La tiniebla uruguaya
Negras nubes se agolpan en el cielo uruguayo a medida que se acerca la fecha de la probable aprobación en el Senado del proyecto de ley de eutanasia que ya tiene media sanción en la Cámara de Representantes.
Más allá de lo ominoso del momento actual, parece oportuno darle un poco de perspectiva histórica a lo que se está viviendo, y en sentido, hemos creído útil, se irá viendo porqué, partir de la obra de José Enrique Rodó, “Liberalismo y jacobinismo”.
El escritor agnóstico uruguayo reaccionó en su tiempo con este texto ante la propuesta de retirar los crucifijos de los hospitales, que, siendo estatales, hasta ese momento habían sido gestionados por la Iglesia. Recordemos que este libro es de 1906 y en Uruguay la separación entre Iglesia y Estado tuvo lugar en 1917.
Si bien el liberalismo que defendía Rodó, como se ve por esta obra, era también bastante restrictivo, pues estaba de acuerdo en prohibir todo gesto religioso dentro de los hospitales, y sólo protestaba ante la propuesta de retirar los crucifijos, el hecho es que su tesis central es que lo que se presenta como una medida “liberal” es en realidad una medida jacobina, es decir, totalitaria y opuesta radicalmente al liberalismo.
El argumento central de Rodó es que siendo el hospital un lugar de caridad, y siendo Jesucristo el fundador de la caridad, no tiene sentido quitar la imagen de Jesucristo de los hospitales.
Esto no debe extrañarnos, porque la misma Comisión que proponía el retiro de los crucifijos se llamaba “Comisión de Caridad y Beneficencia Pública”.
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Rodó comienza dejando claro que él no es un creyente:
“…por lo que respecta a la personalidad y la doctrina de Cristo — sobre las que he de hablar para poner esta cuestión en el terreno en que deseo, — mi posición es, ahora como antes, en absoluto independiente, no estando unido a ellas por más vínculos que los de la admiración puramente humana, aunque altísima, y la adhesión racional a los fundamentos de una doctrina que tengo por la más verdadera y excelsa concepción del espíritu del hombre.”
Aquí vienen los límites del “liberalismo” de Rodó:
“La Comisión de Caridad inició, hace ya tiempo, la obra de emancipar de toda vinculación religiosa la asistencia y disciplina de los enfermos; y en este propósito plausible, en cuanto tendía a garantizar una completa libertad de conciencia contra imposiciones ó sugestiones que la menoscabasen, llegó a implantar un régimen que satisfacía las más amplias aspiraciones de libertad. Fueron suprimidos paulatinamente los rezos y los oficios religiosos que de tradición se celebraban; fueron retirados los altares, las imágenes y los nichos, que servían para los menesteres del culto. Quedaba, sin embargo, una imagen que no había sido retirada de las paredes de las salas de los enfermos, y esta imagen era la del Fundador de la caridad cristiana.”
Aquí expone su tesis central:
“Un profesor de filosofía que, encontrando en el testero de su aula, el busto de Sócrates, fundador del pensamiento filosófico, le hiciera retirar de allí; una academia literaria española que ordenase quitar del salón de sus sesiones la efigie de Cervantes; un parlamento argentino que dispusiera que las estatuas de San Martín o de Belgrano fueran derribadas para no ser repuestas; un círculo de impresores que acordase que el retrato de Guttenberg dejase de presidir sus deliberaciones sociales, suscitarían, sin duda, nuestro asombro, y no nos sería necesario más que el sentido intuitivo de la primera impresión para calificar la incongruencia de su conducta. Y una Comisión de Caridad que expulsa del seno de las casas de caridad la imagen del creador de la caridad — del que la trajo al mundo como sentimiento y como doctrina — no ofrece, para quien desapasionadamente lo mire, espectáculo menos desconcertador ni menos extraño.”
“…la personificación indiscutida de la caridad, expulsada de un ambiente que no es sino la expansión de su espíritu, por aquellos mismos que ministran los dones de la caridad.”
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Todo esto lleva a Rodó a sostener que la caridad hacia los pobres, enfermos y necesitados es una de las características más nobles de la civilización moderna de la que él forma parte, y que tal caridad es una herencia directa del cristianismo y de nada más que del cristianismo.
“Si la Comisión de Caridad se propone apurar el sentido de este nombre que lleva y evoca para ello la filiación de la palabra, fácilmente encontrará el vocablo latino de donde inmediatamente toma origen; pero a buen seguro que, desentrañando la significación de este vocablo en el lenguaje de la grandeza romana, no hallará nada que se parezca a la íntima, a la sublime acepción que la palabra tiene en la civilización y los idiomas de los pueblos cristianos; porque para que este inefable sentido aparezca, para que el sentimiento nuevo a que él se refiere se infunda en la palabra que escogió, entre las que halló en labios de los hombres, y la haga significar lo que ella no había significado jamás, es necesario que se levante en la historia del mundo, dividiéndola en dos mitades, separando el pasado del porvenir con sus brazos abiertos esa imagen del mártir venerando que el impulso del jacobinismo acaba de abatir de las paredes del Hospital de Caridad. La caridad es creación, verbo, irradiación del fundador del cristianismo. El sentimiento que levanta hospicios para los enfermos, asilos para los menesterosos, refugio para los huérfanos y los ancianos, y los levanta en nombre del amor que identifica al protector y al socorrido, sin condición de inferioridad para ninguno, es — por lo menos dentro de la civilización y la psicología histórica de los pueblos occidentales — absolutamente inseparable del nombre y el ejemplo del reformador a quien hoy se niega lo que sus mismos proscriptores no negarían tal vez a ningún otro de los grandes servidores de la humanidad: el derecho de vivir perdurablemente en imagen, en las instituciones que son su obra, en las piedras asentadas para dar albergue a su espíritu, en el campo de acción donde se continúa y desenvuelve su iniciativa y su enseñanza.”
“El creyente cristiano verá en ella la imagen de su Dios, y en las angustias del sufrimiento físico levantará a ella su espíritu. Los que no creemos en tal divinidad, veremos sencillamente la imagen del más grande y puro modelo de amor y abnegación humana, glorificado donde es más oportuna esa glorificación: en el monumento vivo de su doctrina y de su ejemplo; a lo que debe agregarse todavía que ninguna depresión y ningún mal, y sí muy dignificadoras influencias, podrá recibir el espíritu del enfermo cuyos ojos tropiecen con la efigie del Maestro sublime por quien el beneficio que recibe se le aparecerá, no como una humillante dádiva de la soberbia, sino como una obligación que se le debe en nombre de una ley de amor, y por quien, al volver al tráfico del mundo, llevará acaso consigo una sugestión persistente que le levante alguna vez sobre las miserias del egoísmo y sobre las brutalidades de la sensualidad y de la fuerza, hablándole de la piedad para el caído, del perdón para el culpado, de la generosidad con el débil, de la esperanza de justicia que alienta el corazón de los hombres y de la igualdad fraternal que los nivela por lo alto.”
“…hiere a la misma institución en cuyo nombre se ha tomado ese acuerdo; quitando de ella el sello visible que recordaba su altísimo fundamento histórico: que insustituiblemente concretaba el espíritu del beneficio que allí se dispensa, en nombre de una ley moral que no ha dejado de ser la esencia de nuestra civilización, de nuestra legislación y de nuestras costumbres.”
