XI. La perfección de Cristo en su concepción

Sobrenaturalidad de la concepción de Cristo[1]

Según lo expuesto, la concepción milagrosa de Cristo fue sobrenatural, pero puede decirse que en un aspecto fue natural. Explica Santo Tomás que: «Como dice San Ambrosio: «En este misterio encontrarás muchas cosas conformes con la naturaleza, y muchas por encima de la naturaleza» (La Encarn., c. 6). Pues si nos fijamos en lo que atañe a la materia de la concepción, suministrada por la madre, todo es natural; pero si atendemos al principio activo, todo es milagroso».

Sin embargo: «como cada cosa es enjuiciada más por la forma que por la materia, e igualmente, por el agente más que por el paciente, de ahí se sigue que la concepción de Cristo», en la que se encarnó el Hijo de Dios en la Santísima Virgen y que fue por virtud del Espíritu Santo, «debe calificarse absolutamente de milagrosa y sobrenatural, pero de natural bajo algún aspecto»[2]. Por ello, el desarrollo de lo concebido en el seno de la Virgen María fue natural y ordinario.

Plenitud absoluta de la gracia

Seguidamente Santo Tomás se ocupa de determinar las perfecciones del alma de Cristo, que tuvo desde el primer instante de su concepción y, por tanto, antes de su nacimiento. Comienza con esta afirmación: Cristo, en el primer instante de su concepción, fue santificado por la gracia.

Precisa que ser santificado consiste en que algo sea hecho santo. «Cristo, en cuanto hombre, fue hecho santo pues no tuvo siempre la santidad de la gracia; pero no fue hecho santo de pecador, porque nunca tuvo pecado. En cuanto hombre fue hecho santo de no santo, no por cierto privativamente, como si alguna vez hubiera sido hombre y no hubiera sido santo, sino negativamente, porque cuando no era hombre no poseía la santidad humana. Y por eso fue hecho a la vez hombre y hombre santo».

Se confirma: «por lo que dijo el ángel a María: «Lo que nacerá de ti será santo» (Lc 1, 33) Y esto lo expone San. Gregorio, diciendo: «Para que se distinga de nuestra santidad, se asegura que Jesús nacerá santo. Porque nosotros, si bien nos hacemos santos, no nacemos santos, porque estamos aherrojados por la misma condición de nuestra naturaleza corruptible. Solamente nació verdaderamente santo aquel que no fue concebido por unión carnal» (Mor., 18, 52)»[3].

Cristo poseyó la plenitud de la gracia habitual o santificante, tanto en intensidad como en extensión por sus efectos. Se puede considerar la plenitud o totalidad desde dos aspectos: «en cuanto a su intensidad», como el tener la blancura en el mayor grado posible; y «en cuanto a su eficacia», como el tener la vida en todos sus efectos y operaciones, tal como ocurre en el hombre, a diferencia de las plantas y los animales. «Cristo poseyó la plenitud de gracia bajo ambos aspectos». En intensidad, porque: «la poseyó en sumo grado y del modo más perfecto posible (…) por la proximidad del alma de Cristo a la causa de la gracia»[4]. También Cristo poseyó la plenitud de la gracia respecto a la eficacia, por tenerla en todas sus consecuencias y actuaciones.

La plenitud de la gracia es exclusiva de Cristo. Sin embargo, debe precisarse que: «puede considerarse la plenitud de gracia de un doble modo: por parte de la misma gracia y por parte del sujeto que la posee». Del primero modo o de manera absoluta: «la plenitud consiste en poseer el más alto grado de gracia en cuanto a su esencia y en cuanto a su eficacia, esto es, en cuanto se tiene la gracia de la manera más excelente que puede ser tenida y con la máxima extensión a todos los efectos de la gracia. Y esta plenitud de la gracia es exclusiva de Cristo».

