LXXXV. La ascensión de Cristo al cielo

La Ascensión de Cristo en cuanto hombre y en cuanto Dios[1]

Afirmada la conveniencia de que Cristo subiera al cielo en el artículo primero de la cuestión de la Ascensión[2] de la Suma teológica, se pregunta Santo Tomás a continuación a cuál de sus naturalezas le convenía la ascensión. En este segundo artículo, examina, por tanto, si Cristo ascendió al cielos según su naturaleza humana o según su naturaleza divina.

En el Compedio de Teología, sostiene Santo Tomás que: «Del mismo modo que se dice del Hijo de Dios que nació, sufrió, fue sepultado y resucitó, no según la naturaleza divina, sino según la naturaleza humana, así también se dice que el Hijo de Dios subió a los cielos, no según la naturaleza divina, sino según la naturaleza humana».

Se confirma porque: «según la naturaleza divina, nunca hubiera descendido del cielo, estando siempre en todo lugar; y por esto dice de sí mismo por San Juan: «Nadie subió al cielo, sino aquel que ha descendido del cielo, el Hijo de Dios que está en el cielo» (Jn 3, 13). Lo cual quiere decir que de tal modo bajo del cielo tomando la naturaleza humana, que, al mismo tiempo, siempre permaneció en el cielo»[3].

En este lugar de la Suma, precisa que puede decirse que Cristo subió al cielo según su naturaleza humana y también según su naturaleza divina, pero bajo distinto aspecto, porque «la expresión «según» o «por razón de» puede significar dos cosas: la condición del ascendente y la causa de la ascensión».

En el primer caso: «si designa la condición del ascendente, entonces la condición no puede convenir a Cristo según su naturaleza divina, sea porque nada hay más alto que la divinidad, a donde se pudiera subir; sea porque ascensión significa un movimiento local que no es propio de la naturaleza divina, que es inmóvil y no ocupa lugar. Pero de esta manera, la ascensión le compete a Cristo según la naturaleza humana, que ocupa lugar y está sujeta al movimiento. Y así podremos decir que, en este sentido, Cristo sube al cielo en cuanto hombre, más no en cuanto a Dios».

En el segundo caso, la expresión «según» se toma con el significado de «la causa de la Ascensión, habiendo subido Cristo al cielo por virtud de la divinidad y no por la naturaleza humana». Por tanto, ahora: «habremos de decir que Cristo subió al cielo, no en cuanto a hombre, sino en cuanto a Dios. Por esto dice San Agustín en un sermón de la Ascensión: «Por lo que tenía de nosotros fue colgado de la Cruz, el Hijo de Dios; por lo que tenía de sí, subió al cielo.» (Serm. Sup., serm. 176)»[4].

El ascenso divino

Con esta distinción entre la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo, Santo Tomás puede resolver las dificultades que se presentan a la tesis de su ascensión por razón de su naturaleza divina. La primera de ellas es la siguiente: «Se dice en los Salmos: «Dios asciende entre aclamaciones» (Sal 46, 6); y en Deuteronomio: «El que sube al cielo es tu auxiliador» (Dt 33, 26). Pero esto se dice de Dios antes de la encarnación de Cristo; luego parece que a Cristo le conviene subir al cielo en cuanto Dios»[5].

La breve respuesta de Santo Tomás a esta difícil objeción es muy clara: «Las autoridades proféticasalegadas se entienden de Dios en cuanto se había de encarnar».

Sin embargo, reconoce que, aunque no en un sentido real: «puede decirse que el ascender,aunque propiamente no convenga a lanaturaleza divina, le puede convenirmetafóricamente, como se dice, por ejemplo, «Sube al corazón del hombre» (Sal 83, 6), cuando el corazón del hombre se sujeta y se humilla ante Dios. Y, del mismo modo, se dice metafóricamente ascender de cualquier criatura, por cuanto se la sujeta»[6].