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Rodó se embarca en una encuesta histórica cuya finalidad es demostrar que al menos por lo que respecta a su influencia en la civilización occidental moderna es solamente Jesucristo el fundador y el origen de la caridad:
“…la cuestión queda lógicamente reducida a investigar los orígenes del sentimiento de la caridad en cuanto se relacionen con la civilización de cuyo patrimonio y espíritu vivimos: la civilización que, tomando sus moldes últimos y persistentes en los pueblos de la Europa occidental, tiene por fundamentos inconcusos: la obra griega y romana, por una parte; la revolución religiosa en que culminó el cometido histórico del pueblo hebreo, por la otra.”
Ante el argumento que dice que antes de Jesucristo ha habido otros que también podrían aspirar al título de “fundador de la caridad”, la respuesta de Rodó es que, dejando de lado la cuestión de si efectivamente ha sido así, el hecho es que ni Confucio, ni Buda, ni Zoroastro, han influido en nuestra civilización para insertar en ella la idea de la caridad, ni de lejos, como lo ha hecho Jesucristo.
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Respecto de la religión egipcia, dice, no sin dejar ver su errónea concepción de la constitución del dogma cristiano:
“Lo que cabe preguntar desde luego es si la originalidad y virtud de la moral cristiana, como ley de amor extendida a todos los hombres, ha podido venir del seno del Libro de los muertos; y para esta pregunta la respuesta negativa se impone con absoluta certidumbre, siendo indudable que lo que la tradición de los egipcios haya proporcionado para la constitución del dogma cristiano, podrá referirse a la parte teológica o teogónica, pero nunca al espíritu y la expansión de la moral, que aquel pueblo de formulistas y canonistas, con su inmovilidad hierática y su egoísmo desdeñoso y estrecho, jamás hubiera sido capaz de infundir, por su propia eficacia, en el organismo de una fe apta para propagarse e imponerse al mundo.”
Culmina esta parte de su encuesta histórica de este modo:
“Y esta razón decisiva nos exime de entrar en argumentos de otro orden, y juzgar el árbol por sus frutos, según enseña el Evangelio: el valor de la doctrina por los resultados de la aplicación; y mostrar a la China de Confucio momificada en el culto inerte de sus tradiciones; al Tibet y la Indo-China de Buda durmiendo, bajo el manzanillo del Nirvana, el sueño de la servidumbre; a la Persia de Zoroastro olvidada de su originalidad y su grandeza, para echarse á los pies del islamismo; y a la Europa y la América de la civilización cristiana, manteniendo en alto la enseña capitana del mundo sobre quinientos millones de hombres, fortalecidos por la filosofía de ia acción, de la esperanza y de la libertad.”
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Luego considera la religión del Antiguo Testamento:
“La caridad — puede, efectivamente, decírsenos, — estaba toda en el espíritu y la letra de la ley antigua. El amor del pobre, del desamparado, del vencido, es la esencia misma de esa clamorosa predicación de los profetas, que constituye el más penetrante grito de la conciencia popular entre las resonancias de la historia humana. No hay más efusión de caridad en las parábolas del Evangelio que en las sentencias del Deuteronomio o en la poesía de los Salmos. La glorificación del esclavo, del humilde, no necesitaba ser revelada por Jesús al pueblo que había probado por sí mismo las amarguras del esclavo, durante la larga noche de su cautiverio. ¿En qué consiste entonces la originalidad moral de la ley nueva? ¿En qué consiste que la caridad deba llevar el sello de Jesús y no el sello de Moisés o Isaías? Apenas aparece necesario decirlo. En que la Ley y los profetas fueron una obra eminentemente nacional, y la obra de Jesús fue una obra esencialmente humana; en que la Ley y los profetas predicaban para su pueblo y Jesús predicaba para la humanidad; en que la caridad de la Ley y los profetas no abrazaba más que los límites estrechos de la nacionalidad y de la patria, y la caridad de Jesús, mostrando abierto el banquete de las recompensas á los hombres venidos de los cuatro puntos del horizonte, rebosaba sobre la prole escogida de Abraham y llenaba los ámbitos del mundo.”
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Toca el turno a la filosofía griega:
“Pero si injusto sería desconocer la gloria de estos precedentes, aún más injusto sería exaltarla hasta el punto de anular por ella la originalidad de Jesús. Desde luego— y esto bastaría a nuestro propósito — lo que entendemos por caridad no tiene marco que ocupar en la doctrina socrática. El sentido cristiano de la caridad es el bien practicado sin condiciones: aun a cambio del mal recibido, y aun con la presunción de la ingratitud del mal. Y la moral de Sócrates nunca pasó de la noción de justicia que se define activamente por la retribución del bien con el bien, y que frente al mal sólo prescribe la actitud negativa de no retribuirlo con el mal. No es, en lo que tiene de activo, más que la relación armoniosa que el maravilloso instinto plástico de la fábula griega había personificado en las tres Gracias: la que concede el beneficio, la que lo recibe y la que lo devuelve. Las Gracias formaban un grupo inseparable y la tercera nunca quedó aparte de las otras.”
“Esta consideración sería suficiente — insisto en ello — para eliminar la oportunidad de la cita; pero aun cuando se concediera que la enseñanza recogida por Jenofonte y por Platón entrañase una moral tan alta como la que se propagó desde las márgenes del Genezareth, siempre quedaría subsistente la diferencia esencialísima que se refiere a la eficacia y la extensión de ambas iniciativas morales. Por más que Sócrates predicase en la plaza pública y hablara al pueblo en el lenguaje del pueblo, su reforma nacía destinada á no prevalecer sino en las altas regiones del espíritu. Su ley moral partía de la eficiencia del conocimiento; de la necesidad de la sabiduría como inspiración de la conducta; y esta concepción aristocrática, que limitaba forzosamente la virtud a un tesoro de almas escogidas, llevaba en sí misma la imposibilidad de popularizarse y universalizarse. De Sócrates no hubiera podido surgir jamás, para la transformación del mundo, una pasión ferviente ni un proselitismo conquistador. Instituyó sí una orientación filosófica perdurable, un fundamentó racional y metódico que perseveró en las construcciones de la ciencia helénica; y que, en la relación de la moral, produjo ideas que, en Platón y sus discípulos, se elevan a menudo a una alta noción de la solidaridad humana y a conceptos no distantes de la caridad; desenvolviendo esa teoría de amor que había de ser el más eficaz elemento que hallaría el cristianismo naciente para asimilarse y apropiarse la obra de la filosofía. Pero nunca esta moral trasciende del ambiente de la escuela y se levanta en llama capaz de inflamar y arrebatar las almas, determinando una revolución que modifique los moldes de la realidad social y convierta sus principios en sentido común de los hombres. Nada era menos conciliable con la íntima serenidad del genio griego que el instinto de la propaganda moral apasionada y simpática, de donde nacen los grandes movimientos de reforma social o religiosa.”
