12.04.18

Fundamentos de la participación litúrgica, 1ª parte (XVIII)

 Una buena teología orienta y determina que pueda darse una buena pastoral, así como una vida espiritual sólida, con solera; pero la ausencia de una buena teología, se presta a las veleidades de unos y otros, a las buenas intenciones y entusiasmos de unos y otros y, por tanto, a la creatividad salvaje, la improvisación y los cambios.

  Para alcanzar el meollo de la cuestión, la participación de los fieles en la liturgia (interior, consciente, activa, externa, plena, fructuosa, devota… adjetivos de la Constitución Sacrosanctum Concilium), se requiere una buena teología que vaya a lo central, en este caso, una teología que ahonde en el sacerdocio bautismal de todo el pueblo santo de Dios. Es este sacerdocio común, conferido por Cristo con su Espíritu Santo, el que determina el modo y la calidad de la participación en la liturgia. Todos deben participar en la santa liturgia en razón de que han sido constituidos sacerdotes para nuestro Dios.

   Este sacerdocio es llamado “sacerdocio bautismal” y “sacerdocio común”, diferente del “sacerdocio ministerial” en esencia y no solamente en grado: “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). Los sacerdotes reciben el ministerio, que es distinto en su esencia, para el servicio de los fieles, para la santificación del pueblo cristiano y como ayuda para que todos vivan santamente su sacerdocio bautismal: “El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios” (Ibíd.).

   Por el bautismo y la confirmación, Dios hace de sus hijos un pueblo santo, sacerdotal, para que vivan a Él consagrados en el mundo; así se entiende que podamos pedir en oración: “Rey todopoderoso, que por el bautismo has hecho de nosotros un sacerdocio real, haz que nuestra vida sea un continuo sacrificio de alabanza”[1].

   La carta a los Hebreos muestra a Cristo como el sumo sacerdote que ha ofrecido un sacrificio perfecto y ha entrado en el santuario del cielo, intercediendo por todos. Su sacrificio ha sido Él mismo en su cuerpo, no ofreciendo nada exterior a sí mismo, ni es un sacerdocio ritual, repitiendo los mismos sacrificios año tras año. Cristo sacerdote ha ofrecido el único Sacrificio de una vez para siempre. Jesucristo es el sumo sacerdote de los bienes definitivos.

“En la Carta a los Hebreos se afirma, de forma clara y convincente, que Jesucristo ha cumplido con toda su vida y sobre todo con el sacrificio de la cruz, lo que se ha inscrito en la tradición mesiánica de la Revelación divina. Su sacerdocio es puesto en referencia al servicio ritual de los sacerdotes de a antigua alianza, que sin embargo Él sobrepasa, como Sacerdote y como Víctima. En Cristo, pues, se cumple el eterno designio de Dios que dispuso la institución del sacerdocio en la historia de la alianza” (Juan Pablo II, Audiencia general, 18-febrero-1987).

  Explica Orígenes la acción sacerdotal plena de Jesús:

  “Una vez al año el sumo sacerdote, alejándose del pueblo, entra en el lugar donde se halla el propiciatorio, los querubines, el arca del testamento, y el altar del incienso, en aquel lugar donde nadie puede penetrar, sino sólo el sumo sacerdote.

  Si pensamos ahora en nuestro verdadero sumo sacerdote, el Señor Jesucristo, y consideramos cómo, mientras vivió en carne mortal, estuvo durante todo el año con el pueblo, aquel año del que él mismo dice: Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar el año de gracia del Señor, fácilmente advertiremos que, en este año, penetró una sola vez, el día de la propiciación, en el santuario: es decir, en los cielos, después de haber realizado su misión, y que subió hasta el trono del Padre, para ser la propiciación del género humano y para interceder por cuantos creen en él” (Orígenes, Hom. in Lev., 9,5).

  Jesucristo sumo y eterno sacerdote ha ofrecido un sacrificio perfecto para la expiación de los pecados, al asumir nuestra humanidad en su encarnación y ofrecerse en el árbol de la cruz. Él es, al mismo tiempo, sacerdote, víctima y altar[2]. Los sacrificios del Antiguo Testamento, que una y otra vez se repetían por su incapacidad para expiar, eran sólo anuncio y profecía del sacrificio perfecto de Cristo.

 “Según la doctrina apostólica, se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. Él fue quien como Dios verdadero y verdadero sumo sacerdote que era, penetró una sola vez en el santuario, no con la sangre de los toros y los machos cabríos, sino con la suya propia. Esto era precisamente lo que significaba aquel sumo sacerdote que entraba cada año con la sangre en el Santo de los Santos.