Sobre esta ascensión escribía Newman: «Cristo ha ascendido a lo alto, y nosotros debemos también ascender con Él. Ha ido al padre y también nosotros hemos de procurar que nuestra vida permanezca escondida con Cristo en Dios. Esta es la generosa promesa, significada en la oración que Jesús ofrece por todos sus discípulos antes de su Pasión, e incluso hasta el fin del tiempo. «Padre Santo –dice Jesús–, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17, 11-6)».

Por esto San Pablo dice: «si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 1-3)»[7].

Nota Newman seguidamente que: «es así derecho y privilegio de todos los discípulos de nuestro Salvador glorificado ser exaltados y glorificados con Él; que sus pensamientos, intenciones, fines, deseos, gustos, oraciones, alabanzas y peticiones vivan en el cielo, mientras ellos viven en la tierra; parecer como los demás hombres, estar atareados como ellos, confundirse y pasar inadvertidos entre la multitud, e incluso ser despreciados y oprimidos como pueden serlo también otros, pero manteniendo a la vez un secreto canal de comunicación con el Altísimo, don que el mundo no conoce».

En cambio, advierte que: «los hombres mundanos viven en este mundo y dependen de él. Cifran su felicidad en esta tierra y persiguen sus honores y consuelos. Su vida no está escondida y creen que todos los que se cruzan por el camino son como ellos. Piensan estar tan seguros de que cualquier hombre ambiciona las cosas que ellos persiguen como están seguros de que tienen la misma apariencia exterior y están hechos de la misma manera, con un cuerpo y un alma, ojos y lengua, manos y pies»[8].

Desde esta perspectiva: «miran el mundo que los rodea y, por lo que pueden ver, cualquier hombre es, como todos los demás. Saben que muchos, la mayor parte, son como ellos, amantes de este mundo, y concluyen que todos son así. Niegan la posibilidad de que alguien pueda considerar como suprema ideas y motivos que no sean los mundanos. Admiten, desde luego, que un hombre puede hallarse influido por motivos religiosos, pero no se creen que pueda estar realmente gobernado por ellos, que viva por ellos, que los mantenga como puntos esenciales y leyes primordiales y últimas de su conducta».

Además, lo que es más grave: «han acuñado proverbios y dichos en torno a la idea que todo hombre tiene su precio, que todos tenemos nuestro talón de Aquiles, que la religión es una bella teoría, y que el hombre más religioso es el que más hábilmente logra ocultar, a sí mismo y ante los demás, su amor al mundo, y que los hombres no serían hombres, sino amaran y desearan las riquezas y en los honores»[9].

Los dos descensos divinos

En otra dificultad, se dice: «El que sube al cielo es el mismo que bajó, según aquellas palabras de San Juan: «Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo» (Jn 3, 13); y de San Pablo: «El que descendió es el mismo que subió» (Ef 4, 10). Pero Cristo descendió del cielo, no en cuanto hombre, sino en cuanto Dios, pues su naturaleza humana no estuvo antes en el cielo, sino la naturaleza divina. Luego parece que Cristo subió al cielo en cuanto Dios»[10].

Reconoce Santo Tomás en la correspondiente respuesta: «El mismo el que asciende y el que desciende. Pues dice San Agustín: «¿Quién es el que desciende? Dios hombre. ¿Quién es el que asciende? El mismo Dios hombre» (Pseudo- San Agustín, Serm. 176)». Explícitamente se declara que Cristo –el Mesías, el ungido, nombre propio de Jesús– descendió y ascendió, aunque, en cuanto hombre y, por tanto, con una naturaleza humana, no estuvo antes de su ascenso en el cielo.

Sin embargo, Santo Tomás reconoce que la afirmación de San Agustín es verdadera, porque de dos maneras se le atribuye a Cristo el descender. De una cuando se habla de su bajada del cielo. Lo cual se atribuye a Dioshombre en cuanto Dios».