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Pasa entonces a los romanos:
“En el espíritu romano — tributario, como es bien sabido, del griego, en todo lo que no surgió de su ruda y soberbia espontaneidad,— el hecho histórico es que la caridad no tiene, antes del auge del estoicismo, precedentes más intensos ni extensos, en la teoría ni en la conducta, que los que cabe hallarle dentro de Grecia; a pesar de los conceptos puramente abstractos, sin fuerza de propaganda y realización, que — como el “caritas generis humani” ciceroniano — puedan entresacarse para demostrar la oportunidad con que nuestro replicante haya procedido en sus citas de Cicerón, Horacio y Lucrecio.”
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Y en particular considera el estoicismo:
“Llegan las vísperas de la regeneración del mundo. La filosofía clásica parece aspirar, en aquella expectativa inconsciente, a un sentido más activo y revolucionario, que la convierta en fuerza de sociabilidad y en inspiración de la voluntad individual; y sobre el desborde de todas las abyecciones y todas las concupiscencias, se propaga la moral a que el conferenciante alude con los nombres de Epicteto, Séneca y Lucano: se propaga la moral del estoicismo, por quien la escuela adquiere ciertos visos de religión; por quien el convencimiento asume ciertos caracteres de fe; por quien la razón teórica tiende a infundirse y encarnarse en la eficiente realidad de la vida. El estoicismo trajo como fermento de su moral la idea más alta que se hubiera profesado nunca, de la igualdad de los hombres: lo mismo en la relación del ciudadano al extranjero que en la del señor al esclavo: preconizó la dignidad del dolor; exaltó la aprobación de la conciencia sobre los halagos del mundo; y produjo su magnífica flor de grandeza humana en el alma perfecta de Marco Aurelio. ¿Con qué conquista positiva, con qué adelanto tangible en la práctica de la benevolencia y la beneficencia, contribuyó, entretanto, el estoicismo al advenimiento de la caridad?… Tal vez con algún alivio en la suerte del esclavo cuando el señor era estoico; tal vez con algún influjo en las modificaciones de la legislación para mitigar las diferencias sociales; pero ningún resultado práctico nació del estoicismo que, ni remotamente, se hallara en proporción con la teoría ni prometiese en él la aptitud de realizarla por sus fuerzas. Faltaban a aquella última y suprema fórmula de la moral pagana el jugo de amor y la energía comunicativa; y su virtud apática, su deber de abstención y resistencia, capaces de suscitar dechados de austeridad individual, pero ineptos para remover el fondo de la conciencia común y arrancar de ella el ímpetu de una reforma, permanecían con la inmovilidad del mármol ante el espectáculo de aquel orden moral que se disolvía y de aquel mundo que se desmoronaba.”
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Culmina así su análisis del legado griego (que de algún modo hicieron suyo también los romanos):
“Esto es todo cuanto el mundo clásico ofrece como precedentes del sentimiento cristiano de la caridad. La dominación espiritual de Grecia dio a la unidad romana el resplandor de las ideas, la selección de las costumbres, el timón del criterio, la aguja magnética del gusto; pero no le dio la regeneración moral.”
“No he de ser yo quien propenda á amenguar la autoridad con que Grecia preside en lo más bello y más sólido de nuestro pensamiento. Aquel pueblo único produjo para la humanidad su obra cien veces gloriosa; y ella dura y durará por los siglos de los siglos. Sin la persistencia de esta obra, el cristianismo sería un veneno que consumiría hasta el último vestigio de civilización. Las esencias más salutíferas, los específicos más nobles, son terribles venenos, tomados sin medida ni atenuante. Es una gota de ellos lo que salva; pero no por ser una gota deja de ser la parte esencial en la preparación con que se les administra. Lo que en la redoma del farmacéutico da el olor aromático, el color, la eficacia medicinal, la virtud tónica, es a menudo una gota diluida en muchas partes de agua. El agua fresca y preciosísima, el agua pura de la verdad y la naturaleza, es lo que Grecia ha suministrado al espíritu de nuestra civilización. Agradezcamos esta agua; pero no desconozcamos por eso la gota de quintaesencia que la embalsama, y le da virtud de curar, y la guarda de que se corrompa.”
“La obra de Grecia, no sólo no arraigó en la conciencia humana el sentimiento de la caridad, sino que implícitamente lo excluía. Cada civilización, cada raza considerada como factor histórico, son un organismo cuyas fuerzas convergen necesariamente a un resultado que, por naturaleza, excluye la posibilidad de otros bienes y excelencias que aquellos que están virtualmente contenidos en el principio de su desenvolvimiento. No se corona el rosal con las pomas del manzano; no tiene el ave de presa el instinto de la voz melodiosa; ni a las razas que recibieron el don del sentimiento estético y la invención artística, fue concedida la exaltación propagadora en materia de moral y de fe. La obra de Grecia era el cultivo de la perfección plástica y serena: la formación de la criatura humana noble, fuerte, armoniosa, rica de facultades y potencias para expandirse, con la alegría de vivir, en el ambiente luminoso del mundo; y en la prosecución de esta obra, el débil quedaba olvidado, el triste quedaba excluido, la caridad no tenía sentido atendible ni parte que desempeñar. Donde la libertad, no acompañada por un vivo sentimiento de la solidaridad humana, es la norma suprema, el egoísmo será siempre la sombra inevitable del cuadro. La compasión, nunca muy tierna ni abnegada, ni aún entre los vinculados, por los lazos de la ciudadanía, tocaba su límite en la sombra donde habitaban el esclavo y el bárbaro. Un día, se presentó en el Areópago de Atenas, un judío desgarbado y humilde, que hablaba, con palabras balbucientes, de un dios desconocido, de una ley ignorada, de una era nueva… Su argumentar inhábil hizo sonreír a los filósofos y los rétores, iniciados en los secretos de la diosa que comunica los dones de la razón serena y de la irresistible persuasión. El extranjero pasó; ellos quedaron junto a sus mármoles sagrados, y nadie hubiera podido hacerles comprender entonces por qué, con la dirección moral de su sabiduría, el mundo se había rendido a la parálisis que le mantenía agarrotado bajo la planta de los Césares, y por qué Pablo de Tarsos, el judío de la dialéctica torcida y la palabra torpe, llevaba consigo el secreto de la regeneración del mundo.”