El otro modo de considerar la plenitud es de manera relativa, o por : «parte del sujeto, (que) consiste en poseerla plenamente en la medida de su condición, ya se trate del grado de intensidad fijado por Dios, como dice San Pablo: «A cada uno le fue otorgada la gracia en la medida de la donación de Cristo» (Ef 4, 7); ya sea en su virtualidad, o en cuanto quien la posee tiene la gracia suficiente para cumplir con su estado y deberes, como decía San Pablo: «A mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia, la de iluminar a los hombres» (Ef 3, 8-9). Y tal plenitud de gracia no es exclusiva de Cristo, sino que puede ser comunicada por Cristo a los demás»[5].

La plenitud absoluta de la gracia pertenece a Cristo. Por ello: «la bienaventurada Virgen María es llamada llena de Gracia, no por lo que toca a la misma gracia, pues no la tuvo en el máximo grado posible, ni por relación a todos los efectos de la gracia, sino porque recibió la gracia suficiente al estado de madre de Dios a que había sido llamada»[6].

Respecto a la gracia de Cristo se puede hablar, aparte de la gracia santificante o gracia habitual, de la gracia de unión, que posee la naturaleza humana de Cristo, tanto en el cuerpo como en el alma, y que es comunicada por el Verbo de Dios, al que se encuentra unida hipostática o personalmente. «Es una gracia singular de Cristo-hombre el estar unido a Dios en la unidad de persona; es un don gratuito, puesto que excede las facultades de la naturaleza y no está precedido de mérito alguno. Este don le hace infinitamente agradable a Dios, de modo que de Él se dice especialmente: «Este es mi querido Hijo, en quien tengo puestas tosas mis complacencias» (Mt 3, 17; 17, 5)»[7].

La suma santidad de Cristo en cuanto hombre es constituida por la gracia de unión, porque la santidad consiste en la unión con Dios, y no hay otra mayor que la de la Encarnación. Por este don gratuito santificador substancial, que ha recibido Cristo en cuanto hombre, puede decirse que le hace Hijo de Dios y no meramente adoptivo como las otras gracias, que son accidentales y, también le hace, por ello, impecable.

Por consiguiente, Cristo supera a todos los otros hombres en gracia también por poseer la gracia de unión, que es la causa de su gracia habitual o santificante, Esta gracia santificante, efecto de la primera, era necesario que Cristo la tuviera, por: «la excelsitud de su alma, cuyas operaciones debían alcanzar lo más íntimamente posible a Dios por el conocimiento y el amor. Para esto la naturaleza humana necesitaba ser elevada por la gracia»[8]

El alma humana de Cristo necesita de la gracia santificante para que la haga divina por participación. «Cristo es verdadero Dios por su persona y por su naturaleza divina. Pero, como en la unidad de la persona permanece la distinción de las naturalezas» y el alma pertenece a la naturaleza humana, «el alma de Cristo no es divina en su esencia. Por lo cual es necesario que llegue a serlo por participación; y ésta es efecto de la gracia»[9].

Perfección natural de Cristo

La perfecta plenitud de la gracia habitual de Cristo por ser absoluta no puede ya aumentar. Debe tenerse en cuenta que: «el fin de la gracia es la unión de la criatura racional con Dios, y no puede haber ni puede entenderse una unión más íntima de la criatura racional con Dios que la que se da en la persona; y, por tanto, la gracia de Cristo alcanza su máxima perfección». Por consiguiente, la gracia de Cristo no puede aumentar por parte de la misma gracia.

Por parte del sujeto tampoco puede acrecentarse la gracia, porque: «Cristo, en cuanto hombre, fue desde el primer instante de su concepción verdadera y plenamente bienaventurado. Por tanto, no pudo darse en Él aumento de la gracia, lo mismo que no se da en los demás bienaventurados, por haber llegado ya al término». No ocurre así con los que son «viadores», porque: «pueden aumentar su gracia tanto por parte de la forma, pues no alcanzan el grado supremo de gracia, como por parte del sujeto, pues aún no han llegado al término de la bienaventuranza»[10].