  Él es quien en sí mismo poseía todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio; él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado” (S. Fulgencio de Ruspe, Regla de la verdadera fe, 22,63).

  El sacerdocio de Cristo, eterno y para siempre, que no proviene de medios humanos ni de genealogía, sino “según el rito de Melquisedec” (cf. Sal 109), de origen divino, es comunicado a todos los miembros de su Cuerpo, la Iglesia; los que son de Cristo quedan hechos partícipes de su sacerdocio eterno y definitivo: “Que constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.

El no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo…”[3] Este sacerdocio tiene dos modalidades: el sacerdocio bautismal de todos los fieles y el sacerdocio ministerial por el sacramento del Orden, diferentes en esencia y no sólo en grado.

  Todo el pueblo cristiano participa de la cualidad sacerdotal de su Señor: “Señor Jesús, sacerdote eterno, que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio, haz que ofrezcamos siempre sacrificios espirituales agradables a Dios”[4]. Vemos, pues, la verdad y contundencia de las palabras del Apocalipsis: “has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes” (Ap 5,10).

 

 



[1] Preces Laudes, Martes I del Salterio.

[2] Prefacio pascual V.

[3] Prefacio Misa Jesucristo sumo y eterno sacerdote.

[4] Preces Laudes, Lunes II del Salterio.

6.04.18

La capilla del Sagrario

Capilla del sagrario, Iglesia de San Ginés, Madrid

El tabernáculo -sagrario- debe estar situado dentro de las iglesias en un lugar de los más dignos con el mayor honor. La nobleza, la disposición y la seguridad del tabernáculo eucarístico deben favorecer la adoración del Señor realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar (Catecismo de la Iglesia, nº 1183).

El lugar de la reserva eucarística no es, de por sí, un lugar celebrativo, sino un lugar de oración personal. Al hacer esta afirmación no queremos decir que la reserva eucarística esté desligada de la celebración litúrgica, pero sí, en cambio, subrayar que el creyente que se recoge ante el Santísimo no se sitúa en la dinámica de la celebración sacramental, sino de la oración personal. Pensemos cómo a lo largo del Barroco proliferaron hermosísimas capillas sacramentales o capillas del Sagrario en parroquias y templos, para ensalzar su Presencia Real, permitir la adoración personal y favorecer el culto al Santísimo.

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22.03.18

Participación, liturgia y vida, y 2ª parte (XVII)

            d) “Pneumatóforos” con una vida teologal

  La participación en la liturgia nos convierte en “pneumatóforos”, es decir, portadores del Espíritu Santo, llenos del Espíritu Santo. Él gemirá en nosotros y orará intercediendo; Él nos sugerirá el bien y nos llevará a realizarlo; Él pondrá sus palabras en nuestros labios y nos hará vivir como hijos en el Hijo; Él dará el fuego, el fervor, el impulso para toda obra buena y para todo apostolado. “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo que tan maravillosamente inflamó a los apóstoles de tu Hijo”[1].

El Espíritu Santo en nosotros derrama su amor, permitiendo la vida divina en nosotros de Dios “que es amor” (1Jn 4,8). En la liturgia se da el Espíritu Santo y toda gracia para vivir esa caridad sobrenatural en el mundo: “Tú que nos has alimentado con el mismo pan del cielo, derrama, Señor, la abundancia del Espíritu Santo en nuestros corazones y haznos fuertes en el amor perfecto”[2], “nos haga progresar en el amor”[3]. Participar se convierte en la recepción activa y amorosa de ese mayor amor de Dios que, ensanchando nuestro corazón, nos permite amar más: “el memorial que tu Hijo nos mandó celebrar aumente la caridad en todos nosotros”[4]. El Espíritu Santo permite, mediante la liturgia, la vida teologal en nosotros, sosteniéndonos en las cruces, adversidades, dificultades: “encontremos en ella [la Eucaristía] la fuerza necesaria para vivir en fe y en caridad en medio de las pruebas de este mundo”[5]; “por la eficacia de esta eucaristía seamos fuertes en la fe y vivamos la unidad en el amor”[6]. Como un don y una gracia, el Espíritu Santo desarrolla y perfecciona la vida teologal en nosotros: “que vivamos siempre arraigados en la fe, esperanza y caridad, que tú mismo has infundido en nuestras almas”[7].