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Interesante el apartado sobre la sorprendente propuesta de sus adversarios de poner junto al crucifijo el retrato de Kant:
“La confusión de tan conocidos límites se revela en su plenitud cuando indica el doctor Díaz la justicia de erigir junto al crucifijo, en caso de habérsele dejado subsistente, un retrato de Kant… ¿Qué he de pensar de esta idea novedosa? Sería una ridiculez pedantesca colgar la imagen de Kant de las paredes de los hospitales. Y en verdad que mal podía el ilustrado autor de la conferencia haber escogido nombre más apropiado que el de Kant para poner precisamente de relieve la inconsistencia de este género de contraposiciones, que se fundan en la identificación absurda de lo que no puede identificarse jamás: la obra del pensador con la obra del apóstol; la fórmula abstracta con la iniciativa creadora. Porque Kant personifica, por excelencia, la moral abstraída de todo jugo y calor de sentimiento, vale decir: privada de todo dinamismo eficaz, de toda fuerza propia de realización; y en este sentido ofrece el medio de demostración más palpable que pueda apetecerse para patentizar la diferencia que va de la esfera de la ciencia pura a la esfera de la voluntad inspirada. El moralista de Koenisberg podría haber vivido tantos miles de años como los dioses de la mitología brahmánica y haber razonado y enseñado otros tantos en su cátedra de filosofía, admirando, según sus célebres palabras, «el espectáculo del cielo estrellado sobre su cabeza y el sentimiento del deber en el fondo de su corazón»; y podría haber hecho todo esto sin que su moral estoica conmoviese una sola fibra del corazón humano ni hiciera extenderse jamás una mano egoísta para un llamado de perdón o para un acto de generosidad. En cambio, una palabra apasionada y un acto de ejemplo, de Jesús o de Buda, de Francisco de Asís o de Lutero, de Mahoma o de Bab, es una sugestión que convierte en dóciles sonámbulos a los hombres y los pueblos. «Aquel que ame a su padre o a su madre más que a mí, no venga conmigo»: sólo el que tiene fuerzas para decir esto e imponerlo, es el que funda, es el que crea, es el que clava su garra de diamante en la roca viva de la naturaleza humana. ¿Cuándo adquiriría derecho el retrato de Kant para figurar, frente á la imagen de Jesús, en las salas de las casas de caridad? Cuando la moral de Kant hubiera desatado, como la de Jesús, torrentes de amor, de entusiasmo y de heroísmo; cuando hubiera impulsado la voluntad de sus apóstoles a difundirse para la conquista del mundo, y la voluntad de sus mártires a morir en la arena del Coliseo; cuando hubiera levantado las piedras para edificar hospicios y los corazones para el eterno sursum corda de una fe.”
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Viene también una comparación entre Jesucristo y el filósofo judío Filón de Alejandría:
“El ejemplo puede encontrarse sin salir de junto al fundador del cristianismo. Ese Filón cuyo nombre citaba el doctor Díaz entre los de los precursores de la caridad cristiana, era lo que Jesús no fué nunca: hombre de ciencia, hombre de sabiduría reflexiva y metódica. Ajustó la tradición hebraica a los moldes del raciocinio griego, y su espíritu condensaba el ambiente de aquella Alejandría donde el saber occidental y el oriental juntaron en un foco sus luces. Y por obra de Filón, la ciencia planteó simultáneamente con las prédicas de Galilea su tentativa de legislación moral, para llegar a resultados teóricamente semejantes. ¿Cuál de ambas prevaleció; cuál de ambas dio fruto que aplacase el hambre de fe y esperanza, del mundo? El nombre de Filón sólo existe para la erudición histórica, y Jesús gobierna, después de veinte siglos, millones de conciencias humanas.”
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Y finalmente considera las realizaciones modernas de la caridad, que se presentan como realzadas por el prestigio de la ciencia:
“Nada hay, por otra parte, en las conclusiones de la moderna indagación científica, que, ni aun teóricamente, menoscabe la persistencia de la obra de Jesús. Si alguna relación debe establecerse entre los resultados de la ciencia en sus aplicaciones morales y sociales, y los principios de la ley cristiana, no es ciertamente la de que los unos anulen o sustituyan a los otros; sino, por el contrario, la relación, gloriosísima para el fundamento histórico de nuestra civilización, de que, buscando la ciencia una norma para la conducta individual y una base para la sociedad de los hombres, no haya arribado a conclusiones diferentes de las que estaban consagradas en la profesión de fe con que se orientó la marcha de la humanidad en el más brusco de los recodos de su senda. Llámese al lazo social fraternidad, igualdad o solidaridad; llámese al principio de desinterés caridad, filantropía o altruismo, la misma ley de amor se impone confirmando como elementos esenciales de la sociabilidad humana, como substratum de todas las legislaciones durables, los viejos principios con que se ilumina en la infancia el despertar de nuestras conciencias: «Amaos los unos a los otros». «No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a tí». «Perdona y se te perdonará». «A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César». La ley moral adoptada en el punto de partida por iluminación del entusiasmo y de la fe, reaparece al final de la jornada, como la tierra firme en que se realizase la ilusión del miraje…”
Es decir, Rodó sostiene claramente que los ideales modernos de caridad, solidaridad, filantropía simplemente no existirían a no ser por el influjo de las enseñanzas y el ejemplo de Jesucristo.
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En lo que sigue somos tributarios de la ayuda de ChatGPT. La idea es ver si los datos históricos confirman lo que dice Rodó en esas páginas.
Existían ciertas formas de atención a los enfermos y pobres antes del cristianismo, pero eran muy limitadas, no institucionales y motivadas por razones distintas a la caridad universal que introduce el cristianismo.
En el mundo grecorromano existía la Asclepeia (templos de Asclepio). Eran santuarios dedicados al dios de la medicina, Asclepio, que funcionaban como una mezcla de templo y sanatorio. Los enfermos acudían allí para rituales de purificación, sacrificios y “incubatio” (dormir en el templo esperando que el dios les diera un sueño sanador). Ejemplo: el Asclepeion de Epidauro o el de Cos (donde estuvo Hipócrates). Había cierto conocimiento médico práctico, pero no un servicio sistemático para todos los enfermos, y mucho menos para los pobres.
En las ciudades grandes había médicos contratados por el Estado (por ejemplo, en Atenas o en el Imperio Romano) para atender a los ciudadanos. Sin embargo, la atención médica era profundamente estratificada: los ricos podían pagar tratamientos; los pobres quedaban desatendidos. No existía la idea de que los enfermos pobres tuvieran una dignidad intrínseca que exigiera cuidado gratuito.
Algunos ricos practicaban la “euergetia”, es decir, la beneficencia cívica: financiar obras públicas, juegos o alimentos. Pero esta beneficencia buscaba honor y prestigio, no la caridad en sentido personal o universal. No incluía normalmente el cuidado directo de enfermos; eso era visto con desprecio (los enfermos eran impuros o inútiles para la polis).
En Egipto había médicos al servicio del faraón y de los templos, y se conocen papiros médicos (como el Ebers) con tratamientos. Había curaciones rituales en templos, pero sin un sistema de atención pública. En Mesopotamia existían hechiceros-médicos (“āšipu”) y herbolarios (“asu”), que atendían según pago o condición. En el zoroastrismo persa, se valoraba la pureza corporal y había normas de higiene, pero no instituciones dedicadas al cuidado de enfermos pobres.
En la India budista existían hospicios o casas de reposo para monjes enfermos, y algunos textos mencionan la compasión hacia los enfermos como virtud. El emperador Ashoka (siglo III a.C.) ordenó la construcción de hospitales para hombres y animales; es uno de los casos más tempranos de atención organizada. En China, los médicos tradicionales atendían bajo patronazgo, pero sin un concepto de hospital o caridad universal.
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Cuando llega el cristianismo (siglo I d.C.), introduce una transformación radical. El enfermo es visto como imagen de Cristo sufriente (cf. Mt 25,36: “estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.”). El cuidado del enfermo y del pobre se convierte en deber religioso universal, no en un gesto de prestigio o favor. Surgen instituciones inéditas: diaconías (centros de atención de la comunidad), xenodochium (hospital para peregrinos y enfermos), nosocomium (hospital propiamente dicho), orfanatos y leprosarios. Los primeros hospitales propiamente dichos (como el fundado por san Basilio el Grande en Cesarea, siglo IV) son obra cristiana, y su modelo se extenderá por todo el Imperio.