Cristo fue «comprehensor», o bienaventurado, porque ya poseía la visión beatífica de los bienaventurados, aunque en el grado más perfecto. Sin embargo, Cristo, en su vida entre nosotros, fue también viador, aunque no como los demás hombres. Hay que tener en cuenta que «la bienaventuranza perfecta del hombre consiste en la del alma y en la del cuerpo (…) En la del alma, en cuanto que a ésta le es propio ver a Dios y gozar de Él; y en la cuerpo, en cuanto que éste «resucitará espiritual, en poder, en gloria y en incorrupción» (1 Cor 15, 42-43)».

Cristo gozaba de la primera, porque: «antes de su pasión, veía con su alma plenamente a Dios, y, de esta manera, tenía la bienaventuranza propia del alma. Más, fuera de éste, le faltaban los demás elementos que integran la bienaventuranza, pues su alma era pasible, y su cuerpo, pasible y mortal». Por consiguiente, Cristo: «era a la vez comprehensor, al poseer la bienaventuranza propia del alma, y viador porque tendía a aquellos elementos de la bienaventuranza que aún le faltaban»[11].

El crecimiento de Cristo

Respecto a las palabras de San Lucas del crecimiento en gracia, en sabiduría y en edad, en la niñez de Cristo (cf. Lc 2, 40 y 52), Santo Tomás hace la siguiente distinción: «Se puede crecer en sabiduría y en gracia de dos maneras. Una, mediante el aumento de los mismos hábitos de sabiduría y gracia (…) otra, en relación con los efectos, en cuanto se realizan obras más sabias y más virtuosas».

En cuanto a la primera «Cristo no creció en ellas». Su sabiduría y su gracia no crecieron nunca desde que recibió tales dones desde el primer momento de su concepción. En relación a sus efectos: «Cristo crecía en sabiduría y en gracia, lo mismo que en edad, porque, a medida que crecía en edad, hacia obras más perfectas, para demostrar que era verdadero hombre, tanto en lo referente a Dios como en lo tocante a los hombres»[12].

No quiere decirse con ello que Cristo estuviese fingiendo. Debe advertirse que, en cuanto hombre, poseía el conocimiento o ciencia beatífica, que da la visión de la esencia de Dios, y una ciencia infusa, o unos conocimientos infundidos directamente por Dios en su entendimiento humano. Además, el alma de Cristo poseyó una ciencia natural o adquirida, porque, «en nuestra naturaleza, Dios ha puesto no sólo un entendimiento posible, sino también un entendimiento agente», es decir, una función del entendimiento que conoce y otra que realiza la abstracción en las imágenes sensibles. Y, como a Cristo no le falta nada de nuestra naturaleza, tiene también un entendimiento agente.

Como: «la propia operación del entendimiento agente es hacer las especies inteligibles en acto, abstrayéndolas de las imágenes (…) se ha de admitir que en Cristo se dieron algunas especies inteligibles recibidas en el entendimiento posible por la acción del entendimiento agente, y esto equivale a admitir en Cristo una ciencia adquirida, o, como algunos dicen, experimental»[13].

Si tenía esta ciencia como nosotros no era porque: «no bastase la plenitud de la ciencia infusa por sí misma para llenar la inteligencia humana, sino porque convenía perfeccionarla también por relación a las imágenes» Además, «la inteligencia humana tiene una doble vertiente. La primera mira a las realidades superiores, y bajo este aspecto el alma de Cristo fue llenada por la ciencia infusa. La otra vertiente mira a las realidades inferiores, esto es, a las imágenes que dicen aptitud para mover a la inteligencia en virtud del entendimiento agente»[14].

No obstante: «la ciencia experimental de Cristo fue siempre perfecta en relación a su edad, aunque no lo fuera en absoluto ni esencialmente, y debido a esto pudo progresar»[15]. Ello: «se desprende del evangelista, que dice que «creció en ciencia y edad» (Lc 2, 50)»[16].

Perfecta e instantánea libertad de Cristo

Ala naturaleza humana de Cristo no le podía faltar tampoco ninguna perfección que un hombre puede alcanzar en su vida. Por ello, indica Santo Tomás que a: «la naturaleza humana que Cristo asumió le conviene la perfección espiritual, en la que no hizo progresos, sino que la tuvo inmediatamente desde el principio».