  “Concédenos vivir conforme a tu Espíritu”[8] pedimos en la liturgia, es decir, llevar una vida según el Espíritu y no según los deseos de la carne (cf. Gal 5, 14-21): “ayúdanos a pasar de nuestra antigua vida de pecado a la nueva vida del Espíritu”[9]. El Espíritu Santo en nosotros hará de nuestra existencia una alabanza a Dios: “que la gracia del Espíritu Santo habite en nuestros corazones y resplandezca en nuestras obras, para que así permanezcamos en tu amor y en tu alabanza”[10].

  Así el Espíritu Santo en el don de la santa liturgia dilatará el corazón, ensanchará el alma, para ser capaz de recibir los dones siempre mayores de Dios: “nos haga cada vez más capaces de recibir tus dones”[11].

 

            e) Hacer la voluntad del Padre

  La vida cristiana tiene como alimento, igual que Jesucristo, hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34). Es su voluntad nuestro alimento ya que como hijos, movidos por la piedad filial, es vivir la voluntad del Padre. “Nuestra paz, Señor, es cumplir tu voluntad”, rezamos en unas preces de Laudes[12].

  El hombre rebelde, encorvado en sí mismo, sólo pretende seguir su capricho, esclavo de sus pasiones; la voluntad de Dios nos dignifica, nos erige como hijos, y así vivimos libremente. “Haz que unida [la Iglesia] a Cristo, su cabeza, se ofrezca con él a tu divina majestad y cumpla sinceramente tu voluntad”[13]. La vida en lo cotidiano y monótono, en la prosa de lo diario, tal vez monótona, es un servicio divino, un servicio santo, que se ofrece a Dios y se vive en Dios realizando su voluntad humildemente: “que la participación en los divinos misterios sirva, Señor, de protección a tu pueblo, para que entregado a tu servicio obtenga, en plenitud, la salvación de alma y cuerpo”[14].

 Y pues rezamos tres veces al día la oración dominical[15], rogando que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo, suplicamos que, por la fuerza de los santos misterios, nuestra vida se encamina según la voluntad del Padre: “que concedas a quienes alimentas con tus sacramentos la gracia de poder servirte llevando una vida según tu voluntad”[16]. La liturgia, por la acción misteriosa y eficaz de Dios en nosotros, nos eleva y transforma y así vivimos en una relación constante de obediencia filial, haciendo de nuestra existencia una oblación agradable a Dios, buscando ser gratos a Dios en el cumplimiento de su voluntad: “condúcenos a perfección tan alta y mantennos en ella de tal forma que en todo sepamos agradarte”[17].

  En la vida cristiana, entonces, nos regimos por la voluntad de Dios, a la que amamos y que buscamos: “concede, Señor, a los que has alimentado con el sacramento de la unidad, la aceptación perfecta de tu voluntad en todas las cosas”[18], sintiendo internamente y enteramente reconociendo la voluntad de Dios: “purifica nuestros corazones de todo mal deseo, y haz que estemos siempre atentos a tu voluntad”[19], y obrando según su voluntad: “míranos benigno, Señor, ahora que vamos a comenzar nuestra labor cotidiana; haz que, obrando conforme a tu voluntad, cooperemos en tu obra”[20].

 El discernimiento será constante y necesario para sentir internamente la voluntad de Dios y distinguirla de las voces del mundo o de las voces de nuestra propia concupiscencia. Para ello se requiere una disposición habitual y una percepción sobrenatural de la voluntad de Dios: “haz que nuestros ojos estén siempre levantados hacia ti, para que respondamos con presteza a tus llamadas”[21].

 

            f) En el mundo, sin ser del mundo

 El cristiano es enviado al mundo como testigo y apóstol, sal y luz, edificando el Templo vivo de Dios, ordenando las realidades temporales según el espíritu del Evangelio: “a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor” (LG 31). Referente al laicado, el Concilio Vaticano II enseñará:

 “Ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento” (AA 31).

  Para vivir así, insertos en el mundo aun cuando no se es del mundo, pero para transformarlo desde dentro, vivificándolo, la participación interior en la liturgia nos capacita. Oramos pidiendo: “haz que tu pueblo se adhiera a Jesucristo para que, a través de las tareas temporales, construya en la libertad tu reino eterno”[22] y así vivimos nuestro trabajo y obligaciones, con espíritu cristiano: “que nuestro trabajo de hoy sea provechoso para nuestros hermanos, y así todos juntos edifiquemos un mundo grato a tus ojos”[23]. El trabajo es el medio normal de santificación; la santidad es ordinaria, y no hay que buscarla de modo extraordinario y en algunas ocasiones, sino constantemente en lo normal de la vida laboral y profesional, con sentido sobrenatural y ofrecida: “Tú que has dispuesto que el hombre dominara el mundo con su esfuerzo, haz que nuestro trabajo te glorifique y santifique a nuestros hermanos”[24].