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El juramento hipocrático constituye una de las cimas morales del pensamiento antiguo en relación con la medicina. Pero precisamente por eso resulta tan iluminador comparar su ética profesional con la concepción cristiana de la caridad hacia los enfermos, porque ambas parten de premisas distintas y llegan a resultados también distintos, aunque compatibles en algunos aspectos.
El texto clásico (siglo V a.C., atribuido a Hipócrates o a su escuela) dice en una de sus versiones más antiguas:
“Aplicaré los regímenes para el bien de los enfermos, según mi capacidad y mi juicio, y nunca para causar daño o injusticia. No daré a nadie un fármaco mortal, aunque me lo pida, ni sugeriré tal consejo. Tampoco daré a una mujer un pesario abortivo. […] En toda casa entraré para beneficio de los enfermos, absteniéndome de todo daño voluntario y corrupción.” (Corpus Hippocraticum, Iusiurandum)
Expresa una ética del deber profesional fundada en el bien objetivo del paciente (to sumpheron). Condena el homicidio, el aborto y la corrupción sexual: sorprendente altura moral para la época. Impone confidencialidad, continencia y respeto por la vida. Se basa en la virtud del médico como servidor del orden natural y del equilibrio corporal (physis).
Pero su marco sigue siendo naturalista y elitista. Pese a su nobleza, el juramento hipocrático no parte de la igualdad ontológica de todos los hombres, sino del deber profesional del médico hacia quien lo contrata o acude a él. El enfermo no es objeto de compasión universal, sino sujeto de un arte (téchnē) que busca restablecer la armonía natural. No incluye el cuidado del pobre por deber moral, sino el ejercicio recto de la técnica médica. La motivación no es el amor al prójimo, sino la fidelidad al arte y al honor del oficio. Por eso, aunque el médico hipocrático podía ser profundamente ético, no existía la institución social de la misericordia médica.
El cristianismo no reemplaza la ética profesional, sino que la trasciende con un principio nuevo: “Estuve enfermo, y me visitasteis” (Mt 25,36). “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” (Mt 25,40). De aquí derivan tres novedades: la motivación teológica: el cuidado del enfermo no es sólo técnico ni filantrópico, sino acto de amor a Cristo; la universalidad: todos los enfermos, ricos o pobres, dignos o indignos, tienen igual valor ante Dios, la institucionalización de la caridad: surgen los hospitales y órdenes hospitalarias como deber comunitario, no sólo profesional.
No obstante, hay una convergencia profunda: el cristianismo hereda y eleva el humanismo hipocrático, al incorporarlo a una visión teológica de la persona. Por eso, los médicos cristianos de la Antigüedad tardía —como san Cosme y san Damián, o más tarde las órdenes hospitalarias medievales— mantienen el ideal hipocrático pero le dan un nuevo fundamento espiritual. De hecho, muchos comentaristas cristianos antiguos vieron en Hipócrates una prefiguración de la moral cristiana, del mismo modo que vieron en Sócrates un anuncio de la sabiduría divina.
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La historia del hospital en Occidente es, en realidad, la historia de cómo la caridad cristiana transformó la antigua filantropía y las prácticas médicas dispersas del mundo grecorromano en una institución permanente de servicio al enfermo y al pobre. A grandes rasgos, puede dividirse en cinco grandes etapas:
1. El mundo antiguo precristiano: templos, curanderos y beneficencia privada. En Grecia y Roma no existían hospitales en sentido institucional. Los templos de Asclepio (Asclepeia) funcionaban como centros de curación ritual: los enfermos dormían allí (incubatio) esperando sueños sanadores. Los médicos hipocráticos (siglo V a. C.) ejercían la medicina como arte racional, pero su atención era privada y profesional, no caritativa. En Roma existían los valetudinaria, pequeñas enfermerías para soldados o esclavos de las grandes casas, pero no abiertas al pueblo. La filantropía pagana, como la entendían los estoicos o los emperadores “benéficos”, era una virtud cívica o una forma de mecenazgo, no de servicio a los pobres por sí mismos.
En resumen: no había una institución pública o privada dedicada a cuidar gratuitamente a los enfermos pobres.
Con el cristianismo surge una nueva motivación: la caridad como amor a Cristo en el prójimo (cf. Mt 25,36: “estuve enfermo y me visitaste”). Los primeros hospitales (xenodochia, nosocomia) aparecen tras la paz constantiniana (313). San Basilio el Grande (†379) funda en Cesarea la Basileiad, un complejo con hospital, hospicio y leprosería, considerado el primer hospital organizado de la historia. En Occidente, san Benito y los monasterios benedictinos establecen “infirmariae” para monjes y peregrinos, germen de los hospitales medievales. El hospital nace como institución de caridad cristiana: gratuito, estable y dirigido a los más necesitados, no sólo a los ciudadanos útiles.
En la Edad Media (siglos VII–XV), los monasterios mantienen y multiplican hospitales junto a sus claustros. Las órdenes hospitalarias (p. ej. los Caballeros Hospitalarios de San Juan, los Antonianos, los Teutónicos) combinan atención sanitaria y servicio espiritual. En las ciudades medievales surgen hospitales fundados por catedrales, cofradías y benefactores laicos, muchas veces dedicados a pobres, huérfanos o peregrinos. Ejemplo célebre: el Hôtel-Dieu de París (fundado en el siglo VII). El hospital se consolida como obra de misericordia institucional, con reglamentos, enfermeros, capellanes y médicos.
En la Edad Moderna (siglos XVI–XVIII) se da la profesionalización y el control estatal de la medicina. Con la Reforma y la Contrarreforma, las órdenes religiosas femeninas (como las Hermanas de la Caridad) desempeñan un papel decisivo. Surgen hospitales especializados (orfanatos, manicomios, lazaretos). En el siglo XVIII, los Estados comienzan a intervenir: higienismo, regulación sanitaria, enseñanza médica en hospitales. Ejemplo: el Hôtel-Dieu de París se convierte en modelo clínico. La caridad cristiana convive con la racionalización ilustrada: el hospital se vuelve también escuela de medicina y herramienta del Estado.
En la época contemporánea (siglos XIX–XXI) se pasa de la caridad a la asistencia pública. El siglo XIX ve la creación de sistemas hospitalarios públicos y hospitales universitarios. Las órdenes religiosas siguen siendo protagonistas (p. ej. San Juan de Dios, Hermanas Hospitalarias). En el siglo XX, con el Estado del bienestar, la atención médica gratuita se seculariza, pero hereda la estructura y el espíritu de servicio del hospital cristiano. Hoy, el hospital combina tres funciones: caridad (en origen), ciencia (en la práctica médica) y organización (en la gestión estatal o privada).
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A grandes rasgos, en el mundo pagano antiguo —griego, romano y oriental— la pobreza no era considerada una realidad digna en sí misma, ni el pobre era visto como alguien que mereciera cuidado o respeto por su sola condición. Más bien, era vista como un mal, una desgracia o una inferioridad natural, y la ayuda a los pobres se concebía desde motivos cívicos, honoríficos o políticos, no como deber moral universal ni religioso.