Además, que Cristo desde su concepción no poseyó la mera perfección de las potencias o hábitos para obrar, porque «la última perfección no consiste en la potencia o el hábito, sino en la operación». De ahí que en: «el primer instante de su concepción, tuvo aquella operación del alma que es posible tener en un instante». Esta actuación se da en las potencias del alma humana, el entendimiento y la voluntad». De manera que «súbitamente y en un instante se realiza la operación del entendimiento y de la voluntad, con mucha mayor rapidez que la visión corporal, porque entender, querer y sentir no es un movimiento que sea «acto de algo imperfecto», que se va realizando sucesivamente, sino que es «el acto de algo que ya es perfecto» (Arist, El alma, III, 7, 1)», de una operación que ya se ha terminado o completado, que, por tanto, no implica indigencia, sino plenitud.

Como en el acto de la libertad, se supone el del entendimiento y el de la voluntad: «es preciso decir que Cristo tuvo el uso del libre albedrío en el primer instante de su concepción»[17].

A esta tesis se le pueden presentar dos dificultades. Una, que si «el uso del libre albedrío consiste en la elección», pues la libertad es la elección de un bien elegido; y, esta «elección presupone la deliberación», no se explica que «Cristo tuviese el uso del libre albedrío en el primer instante de su concepción»[18].

Otra es la siguiente: «el uso del libre albedrío es un acto de la voluntad y de la razón o entendimiento», pero «el acto del entendimiento presupone el acto de los sentidos», Sin embargo, el acto sensible «no puede existir sin la oportuna disposición de los órganos», pero éstos no existían todavía en el primer instante de la concepción de Cristo»[19]. No podía, por tanto, en aquel primer momento tener libre albedrío.

La primera queda resuelta si se tiene en cuenta que la deliberación previa a la elección se da en nosotros «por causa de la incertidumbre», pero la deliberación no la necesitaba Cristo, porque: «así como en el primer instante de su concepción tuvo la plenitud de gracia santificante, así también tuvo pleno conocimiento de la verdad, según las palabras de San Juan, «Lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14)». Por la total perfección de su naturaleza humana, Cristo, como se ha dicho, poseyó además de la ciencia o conocimiento beatífico de la esencia divina, una ciencia infusa por la que conoció en forma de hábito todos los conocimientos naturales, que el hombre racionalmente puede conocer. «De donde, como quien posee la certeza de todas las cosas, fue capaz de elegir al instante»[20].

La segunda se resuelve al advertir que «el entendimiento de Cristo, en virtud de su ciencia infusa, podía entender incluso sin conversión a las imágenes sensibles. Por eso podía darse en Él la operación de la voluntad y del entendimiento sin la operación de los sentidos»[21].

Merecimiento inicial de Cristo

Como el mérito sobrenatural requiere la santificación de la gracia santificante y la libertad, perfeccionada por la misma gracia, y, en Cristo, tal como se ha expuesto, ambas de manera perfecta, las tuvo instantáneamente en su concepción, mereció también de este modo.

Conclusión que explica así Santo Tomás: «Cristo fue santificado por la gracia en el primer instante de su concepción. Pero hay una doble santificación: una, la de los adultos, que se santifican por sus propios actos, y la de los niños que se santifican no por un acto de fe propio, sino por la fe de sus padres o de la Iglesia». Se advierte que: «la primera santificación es más perfecta que la segunda, lo mismo que es más perfecto el acto que el hábito, y lo que existe por sí mismo que lo que existe por mediación de otro».

Dado que: «fue perfectísima la santificación de Cristo, puesto que fue santificado para ser el santificador de los otros, se sigue que Él mismo se santificó por un movimiento de su libre albedrío hacia Dios». Por ello: «este movimiento del libre albedrío es meritorio. De donde se deduce que Cristo mereció en el primer instante de su concepción»[22].