Precisa a continuación que: «Este descendimiento no debe entenderse en el sentido de movimiento local, sino en el sentido de su «anonadamiento» o abatimiento, mediante el cual «existiendo en la forma de Dios, tomó la forma de siervo» (cf. Flp 2,6-7). Y como se dice haberse anonado, no porque haya perdido nada de su plenitud, sino porque tomó nuestra pequeñez, así se dice que descendió del cielo, no porque haya abandonado el cielo, sino porque tomó la naturaleza humana en unidad de persona».[11] La persona divina y única de Cristo, con su naturaleza divina asumió, en el primer momento de la Encarnación una naturaleza humana, la unió a la naturaleza de Dios y con la que también subsiste.

Al comentar estas palabras citadas de San Pablo, escribe Santo Tomás: «Dos cosas, propone tocantes a la dignidad de Cristo. Una la verdad e igualdad de su naturaleza» o forma. Existen en Cristo dos naturalezas, la humana creada y la divina, y, por esto es verdadero Dios y verdadero hombre.

Otra, porque Cristo: «como dice San Pablo «no tuvo a usurpación juzgar ser igual a Dios» (Flp 2, 6), puesto que está en la forma de Dios y conoce bien su naturaleza. Y por conocer esto se dice en el Evangelio de San Juan. «que se hace igual a Dios» (Jn 5, 18); más eso no fue rapiña o robo con violencia, como cuando el diablo y el hombre querían tal igualdad. «Semejante seré al Altísimo» (Is 14, 14); «seréis como dioses» (Gn 3, 5); que esta sí fue rapiña, usurpación, latrocinio, y por dar satisfacción de ella bajo Cristo. «lo que no robó, lo pagaba entonces» (Sal 68, 5)».

Al escribir San Pablo seguidamente: ««se anonadó a sí mismo» (Flp 2, 7), al decir esto elogia la humildad de Cristo, que así se humilló hasta anonadarse en el misterio de la Encarnación y en el misterio de la Pasión. Cuanto a lo primero pone la humillación y su modo. Dice: «no obstante tal dignidad, anonadóse a sí mismo» (Flp 2, 7). Más esto ¿quiere decir que estando lleno de la divinidad quedó vacío de ella? No, porque si tomó lo que no era, permaneció lo que era».

Se unió una naturaleza humana, pero sin dejar su naturaleza divina. «Porque así como descendió del cielo, no porque dejase de estar en él, más porque de nuevo modo empezó a estar en la tierra; lo mismo se anonadó, no dejando. su divina naturaleza, sino tomando la humana».

Sobre esta frase de San Pablo comenta Santo Tomás: «qué hermosamente lo dice: «¡anonadóse a sí mismo!», porque lo inane o vacío lo contrario es de lo lleno; y la naturaleza divina está llena y sobrellena, siendo el depósito de toda perfección y bondad; la humana, en cambio, no está llena, ni tampoco el alma humana, sino en potencia o disposición a llenarse, pues fue creada como tabla rasa. Así que la naturaleza humana está vacía. Dice, pues se «anonadó», porque tomó la naturaleza humana».

Indica también San Pablo el modo que Dios asumió la naturaleza humana: «diciendo «tomando forma de siervo» (Flp 2, 7); porque el hombre por su creación es siervo de Dios, y la naturaleza humana es la forma del siervo. «Sabed que el Señor mismo es Dios (Sal 99, 3); «He aquí mi siervo» (Is 42, 1); y «Tú, Señor, eres mi protector» (Sal 99, 3)»[12].

La «humildad» de Dios

En la última parte de esta respuesta a la segunda objeción, explica Santo Tomás que, además de este descenso de la dignidad de Cristo en la unión hipostática o en la persona con su humanidad, «hay otro descender por el que, como dice San Pablo: «descendió a las regiones inferiores de la tierra» (Ef 4, 9). Este descenso es local y compete a Cristo por razón de la naturaleza humana»[13].

Sobre esta frase citada de San Pablo de la Epístola a los efesios, indica Santo Tomás, en su comentario a la misma, que: «el texto puede entenderse de maneras. Una, que por partes inferiores de la tierra se entiendan estas partes de la tierra en las que nosotros habitamos; y se dicen inferiores por estar debajo del cielo y del aire; a las que se dice haber descendido el Hijo de Dios, no con movimiento local, sino por haber tomado una naturaleza inferior y terrenal, según lo que dice San Pablo: «se anonadó a sí mismo» (Flp 2, 7)».