En la Grecia clásica la pobreza (penía) era considerada una limitación indigna del ciudadano libre. El pobre no tenía tiempo para la vida contemplativa ni para participar plenamente en la polis. Aristóteles, en la Política (IV, 11, 1295b), teme el predominio de los pobres porque conduce a la demagogia; el ideal es el término medio, la clase media. El mendigo (ptôchos) era visto con desdén o compasión pasajera, pero no como sujeto de derechos. La beneficencia existía, pero como virtud de los ricos nobles: la euergetía, es decir, la “buena acción” del ciudadano rico que dona dinero a la ciudad (construcciones, espectáculos, templos).
Su finalidad era honorífica y política, no humanitaria: el rico buscaba fama y gratitud pública. Los filósofos cínicos (como Diógenes) invierten esta escala: hacen de la pobreza voluntaria una forma de libertad espiritual. Pero su ideal es individualista y ascético, no social.
En Roma, la pobreza (paupertas) tenía una connotación ambigua: podía ser despreciable en el vulgo, pero aceptable en el ciudadano virtuoso si era sobrio y trabajador.
Ejemplo: el viejo ideal republicano del campesino austero (como Catón o Fabricio). Sin embargo, el pobre urbano (miser, egenus) era objeto de limosnas esporádicas o distribuciones públicas (annona, pan y circo), destinadas a mantener el orden y el favor político. La filantropía romana (humanitas) se entendía como civilidad, benevolencia o cultura humanística, no como compasión activa por los necesitados. El esclavo ni siquiera entraba en esta categoría: era una cosa (res), no un pobre ciudadano.
En los códigos orientales (como el Código de Hammurabi, siglo XVIII a.C.), hay cierta preocupación por los débiles —viuda, huérfano, pobre—, pero siempre como objetos de justicia real, no de amor personal. El rey debía protegerlos para mantener el orden y la armonía cósmica, no por un valor intrínseco de la persona pobre. En Egipto o Persia se exhorta a ser justo con el pobre, pero se le sigue viendo como una carga social o un signo del desorden.
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El cristianismo revoluciona por completo esta visión. El pobre es imagen de Cristo (“Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis”, Mt 25,40). La pobreza ya no es simple carencia, sino estado espiritual de bienaventuranza (“Bienaventurados los pobres de espíritu”). El deber de ayudar deja de ser cívico o voluntario y se vuelve mandato moral universal, fundado en la dignidad de toda persona humana creada a imagen de Dios. Nacen instituciones permanentes: hospitales, orfanatos, albergues, hospicios, sostenidos por caridad.
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La visión del enfermo en el mundo antiguo está muy unida a la del pobre, y su comparación con la concepción cristiana muestra, quizá más que en ningún otro punto, la revolución antropológica del cristianismo.
A grandes rasgos, el paganismo antiguo veía la enfermedad como algo que debía evitarse, temerse o aislarse, más que como algo que debía ser acompañado o aliviado por compasión.
Podemos distinguir tres planos: religioso, filosófico y social.
En el plano religioso: la enfermedad aparecía como castigo o impureza. En las religiones antiguas —egipcia, mesopotámica, griega, romana— la enfermedad se entendía en general como castigo divino o consecuencia de una falta moral o ritual. En la Ilíada (I, 9 ss.), Apolo envía una peste al ejército aqueo porque Agamenón ofendió a su sacerdote. En Roma, los piacula (sacrificios expiatorios) se ofrecían para aplacar a los dioses ante epidemias. Desequilibrio cósmico o contaminación: el enfermo podía considerarse impuro o portador de un mal espiritual. En Grecia, ciertos males (como la lepra o la epilepsia) se interpretaban como “miasma”, contaminación ritual. Por eso, los enfermos graves eran aislados o abandonados, no cuidados.
Los enfermos eran objeto de intervención mágica o religiosa, no de cuidado humano. Los templos de Asclepio (Esculapio en Roma) eran centros de sanación ritual, no hospitales. El enfermo debía dormir en el templo (incubatio) esperando un sueño revelador del dios. La curación era atribuida al poder divino, no al esfuerzo humano o compasión del médico. La religión pagana no veía al enfermo como persona sufriente a quien ayudar por amor, sino como alguien que debía purificarse o aplacar a los dioses.
En el plano filosófico, la enfermedad se ve como defecto natural o moral. Para los filósofos naturalistas y racionalistas (Hipócrates, Aristóteles), la enfermedad era un desequilibrio físico (dyskrasia) de los humores. El médico es un técnico, no un servidor del prójimo. El enfermo es un paciente a corregir, no un hermano a acompañar.
Para los estoicos, la enfermedad era un mal indiferente: no es un mal moral, sino una ocasión para ejercitar la virtud de la fortaleza. Séneca dice: “El sabio puede estar enfermo, pero no desgraciado.” (Epist. 78, 15). Es decir, el dolor físico no compromete la felicidad del sabio; el sufrimiento se afronta con serenidad, no con compasión hacia otros.
Para los epicúreos, la salud era el bien natural más alto porque permitía el placer moderado. Por eso, el enfermo era objeto de lástima, pero no de ayuda activa: la enfermedad le priva de su fin natural, el placer.
En todos los casos, la enfermedad no tiene dimensión moral positiva, ni suscita un deber universal de asistencia.
En el plano social, el enfermo es ante todo una carga o peligro. En Grecia y Roma, los enfermos crónicos, los leprosos, los locos o los mutilados eran generalmente excluidos. En Esparta, los niños deformes eran arrojados al Taigeto (Plutarco, Licurgo, 16). En Roma, los enfermos sin recursos dependían de sus familias o eran abandonados en la calle. No existían hospitales públicos ni cuidados institucionales. Las valetudinaria (del latín valetudo, salud) eran enfermerías privadas para esclavos o soldados, con finalidad económica, no caritativa. Cuando se practicaba alguna ayuda, era interesada o cívica: se daban banquetes públicos o distribuciones en tiempos de epidemia, pero no como expresión de compasión, sino de control político. La idea de cuidar al enfermo por ser humano y vulnerable no existía como principio moral.
El cristianismo introduce una antropología completamente nueva: el enfermo es Cristo mismo sufriente: “Estuve enfermo, y me visitasteis” (Mt 25,36). Cuidar al enfermo se convierte en obra de misericordia y camino de salvación. La enfermedad no es impureza ni castigo, sino ocasión de santificación y de caridad: “Si sufrimos con Él, también seremos glorificados con Él” (Rom 8,17). El enfermo tiene dignidad sagrada. Surgen los hospitales y enfermerías monásticas, donde el cuidado es gratuito y personal. San Basilio funda en Cesarea (s. IV) el primer hospital institucional. San Benito ordena en su Regla: “Antes que nada y sobre todo, se tenga cuidado de los enfermos, y se los sirva como a Cristo.” (Regula, cap. 36). Así, la medicina y la caridad se unen: cuidar al cuerpo se convierte en acto de amor al alma y a Dios.
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Tanto el aborto como la eutanasia existían en el mundo antiguo pagano, y en general no estaban prohibidos moral ni legalmente, aunque se regulaban según las conveniencias familiares, médicas o políticas.
Solo con el cristianismo se afirma por primera vez el principio universal de que la vida humana es sagrada desde la concepción hasta la muerte natural.