  Queremos y deseamos la salvación del mundo, por la cual nuestro Señor se entregó amando hasta el extremo, y sentimos como nuestro el deseo de Cristo; “concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo”[25], ya que no buscamos el bienestar material y establecer un paraíso terrenal, sino la salvación, el Reino de Dios; no es la ideología lo que nos mueve, sino la fe en Dios. Nos mueve el interés de la salvación de todos: “gustemos los frutos de tu amor y nos entreguemos a la salvación de nuestros hermanos”[26]; “concédenos, ahora, fortalecidos por este sacrificio, permanecer siempre unidos a Cristo por la fe y trabajar en la Iglesia por la salvación de todos los hombres”[27]. Suplicamos al Señor al comenzar el día: “haz que busquemos siempre el bien de nuestros hermanos y los ayudemos a progresar en su salvación”[28], dilatando nuestro corazón con impulso misionero, evangelizador, oblativo también.

  Es la fuerza de los sacramentos la que nos impulsa a servir, concretamente, a los hermanos, sin largos discursos solidarios sino en gestos sencillos y cotidianos: “te pedimos, Señor, que el amor con que nos alimentas fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos”[29]. Seremos así signos claros del amor de Dios, constructores de la civilización del amor inaugurada por el amor de Cristo hasta la cruz.

  El servicio a los hermanos es siempre el gesto de cercanía, haciéndose prójimo; cada jornada es la ocasión propicia para que crezca el bien y se difunda. Así se lo pedimos al Señor en la liturgia de Laudes: “concédenos ser la alegría de cuantos nos rodean y fuente de esperanza para los decaídos”[30]; “haz que sepamos descubrirte a ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres”[31]; “haz que seamos bondadosos y comprensivos con los que nos rodean, para que logremos así ser imágenes de tu bondad”[32]. Como Jesús lavando los pies a los discípulos, en el máximo servicio y más expresivo (que se anticipa a la Cruz), también el cristiano es, sencillamente, un servidor de sus hermanos: “enséñanos, Señor, a descubrir tu imagen en todos los hombres y a servirte a ti en cada uno de ellos”[33].

  Estamos en el mundo pero como consagrados por el mismo Señor; le pertenecemos a Él porque nos ha elegido, nos ha ungido con su Espíritu Santo en la Crismación y nos envía. De esa forma, nuestro estar ante el mundo tiene un rasgo propio, el de la consagración bautismal y por eso hemos de vivir como quienes pertenecen, no al mundo, sino a Dios: “que nosotros vivamos consagrados a ti, sobre todas las cosas”[34] y esta consagración será servir al Señor con conciencia pura, alma limpia: “tú que nos has alimentado, Señor, con el pan de los ángeles, concédenos servirte con una vida pura”[35]. A Él, porque le pertenecemos, le consagramos todas las cosas y todo nuestro tiempo: “Señor, Sol de justicia, que nos iluminaste en el bautismo, te consagramos este nuevo día”[36].

  Somos servidores del Señor, siervos del Señor como la Virgen María –la esclava del Señor- que son conscientes de lo que son: “siervos inútiles somos; hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10), pero sirven “al Señor con alegría” (Sal 99). La Eucaristía vivida y participada interiormente configura la vida entera en un servicio al Señor, ofreciendo una impronta eucarística toda nuestra existencia ya que la Eucaristía, y la liturgia entera, nos conforman con Cristo: “concédenos realizar mediante una vida entregada a tu servicio, el misterio que ahora celebramos”[37], “podamos servirte en la tierra con caridad sincera”[38].

  Cada nueva jornada se renueva esta conciencia profunda del servicio al Señor: “al comenzar este nuevo día, pon en nuestros corazones el anhelo de servirte, para que te glorifiquemos en todos nuestros pensamientos y acciones”[39] porque es Dios mismo quien nos llama a servirle allí donde estamos, en los ámbitos concretos de nuestra vida normal, pero con una vocación de santidad y de servicio a los hombres: “Ya que nos llamas hoy a tu servicio, haznos buenos administradores de tu múltiple gracia en favor de nuestros hermanos”[40].

 



[1] OP, Misa vespertina Pentecostés.

[2] OP, Para pedir la caridad.

[3] OP, Sábado II Pasc.

[4] OP, XXXIII Dom. T. Ord.

[5] OP, San Carlos Luanga, 3 de junio.

[6] OP, San Pío X, 21 de agosto.

[7] Preces Laudes, Sábado IV del Salterio.