El mérito sobrenatural de Cristo desde el primer instante de su concepción fue pleno y total, pero ello no supone que no pudiera seguir mereciendo, porque: «nada impide, que una misma cosa sea de uno por varios motivos. Y, según esto, la gloria inmortal que Cristo mereció en el primer instante de su concepción, pudo merecerla también por actos y padecimientos posteriores; no en el sentido de que tuviera mayores derechos, sino porque le era debida por varias causas»[23], es decir por otros motivos.

Bienaventuranza instantánea de Cristo

Por último, declara Santo Tomás que: «Cristo, en cuanto hombre, fue bienaventurado en el primer instante de su concepción»[24], gozaba ya, por tanto, de la visión de Dios.

Era así comprehensor o bienaventurado, pero «sólo Cristo fue comprehensor y viador. Gozaba de la visión divina, que es lo propio del comprehensor, aunque su cuerpo permanecía sujeto a las pasiones, lo cual pertenece al viador. Como es propio del viador, en virtud de las cosas buenas que hace por la caridad, merecer para sí o para los demás, Cristo, aun cuando fuese comprehensor, mereció, sin embargo, para sí y para nosotros en lo que hizo y sufrió».

Sin embargo Cristo: «mereció para sí no la gloria del alma, que ya tenía desde el instante de su concepción, sino la gloria del cuerpo, a la que llegó por medio de sus sufrimientos»[25].

Santo Tomás argumenta la tesis de la bienaventuranza perfecta e instantánea de Cristo desde su concepción de Cristo con dos premisas. Por una parte que: «no fue conveniente que Cristo, en el primer instante de su concepción, recibiese sólo la gracia habitual sin su acto, pues recibió la gracia «sin medida». Por otra, que: «la gracia del viador está lejos de la gracia del comprehensor, y, por consiguiente, es menor que la de este último».

Se sigue de ello que Cristo: «recibió, en el primer instante de su concepción, no sólo una gracia tan grande como la que tienen los comprehensores, sino también mayor que todos los comprehensores». Además: «como tal gracia no fue sin su acto, síguese que fue actualmente comprehensor en acto, viendo a Dios por su esencia con mayor claridad que todas las demás criaturas»[26].

Además: «Cristo, por ser Dios y hombre, tuvo también en su humanidad algún privilegio sobre las otras criaturas, que no tuvieron, a saber: el ser bienaventurado desde el mismísimo principio»[27].

 

Eudaldo Forment

 



[1] La imagen es La Anunciación, de Fray Angélico (Fra Giovanni  di Fièsole, 1395-1455).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 33, a. 4, in c.

[3] Ibíd., III, q. 34, a. 1, ad 2.

[4] Ibíd., III, q. 7, a. 9, in c.

[5] Ibíd., III, q. 7, a. 10, in c.

[6] Ibíd., III, q. 7, a. 10, ad 1.

[7] ÍDEM, Compendio de Teología. c. 214, 426.

[8] Ibíd., III, q. 7, a. 1, in c.

[9] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ad 1.

[10] Ibíd., III, q. 7, a. 12, in c.

[11] Ibíd., III, q. 15, a. 10, in c.

[12] Ibíd., III, q. 7, a. 12, ad 3.

[13] Ibíd., III, q. 9, a. 4, in c

[14] Ibíd., III, q. 9, a. 4, ad 2.

[15] Ibíd., III, q. 12, a. 2, ad 2.

[16] Ibíd., III, q. 12, a. 2, ad 1.

[17] Ibíd., III, q. 34, a. 2, in c.

[18] Ibíd., III, q. 34, a. 2, ob. 2.

[19] Ibíd., III, q. 34, a. 2, ob. 3

[20] Ibíd., III, q. 34, a. 2, ad 2.

[21] Ibíd., III, q. 34, a. 2, ad 3.

[22] Ibíd., q. 34, a. 3, in c.

[23] Ibíd., q. 34, a. 3, ad 3.

[24] Ibíd., q. 34, a. 4, sed c.

[25] IDEM., Compendio de Teología, c. 231, 489.

[26] Ibíd., q. 34, a. 4, in c.

[27] Ibid., q. 34, a. 4, ad 3

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