En Grecia el aborto era práctica común y socialmente aceptada, sobre todo en casos de adulterio, pobreza o control demográfico. Platón, en La República (V, 460c), propone que los gobernantes autoricen el aborto para evitar nacimientos inconvenientes: “De las mujeres que queden preñadas fuera del tiempo establecido, los gobernantes dispondrán que el fruto no vea la luz.” Aristóteles, en Política (VII, 1335b), dice: “Debe haber una ley que prohíba criar a los hijos deformes, y si hay exceso de nacimientos, se practicará el aborto antes de que haya sensación y vida.” La distinción entre “antes” y “después de la sensación” equivale a admitir el aborto temprano.
La ley no castigaba el aborto; solo podía haber sanciones privadas si se hacía sin el consentimiento del marido.
En Roma, el aborto también era permitido, y muchas veces obligado por el paterfamilias. El feto no era considerado persona (nasciturus pro iam nato habetur solo en derecho sucesorio posterior). Ulpiano (jurista del siglo II) lo dice claramente: “El que aún está en el seno materno no se tiene por hombre.” (Digestos, 25.4.1). El aborto solo era punible si se hacía contra la voluntad del padre (pérdida de su descendencia legítima). Sorano de Éfeso, médico del siglo II, dedica un capítulo de su Gynaecia a “cómo provocar un aborto seguro” —lo trata como procedimiento técnico.
En resumen: el aborto era legal, frecuente y socialmente aceptado; se lo consideraba un asunto familiar o médico, no moral.
Los estoicos sostenían que el feto no tenía alma hasta el nacimiento (el alma se recibe con la primera respiración). Por eso, no había homicidio en abortar. La filosofía moral pagana valoraba la vida útil, no la vida como tal.
El cristianismo introduce una concepción absolutamente nueva. Desde los primeros siglos, los textos cristianos equiparan el aborto con el homicidio. “No matarás al niño por aborto ni al recién nacido.” (Didaché, II, 2, siglo I).
“A los que usan medicinas abortivas se los considerará homicidas.” (Tertuliano, Apologeticum IX, 8).
San Basilio el Grande (Carta 188) afirma: “La mujer que destruye voluntariamente su fruto incurre en homicidio.”
Los concilios locales (Elvira, 305) imponen penas canónicas al aborto.
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En Grecia el suicidio voluntario podía considerarse un acto honorable en ciertas circunstancias. Sócrates acepta serenamente la muerte impuesta, como obediencia a la ley (Fedón). Los estoicos (Séneca, Epicteto, Marco Aurelio) justifican el suicidio cuando la vida se vuelve un obstáculo para la virtud o la dignidad: “Vivir no es un bien, sino vivir bien; por tanto, el sabio vivirá mientras deba, no mientras pueda.” (Séneca, Epist. 70,4).
En esta ética, el hombre es dueño de su vida y puede ponerle fin si la razón lo aprueba. La eutanasia médica (ayudar a morir) no existía como institución, pero sí la aceptación del suicidio asistido en enfermedades incurables. Plinio el Viejo menciona que algunos enfermos tomaban veneno voluntariamente en templos. La piedad se entendía como evitar el sufrimiento inútil, no como respeto absoluto a la vida.
En Roma, el suicidio honorable era frecuente entre senadores, generales y filósofos. Catón, Séneca, Petronio, todos mueren así. Séneca escribe: “No es la muerte lo que hay que temer, sino una vida indigna.” (Epist. 70). La eutanasia directa como acto médico no estaba codificada, pero el derecho romano no la prohibía; el suicidio no era delito. Solo el suicidio del esclavo o del soldado podía ser castigado, por privar al amo o al Estado de una “propiedad”. La vida no era un bien inviolable, sino un valor subordinado al honor, la utilidad o la libertad del individuo.
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Para el cristianismo, la vida no pertenece al hombre, sino a Dios. “¿No sabéis que no os pertenecéis a vosotros mismos?” (1 Cor 6,19). Por tanto, ni el suicidio ni la eutanasia son lícitos. San Agustín, La ciudad de Dios, I, 20: “aplicaremos al hombre las palabras no matarás, entendiendo: ni a otro ni a ti, puesto que quien se mata a sí mismo mata a un hombre.” Santo Tomás, en S. Th. II-II q.64 a.5 enseña que el suicidio es ilícito porque va contra la inclinación natural de conservar la vida, contra el bien de la comunidad y contra la autoridad de Dios, que sólo Él tiene sobre la vida y la muerte. En el cristianismo primitivo, los enfermos incurables son objeto de cuidado y oración, no de eliminación. Nace la figura del hospitalario, que acompaña al moribundo.
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El término “filantropía” nace en la Grecia clásica, desaparece durante muchos siglos, y resucita en la Edad Moderna con un sentido nuevo, secular y humanista.
La palabra griega φιλανθρωπία (philanthrōpía) literalmente significa amor al hombre o benevolencia hacia los hombres.
Ya aparece en Esquilo, Prometeo encadenado (v. 11): Zeus castiga a Prometeo “por su filantropía hacia los mortales”, es decir, por haberles dado el fuego. En Platón, “filantropía” designa la afabilidad y benignidad de los dioses o de los sabios hacia los hombres (cf. Eutidemo 277d; Leyes 11, 930d). En Aristóteles, filantropía se aproxima a la benevolencia general, pero no es aún una virtud moral definida (usa más eunoia o philia).
En resumen, en la Antigüedad era una cualidad divina o aristocrática: benevolencia hacia los inferiores, no solidaridad entre iguales.
Los Padres griegos adoptan philanthrōpía como atributo de Dios. Basilio Magno y Juan Crisóstomo llaman a Dios ho philanthrōpos Theos (“el Dios amante del hombre”), sobre todo en las liturgias orientales. En el lenguaje litúrgico bizantino, philanthrōpía se convierte en un nombre teológico:
“Ὅτι Θεὸς εἶ φιλάνθρωπος καὶ φιλἐλεος” — “Porque Tú eres Dios filántropo y misericordioso”.
Pero ojo: aquí la filantropía es divina, no humana; y significa misericordia salvífica, no beneficencia social.
En la Edad Media latina, el término casi desaparece. La idea persiste, pero expresada con otros vocablos: caritas, misericordia, humanitas, pietas. En cambio, philanthropia se usa sólo en eruditos bizantinos o humanistas que citan griegos antiguos.
Los primeros en rescatar la palabra en sentido moderno son los humanistas del Renacimiento tardío y los moralistas del siglo XVII.
Francis Bacon (1561–1626), en Advancement of Learning (1605) y De dignitate et augmentis scientiarum (1623), habla de la “philanthropia” como amor generis humani, una virtud del sabio que busca el bien del hombre mediante la ciencia. Es probablemente el primer uso moderno explícito del término con sentido laico.
“The true end of learning is not ostentation, nor contention, but the benefit and use of man; it is a part of that charity which the Grecians called philanthropia.”
(Adv. of Learning, II, 3, §1)
Aquí “filantropía” se separa de la caritas cristiana y se presenta como virtud civil del conocimiento útil.
Henry More y los platonistas de Cambridge (mediados del s. XVII) retoman el término en inglés y latín (philanthropy) como sinónimo de benevolence o universal love of mankind. Ejemplo: Henry More, Enchiridion Ethicum (1667), donde “philanthropia” es una disposición natural a amar al prójimo.
Bayle, Dictionnaire historique et critique (1697), usa philanthrope para designar a quien ama a todos los hombres sin distinción religiosa. De ahí pasará al francés ilustrado y al inglés de Shaftesbury y Hume, con el sentido moderno de humanitarismo secular.