Otra manera de entenderlo es que: «por las ínfimas partes de la Tierra se entienda el infierno, que también está debajo de nosotros, porque allí descendió para todos en espíritu, para librar de allí a los santos; y así parece que le convenga lo que había dicho: más arriba «Llevó cautiva la cautividad» (Ef 4, 8) y también: etas otras frases de la Escritura: que dijo les conviene: «Y tú mismo ¡oh Salvador!, Mediante la sangre de tu testamento, has hecho salir a los tuyos?, que se hallaban cautivos del lago en que no hay agua» (Zc 9, 11)». «Vi a otro ángel fuerte que descendía del cielo» ( Ap 10, 1); «Vi la aflicción de mi pueblo que está en Egipto (…) y he descendido para librarlos» (Ex 3, 7-8)»[14].

Al comentar la frase de San Pablo «se anonadó a sí mismo» (Flp 2, 7), escribe Francisco Canals sobre este anonadamiento de Dios, que: «ha querido ser como un hombre y en la misma condición de humano; no es pecaminoso nacer pequeñito e ir creciendo, sino que es una muestra de que Dios quiere redimirnos de verdad y para ello, como dice el obispo Torras y Bages, «puestos a bajar de lo infinito a lo finito, de lo eterno a lo temporal, no iba a quedarse a mitad de camino, prefirió comenzar en el seno de una mujer, nacer en una aldea y ser pobre»; porque si para encarnarse hubiera nacido en un palacio real no hubiéramos sentido la cercanía a nosotros del Dios encarnado; así manifestó su amor en las condiciones más sencillas y comunes, en la pobreza de la cotidianidad rural de una aldea de Galilea».

Como consecuencia: «Todo lo que tengamos que decir de Dios Hijo, de la segunda persona de la Santísima Trinidad, es lo que nos relatan los Evangelios: que era tenido por hijo de José, el carpintero de Nazaret; que vivió treinta años de vida oculta, tan ordinaria y común, que después de predicar en la sinagoga, al empezar la vida pública decían: «¿No es éste el hijo del carpintero?», como si dijéramos, «cualquier hijo de vecino», y se preguntaban de donde le venía tanta sabiduría. Lo cual quiere decir que tenían a José por uno de tantos, que nunca había destacado. Salvo las operaciones angélicas y la Providencia divina sobre él, lo más adecuado es pensar que en su vida entre los hombres, ni José ni María obraron milagros»[15].

Concluye Canals: «el tierno descender misericordioso sobre el hombre había puesto de manifiesto (…) que fuese posible decir que quien era Dios crecía, se cansaba, trabajaba y lloraba. Por la misericordiosa economía, por la que Dios ha querido ser hombre como nosotros, es por lo que el Verbo se ha hecho hombre, no se ha unido a un hombre, sino que ha asumido una naturaleza en una unidad real, personal e hipostática, y no meramente moral o de actitud»[16].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Rembrandt, La ascensión (1636).

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 57, a. 2.

[3] ÍDEM, Compendio de Teología, II, c. 240, n 517.

[4] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 57, a, 2, in c.

[5] Ibíd., III, q. 57, a. 2, ob. 1.

[6] Ibíd. III, q.57, a. 2, ad. 1

[7] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, vol. VI, Serm. 15, Resucitar con Cristo, pp. 193-201, pp. 196-197.

[8] Ibíd., p. 197.

[9] Ibíd., pp.197-198.

[10] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 57, a. 2, ob, 2.

[11] Ibid., III, q. 57, a. 2, ad. 2.

[12] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los filipenses, c. II, lec. 2.

[13] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 57, ad. 2.

[14] ÍDEM, Comentario de la Epístola de San Pablo a los Efesios, c. IV, lec. 3.

[15]  Francisco Canals Vidal, Los siete primeros concilios. La formulación de la ortodoxia católica, Barcelona, Editorial Scire, 2003, p. 82.

[16] Ibíd., pp. 82-83.

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