[8] OF, Espíritu Santo, B.

[9] OP, Sábado VII Pasc.

[10] Preces Laudes, Miérc. II del Salterio.

[11] OP, Miérc. VII Pasc.

[12] Laudes viernes II del Salterio.

[13] OF, Por la Iglesia, D.

[14] OP, 21 diciembre.

[15] En Laudes, en Vísperas y en la Misa cotidiana.

[16] OP, I Dom. T. Ord.

[17] OP, XXI Dom. T. Ord.

[18] OP, S. Martín de Tours, 11 de noviembre.

[19] Preces Laudes, Jueves III del Salterio.

[20] Preces Laudes, Lunes III del Salterio.

[21] Preces Laudes, Sábado IV del Salterio.

[22] OP, Por la Iglesia, D.

[23] Preces Laudes, Lunes III del Salterio.

[24] Preces Laudes, Martes IV del Salterio.

[25] OP, V Dom. T. Ord.

[26] OP, S. Francisco de Asís, 4 de octubre.

[27] OP, San Juan de la Cruz, 14 de diciembre.

[28] Preces Laudes, Lunes II del Salterio.

[29] OP, XXII Dom. T. Ord.

[30] Preces Laudes Martes I del Salterio.

[31] Preces Laudes Miérc. I del Salterio.

[32] Preces Laudes Jueves I del Salterio.

[33] Preces Laudes, Sábado II del Salterio.

[34] OF, San Carlos Luanga, 3 de junio.

[35] OP, San Luis Gonzaga, 21 de junio.

[36] Preces Laudes Sábado I del Salterio.

[37] OF, Misa vespertina S. Juan Bautista, 24 de junio.

[38] OP, Santa Marta, 29 de julio.

[39] Preces Laudes, Jueves III del Salterio.

[40] Preces Laudes, Lunes IV del Salterio.

16.03.18

La pila bautismal, maternidad de la Iglesia

Pila bautismalLa pila bautismal es preciosa: ella es el seno de nuestra Madre queridísima, la Iglesia, que allí nos engendró a la vida sobrenatural, otorgándonos la filiación divina, ser miembros del Cuerpo de Cristo, templos del Espíritu, llamados a compartir con Cristo su sacerdocio, su realeza y su profetismo, llamados a la santidad.

Preciosa fuente, sus aguas reciben por el Espíritu la gracia de hacernos renacernos como nuevas criaturas, sepultando el pecado y convirtiéndonos en hombres nuevos, a imagen de Cristo, nuevo Adán.

Bendita pila bautismal, donde el Amor de Dios se sigue entregando para comunicar una nueva vida, adoptándonos, gratuitamente, como hijos.

Seno de la Iglesia, que siempre es Madre y Madre fecunda por sus sacramentos, acompañando nuestro crecimiento como hijos pequeños hasta que lleguemos a la madurez de la fe, a la medida de Cristo en su plenitud.

Una fuente bautismal, en una parroquia o catedral, es un signo venerable que nos recuerda de dónde brota todo y lo que somos.

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8.03.18

Participación, liturgia y vida, 1ª parte (XVII)

La liturgia de la vida se va transformando en una liturgia de lo cotidiano, en un culto vivo y real de las cosas cotidianas, lo ordinario de la vida. Aquello que vivimos en el mundo, en la sociedad, el ámbito familiar y de amistad, el oficio o profesión, el apostolado, la vida social, etc., son la materia y el lugar donde cada uno de los fieles darán culto a Dios, sirviendo a Cristo Señor y santificándose en él.

  La liturgia de la Iglesia tiene una incidencia real en los creyentes, santificándolos, y de ese modo recibe una prolongación en la liturgia existencial de cada bautizado en el mundo. Curiosamente, más que preocuparnos de la acción divina en la liturgia y la transformación interior, se incide más en un tipo de participación externo, lleno de activismo; sin embargo, se ha de tener en cuenta, de manera concreta, que los fieles se impregnen bien de aquello que celebran y en lo que participan para que sus vidas sean vidas santas en el mundo. Es decir, lo que hay que buscar e incrementar es esa participación interior de todos los fieles, para que vivan la liturgia y asuman sus riquezas, de manera que luego salgan de la liturgia transformados para vivir santamente.

   Por tanto, a la hora de fomentar e incrementar la “participación” o “una Misa participativa”, hemos de tener en mente la verdadera participación interior, que busca entrar en el Misterio, y su prolongación en la vida, y no reducir la participación a las intervenciones y la creatividad del grupo inventando ofrendas, moniciones, manifiestos y acción de gracias.