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Luego de este excursus histórico nos interesa sacar algunas conclusiones.
En primer lugar, sostenemos que la condena moral del aborto y la eutanasia es una verdad que puede conocerse por la sola razón natural. Consideramos injusto y excesivo tributar al cristianismo el honor de ser la única forma posible de pensar que excluye absolutamente el homicidio del ser humano inocente.
En segundo lugar, lo que acabamos de ver en base a textos de Rodó y datos históricos es que de hecho la influencia del cristianismo ha sido decisiva en cuanto a la imposición de la idea de que la vida humana como tal es sagrada e intocable.
Santo Tomás de Aquino enseña que la Revelación sobrenatural e histórica divina no contiene solamente verdades sobrenaturales, que la razón humana por sí sola no puede conocer, sino también verdades naturales, que de suyo no escapan a la capacidad natural de la razón.
Por ejemplo, la existencia de un solo Dios Creador y Señor del mundo y del hombre, la inmortalidad del alma humana, el libre albedrío de la voluntad humana, y la existencia y contenido de la ley moral natural.
Y en cuanto a porqué entonces estas verdades naturales forman parte de la Revelación divina sobrenatural, entiende que es debido al oscurecimiento de la inteligencia humana posterior al pecado original, el cual ha determinado que sólo unos pocos hombres, particularmente cultos e inteligentes, luego de mucho tiempo y esfuerzo, con una certeza solamente humana y con inevitable mezcla de errores, podrían conocer estas verdades, cuyo conocimiento sin embargo es necesario para la salvación, de no haber sido éstas reveladas sobrenaturalmente, de modo que por la fe en la Palabra de Dios todos puedan conocerlas fácilmente, con suma certeza basada en la autoridad divina, y sin mezcla de error.
Eso explica que en el paganismo, es decir, fuera de la influencia de la religión bíblica se encuentren, por un lado, grandes coincidencias con la moral bíblica, y por otro lado, oscurecimientos notables, como la poligamia, el canibalismo, los sacrificios de seres humanos a los dioses, etc.
En particular eso se aplica a la valoración positiva y dignificadora del pobre y el enfermo, que a nosotros, occidentales modernos, nos parece algo evidente y de suyo, por un error de perspectiva que nos hace ignorar cuán tributarios somos en eso de la cultura cristiana.
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En tercer lugar, lo expuesto muestra a la vez cuán acertado y cuán equivocado estaba Rodó en su análisis.
Acertado, porque efectivamente, quitando a N. S. Jesucristo de la historia, sin duda que no tendríamos hoy la más mínima noción de solidaridad con los pobres y los enfermos.
Equivocado, porque Rodó piensa que ese hecho puede explicarse prescindiendo de lo que ha sido históricamente la fe en la Divinidad de Cristo y en la institución divina de la Iglesia Católica.
Después de todo lo que Rodó mismo ha dicho aquí sobre la insuficiencia de la filosofía para transformar las sociedades y las costumbres, sólo le queda, para explicar el influjo histórico del cristianismo, el recurso al sentimiento, que habría sido excitado por las palabras y el ejemplo del Fundador del cristianismo hasta el punto de provocar una revolución social que no sólo perdura hasta nuestros días, sino que según el mismo Rodó constituye la base moral de la civilización moderna.
Pero aquí comienza Rodó a apartarse de la historia real y efectiva. Como hemos visto, la atención cristiana al enfermo y al pobre se basa en que se reconoce en ellos la presencia de Cristo, y eso es relevante para el cristiano, porque cree que Cristo es Dios.
Es precisamente el “fundamentalismo” del dogma cristiano, que Rodó querría apartar de la veneración a la figura del Fundador de la Caridad, lo que ha hecho posible el influjo histórico que Rodó señala elocuentemente en esas páginas.
Y eso quiere decir que ese influjo histórico ha sido posible gracias a la institución que es la portadora, por así decir, del dogma: la Iglesia.
Ha sido la Iglesia la que ha fundado los primeros hospitales. Ha sido la Iglesia la que ha hecho aparecer por primera vez en el mundo una institución en la cual se atiende gratuitamente a los enfermos pobres.
Lo que a nosotros, occidentales modernos, nos parece una función natural de la salud pública, es en realidad la secularización de una idea religiosa cristiana que cuando vino al mundo estaba en absoluto contraste con lo que siempre se había considerado parte de las funciones del Estado y también de la medicina privada.
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Claro, la apuesta de la modernidad, representada en esto también por Rodó, ha sido que se podía conservar en la sociedad esos valores de respeto inviolable a la vida humana y solidaridad con los pobres y los enfermos prescindiendo de su fundamento dogmático cristiano y católico.
Algo de eso decía la “Profesión de fe racionalista” firmada en 1872 por una serie de conocidas calles de nuestra ciudad, como Carlos María Ramírez o José Pedro Varela, y que mereció la réplica de una Pastoral del Beato Mons. Jacinto Vera: que no necesitaban la Revelación sobrenatural para creer en la existencia de Dios, la inmortalidad del alma humana y la santidad del deber moral.
Pues bien, lo que lamentablemente nos muestra la historia de los tiempos recientes es que esa apuesta se ha perdido.
Es cierto que, en un sentido profundo, ya no podemos volver al paganismo. Rodó muestra bien en estas páginas cuán apartados nos mantiene la herencia cristiana de la mentalidad pagana normal.
Pero es que hay algo peor que el paganismo, y es la apostasía del cristianismo, que es el proceso en el que se ha embarcado Occidente desde el siglo XIV, y que en nuestros días está alcanzando, como es lógico en todo proceso descendente, su punto más bajo hasta el presente.
En un proceso así, hay una progresiva recuperación material de los antivalores del paganismo, pero determinado todo ello por una forma de apostasía cristiana que convierte a todo el conjunto en algo nuevo, tanto respecto del paganismo como respecto de cristianismo.
Eso se nota sobre todo en el hecho de que el retroceso a formas paganas de entender el valor de la vida humana y el valor del ser humano, especialmente el valor del ser humano pobre y enfermo, se adorna con frases “filantrópicas” que representan la secularización caricaturesca de las virtudes cristianas.
Como la “empatía”, por ejemplo, utilizada como emblema por los promotores de la eutanasia. El efecto perverso de esa mezcla entre recuperación de la inhumanidad pagana y secularización de virtudes cristianas se ve en el hecho de que la “empatía” sirve de justificación para dar a los médicos (y a las instituciones de salud, sobre todo) licencia para matar.
Con la probable legalización de la eutanasia, en efecto, llegamos a esta especie de consumación de este proceso negativo, hasta el presente, en el Uruguay, luego de la catástrofe fundacional del aborto “legal”.
El futuro, por tanto, como no podía ser de otro modo, es negro, al menos, humanamente hablando. La fraseología filantrópica servirá cada vez más de taparrabo a prácticas que hubiesen horrorizado tanto a Rodó como a sus adversarios “jacobinos”.
No es ilegitimo, entonces, pensar que si hubiese presenciado lo que nosotros hemos visto y estamos viendo, Rodó habría tal vez reconsiderado la separación que quiso hacer entre la figura de Jesús de Nazareth y el dogma católico.
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