dicha autoridad quedó muy reforzada por su homilía en la Misa pro eligendo pontífice que tuvo lugar justo antes del cónclave donde fue elegido Papa. Cito algunas frases de aquella predicación:

La misericordia de Cristo no es una gracia barata; no implica trivializar el mal.

¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc.

A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos.

No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe.

Como se puede apreciar, el pontífice alemán sabía perfectamente cuál era el mal al que se enfrentaba la Iglesia. El verdadero drama es que hoy, 14 años después, estamos bastante peor.

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