 

            1. El culto espiritual

 Lo nuestro es un culto a Dios en espíritu y verdad que se desarrolla no sólo en el templo, sino allí donde vivimos, luchamos y trabajamos. Es el culto litúrgico de nuestra vida diaria. “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1Co 10, 31); también dirá el Apóstol: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor… Servid a Cristo Señor” (Col 3, 23s.) y así cualquier cosa que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Col 3,17).

  La participación interior en la liturgia nos cualifica después para vivir en el Señor, para hacerlo todo en el nombre del Señor. Nada hay ajeno a Cristo, que es la medida de todas las cosas; por tanto, si se participa en la liturgia, se va adquiriendo la forma de Cristo para vivir luego de un modo distinto y santo, como Cristo, en la liturgia de la vida. Esos son los sacrificios espirituales que ofrecemos a Dios en el altar del corazón: “Tam­bién vosotros, como piedras vivas, entráis en la construc­ción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1P 2,5).

  El bautizado vive su existencia santamente, como un sacrificio litúrgico (cf. Flp 2,12), una liturgia viva, ofreciendo sacrificios espirituales y glorificando a Dios:

 “Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15)” (LG 10).

  Por eso pedimos en la liturgia: “Señor Jesús, sacerdote eterno, que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio, haz que ofrezcamos siempre sacrificios espirituales agradables a Dios”[1].

  Esto es posible por una prolongación real de la participación en la liturgia, especialmente eucarística; entonces esa participación interior de los fieles los sitúa en medio del mundo:

 “Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (LG 10).

 Lo específicamente cristiano es ese culto en espíritu y verdad que se prolonga, se realiza y se verifica en lo cotidiano de la vida; ya no es una ceremonia religiosa, restringida al ámbito del templo y de lo sagrado, sino el influjo santificador que llega hasta los momentos diarios de nuestro vivir.

  En ese sentido, será san Pablo en la carta a los Romanos, quien señalará cómo vivir un culto existencial y una liturgia viva: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rm 12,1). Ya el sacrificio no es una víctima con derramamiento de sangre, sino viva, es decir, el corazón del bautizado que recibe una vida nueva por el sacrificio único de Cristo.

  Ese sacrificio del cristiano es él mismo. San Pablo “califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero —"vivo"— expresa una vitalidad. El segundo —"santo"— recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero —"agradable a Dios"— recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio “de suave olor” (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.)”[2].

  Con Jesucristo y en Él, nuestros sacrificios espirituales, racionales, se han integrado en su ofrenda y reciben un nuevo valor santificador y redentor. “Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el “culto verdadero"”[3].

 La Eucaristía especialmente, pero toda la liturgia, es un “misterio que se ha de vivir” ya que se reciba una “forma eucarística de la vida cristiana”, tal como reza el título de la III parte de la exhortación “Sacramentum caritatis”. La fe se no reduce al templo ni a los momentos de culto litúrgico, arrinconada según la praxis secularista al ámbito privado, sino que la fe, sostenida, alimentada, confirmada, por la vida litúrgica y la Eucaristía conforman un nuevo modo de vivir, de ser y de estar en el mundo. Escribe Benedicto XVI:

 “Resulta significativo que san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos en que invita a vivir el nuevo culto espiritual, mencione al mismo tiempo la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y pensar: «Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). De esta manera, el Apóstol de los gentiles subraya la relación entre el verdadero culto espiritual y la necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación de la mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida cristiana, «para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina» (Ef 4,14)” (Sacramentum caritatis, n. 77).

  La liturgia da forma a la vida cristiana, una forma eucarística como cumbre, es decir, adquirir la misma forma Christi.

 

            2. El culto para la vida

 Cuando participamos en la liturgia, todos, los fieles, recibimos la impronta del Espíritu Santo que, haciéndonos tomar la forma de Cristo, nos sitúa en el mundo para vivir una liturgia santa, encarnada en lo concreto de nuestra vida. ¿Cómo? Las oraciones, especialmente la oración de postcomunión, apuntan en esa dirección y entonces se ve el fruto real de la participación de los fieles en la liturgia, así como muchas preces en Laudes. O dicho de otra forma, la participación interior de los fieles nos conduce a un modo de vivir santo en el mundo.

            a) Modelada según la liturgia

  Aquello que hemos visto y oído, lo que nuestras manos han tocado, la Palabra de la Vida en la misma liturgia, dan forma a nuestra vida. Lo celebrado no es un paréntesis ritual, sino una transformación: “te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento”[4], prolongando eucarísticamente en lo cotidiano lo vivido en los sacramentos: “concede a cuantos celebramos los misterios de la pasión del Señor manifestar fielmente en nuestras vidas lo que celebramos en la eucaristía”[5].

 Esta acción de la liturgia no es espontánea, ni para un momento, sino que su acción se despliega de un modo permanente por gracia, hasta ir alcanzando todas las fibras de nuestro ser y nuestro obrar: “concédenos, Dios todopoderoso, que la fuerza del sacramento pascual, que hemos recibido, persevere siempre en nosotros”[6], y otra oración muy semejante suplicará: “el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros y se manifieste siempre en nuestras obras”[7]. La gracia de la vida litúrgica posee una nota de continuidad: “su fruto se haga realidad permanente en nuestra vida”[8].

  La vida litúrgica es fuente de santidad: “te rogamos, Señor, que esta eucaristía nos ayude a vivir más santamente”[9], “la participación en los santos misterios aumente, Señor, nuestra santidad”[10].

  La liturgia es escuela del más puro espíritu cristiano, robusteciendo lo que somos por el bautismo: “por la eficacia de estos santos misterios fortalece, Señor, cada vez más nuestra vida cristiana”[11], “acreciente nuestra vida cristiana”[12]. Orienta para la unidad de vida, la coherencia entre lo celebrado y lo que luego se vive, entre las palabras y las obras: “haz que, confesando tu nombre no sólo de palabra y con los labios, sino con las obras y el corazón, merezcamos entrar en el reino de los cielos”[13], “nos otorgue nuevas fuerzas y nos ayude a vivir como cristianos de palabra y de obra”[14].

  No son los sentimientos tan pasajeros, las exaltaciones afectivas, los que deben mover y dirigir la vida, sino la gracia de Cristo que realiza su tarea de dirección en nosotros. Así brota un modo nuevo de estar ante los demás y en el mundo: “la acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida”[15].

 

            b) Unión profunda con Cristo

  Sin lugar a dudas, la mejor participación interior y fructuosa es la comunión con Cristo, esto es, una unión profunda, vital y constante con el Señor. Se vive en el Señor, en unión con Él, permaneciendo en Él, en su amor. La unión con Cristo que se vive en la liturgia, mística y sacramental, se prosigue luego en la vida cotidiana. ¡Todo en el Señor!, sirviendo a Cristo Señor. “El sacrificio que te hemos ofrecido y la víctima santa que hemos comulgado llenen de vida a tus sacerdotes y a tus fieles, para que, unidos a ti por un amor constante, puedan servirte dignamente”[16]. El amor de Cristo es nosotros nos vincula a Él por completo y, con el vínculo del amor a Cristo y del amor de Cristo, le serviremos dignamente en el orden de lo cotidiano.

  Esta unión con Cristo nos hace partícipes de su obra redentora, asumiendo y completando en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24): “haz que, por el trabajo del hombre que ahora te ofrecemos, merezcamos asociarnos a la obra redentora de Cristo”[17]; también, glosando el versículo paulino, se pide que “completemos en nosotros, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo”[18]. La vida de Jesús se manifiesta en nosotros si llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús (cf. 2Co 4,10), se prolonga este misterio en nosotros y de esa forma estamos más unidos a Cristo: “llevemos en nuestro cuerpo la muerte de Cristo y nuestra vida sea un esfuerzo continuo por unirnos cada vez más a ti”[19].

  Esa unión con Cristo –y por tanto, y por extensión, unidad trinitaria- permite que demos frutos verdaderos. Sin Él no podemos hacer nada; pero con Él todo lo podemos. La vid que es Cristo permite a los sarmientos dar frutos que siempre permanezcan, la condición de conservar y guardar esa unión: “Oh Cristo, vid verdadera de la que nosotros somos sarmientos, haz que permanezcamos en ti y demos fruto abundante, para que con ello reciba gloria Dios Padre”[20].

  La liturgia participada –en lo interior- acrecienta la unión y realiza en nosotros la obra de dar frutos permanentes, frutos buenos, para glorificar al Padre: “unidos a ti en caridad perpetua, demos frutos que siempre permanezcan”[21], para que viendo nuestras buenas obras glorifiquen al Padre: “haz, Señor, que el ejemplo de nuestra vida resplandezca como una luz ante los hombres, para que todos den gloria al Padre que está en los cielos”[22], “que en todas nuestras palabras y acciones seamos hoy luz del mundo y sal de la tierra para cuantos nos contemplen”[23].

  Y nuestra vida dará gloria a Dios si está unida a Cristo; entonces seremos alabanza de su gloria: “Señor, Padre de todos, que nos has hecho llegar al comienzo de este día, haz que toda nuestra vida, unida a la de Cristo, sea alabanza de tu gloria”[24], porque para eso hemos sido elegidos antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,3-15).

Esos frutos se entregan y se ofrecen a los demás, buscando su salvación, la salvación del mundo: “concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo”[25], “concédenos, ahora, fortalecidos por este sacrificio, permanecer siempre unidos a Cristo por la fe y trabajar en la Iglesia por la salvación de todos los hombres”[26]. Cuanto hacemos y vivimos, lo que trabajamos y las obras santas, pero también la oración personal y comunitaria, la plegaria, se ensanchan con corazón católico deseando que la salvación sea eficaz en todos los hombres: “Te pedimos, Señor, que extiendas los beneficios de tu redención a todos los hombres”[27].

 

             c) Somos presencia de Cristo

  La participación en la liturgia nos cristifica, nos une de tal modo con Cristo, que nos vamos transformando en Él, y así nuestra presencia es una memoria de Cristo para todos, un testimonio real que apunta al Señor y lo señala ante los hombres. Ante ellos, difundimos el buen olor de Cristo: “concédenos, Dios todopoderoso, que quienes han participado en tus sacramentos, sean en el mundo buen olor de Cristo”[28]. El bonus odor Christi es el perfume de una vida santa, bella; “somos el buen olor de Cristo” (2Co 2,15).

  Hasta tal punto es transformante la participación interior en la liturgia, que llegamos a parecernos al mismo Señor, teniendo la mente de Cristo, los sentimientos de Cristo: “te pedimos, Dios nuestro, la gracia de parecernos a Cristo en la tierra”[29], “transformados en la tierra a su imagen”[30], “los celestes alimentos que hemos recibido, Señor, nos transformen en imagen de tu Hijo”[31].

  Somos situados en el mundo a imagen de Cristo, el Hombre nuevo, y recreados en Él en santidad y justicia. Nos despojamos de nuestro hombre viejo para revestirnos de Cristo: “la participación en los sacramentos de tu Hijo nos libre de nuestros antiguos pecados y nos transforme en hombres nuevos”[32]. La liturgia nos transforma en lo más profundo de nuestro ser: “siempre caminemos como hombres nuevos en una vida nueva”[33].

 Al participar en la liturgia interiormente “libres de la decrepitud del hombre viejo, recomencemos una nueva vida en continuo progreso espiritual”[34], y esperamos cada día vivir con la novedad de Cristo en nuestra existencia: “Tú que nos dado la luz del nuevo día, concédenos también caminar por sendas de vida nueva”[35].

 

 



[1] Preces Laudes, Lunes II del Salterio.

[2] Benedicto XVI, Audiencia general, 7-enero-2009.

[3] Ibíd.

[4] OP (: Oración de postcomunión), III Dom. Cuar.

[5] OF, San Juan de la Cruz, 14 de diciembre.

[6] OF, II Dom. Pasc.

[7] OP, Jueves II Cuar.

[8] OF, Viernes II Cuar.

[9] OP, Martes II Cuar.

[10] OP, Miérc. VII Pasc.

[11] OP, 29 de diciembre.

[12] OP, Martes III Cuar.

[13] OP, IX Dom. T. Ord.

[14] OP, S. Ignacio de Antioquía, 17 de octubre.

[15] OP, XXIV Dom. T. Ord.

[16] OP, Por los sacerdotes.

[17] OF, Por la santificación del trabajo, B.

[18] OP, Virgen de los Dolores, 15 de septiembre.

[19] OP, Común de vírgenes, 1.

[20] Preces Laudes, Sábado II del Salterio.

[21] OP, Jesucristo sumo y eterno sacerdote.

[22] Preces Laudes, Martes II del Salterio.

[23] Preces Laudes, Miérc. II del Salterio.

[24] Preces Laudes, Sábado IV del Salterio.

[25] OP, V Dom. T. Ord.

[26] OP, San Juan de la Cruz, 14 de diciembre.

[27] Preces Laudes, Sábado II del Salterio.

[28] OP, Misa crismal.

[29] OP, Votiva Sgdo. Corazón.

[30] OP, XX Dom. T. Ord.

[31] OP, Transfiguración del Señor, 6 de agosto.

[32] OP, Miérc. Octava Pasc.

[33] OP, Común de varios mártires, en tiempo pascual, 9.

[34] OF, Común de vírgenes, 2.

[35] Preces Laudes, Viernes II del Salterio.