17.01.19

Anunciamos tu muerte (II - Respuestas XXVIII)

4. Siempre más sobrio, el rito romano no conoce ni practicó tantas intervenciones por parte de los fieles. Tradicionalmente sólo tuvo tres: el diálogo inicial, el Sanctus y el Amén final.

  Con la reforma litúrgica y el Misal romano de 1970 se introdujo una aclamación después de la consagración. Las palabras “Mysterium fidei”, que con el transcurso de los siglos se desplazaron al interior de las palabras de la consagración del cáliz, se eliminaron de ese lugar y se colocaron tras la consagración como una afirmación de fe y aclamación que el sacerdote pronuncia: “Éste es el sacramento de nuestra fe” o “Éste es el Misterio de la fe”, y los fieles cantan o responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”

   Al reimprimir la segunda edición del Misal romano en castellano, en 1988, se añadieron otras dos fórmulas más, de libre elección, para esta aclamación después de la consagración. En la 2ª fórmula, el sacerdote dice: “Aclamad el misterio de la redención”, y se responde: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”. Por último, en la 3ª fórmula ad libitum el sacerdote dice: “Cristo se entregó por nosotros”, prosiguiendo el pueblo: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor”.

   El sentido de aclamación que poseen estas fórmulas, requiere que en las Misas más solemnes se cante, enfatizando la alabanza de todos.

   Hay que advertir y reconocer el sentido de esta respuesta o aclamación. Situada justo después de la consagración, es una confesión de fe y un reconocimiento de que el Misterio se ha hecho presente, se ha realizado la Presencia real y sustancial de Cristo glorioso en el altar, bajo las especies eucarísticas. Así, si toda la plegaria eucarística se dirige a Dios Padre, pronunciada por los labios del sacerdote, esta aclamación la dirigen los fieles todos directamente a Jesucristo, presente en el altar: “anunciamos tu muerte…”, “hasta que vuelvas”, “por tu cruz y resurrección”.

   Una rúbrica, que pasa desapercibida, restringe la respuesta sólo al pueblo, no la dice el sacerdote junto con el pueblo; es más, si no hubiere ningún fiel presente –por ejemplo, una misa conventual, o unos ejercicios espirituales de sacerdotes-, se omite esa aclamación y su respuesta. ¿Razón? La oración sacerdotal debe dirigirse siempre en la plegaria eucarística al Padre y no cambiar de sujeto (a Cristo) con una aclamación. Es una respuesta, e incluso un derecho, del sacerdocio bautismal de los fieles reconociendo lo que el ministerio sacerdotal ha realizado (Cristo por medio de sus ministros).

   En el Ordo de concelebración, las rúbricas son muy claras. “Si asiste pueblo a la concelebración, el celebrante principal dice una de las siguientes fórmulas: Éste es el sacramento de nuestra fe… Pero si no hay pueblo, se omite tanto la monición como la aclamación”. Y siguen las rúbricas señalando lo siguiente: “Después de la aclamación del pueblo –o inmediatamente después de la consagración, si el pueblo no asiste-, el celebrante principal, en voz alta, y los demás concelebrantes, en voz baja, continúan diciendo con las manos extendidas: Por eso, Padre, nosotros, tus siervos…”

   La aclamación es propia y exclusiva del pueblo santo: “Después de la consagración, habiendo dicho el sacerdote: Este es el Sacramento de nuestra fe, el pueblo dice la aclamación, empleando una de las fórmulas determinadas” (IGMR 151). La aclamación sólo la cantan los fieles presentes, no la canta el sacerdote ni los concelebrantes; y si no hubiese pueblo, se omite.

   5. Acudamos al sentido de las palabras, deteniéndonos en considerar qué confesamos al cantarlas.

    “Éste es el sacramento de nuestra fe”, “Éste es el Misterio de la fe”. En la Eucaristía se hace presente el Misterio. No es una acción humana, o grupal, sino el Misterio que se hace presente, que viene a nosotros con todo su poder salvador, la presencia del mismo Señor dándose a su Iglesia-Esposa. Sólo los ojos de la fe pueden reconocer el Misterio, confesarlo y adorarlo. Es, por tanto, una acción divina la que realiza el sacramento.

  “Mysterium fidei!”, ¡el Misterio de la fe! Con palabras de Juan Pablo II:

“Verdaderamente, la Eucaristía es mysterium fidei, sacramento de nuestra fe, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido solo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino sacramento” (Ecclesia de eucaristía, n. 15).

La monición sacerdotal proclama esta presencia real de Cristo, la entrada del Misterio, siempre bajo el velo de los signos sacramentales que sólo la fe puede penetrar:

“En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina” (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, n. 11).

  También, en el mismo sentido, otra de las moniciones sacerdotales: “Aclamad el misterio de la redención”. En el altar, en el sacrificio eucarístico, se ha hecho presente la obra entera de la redención y su poder salvador. Ni es un símbolo, ni mero recuerdo, ni simple gesto de fraternidad humana o comida de amigos. La oración sobre las ofrendas del Jueves Santo, en la Misa en la Cena del Señor, inspirándose en un texto de san León Magno (o incluso, redactada por él), confiesa: “Concédenos, Señor, participar dignamente en estos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de tu Hijo, se realiza la obra de nuestra redención”.

     No menos expresiva la tercera monición facultativa: “Cristo se entregó por nosotros”. La entrega de Cristo en la cruz es lo que se vuelve a realizar, sacramentalmente, en el altar. Esa monición es profundamente paulina: Cristo “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), “él se entregó a sí mismo por ella (la Iglesia)” (Ef 5,25ss). Esta entrega sacrificial, y llena de amor, está presente en el altar.

 

10.01.19

Anunciamos tu muerte (I - Respuestas XXVII)

1.Con el paso de los siglos, y sin tardar mucho, la gran plegaria eucarística o anáfora, recitada por el obispo o el sacerdote, recibió distintas aclamaciones o intervenciones de los fieles que se vinculaban así, más estrechamente a la gran y solemne oración de consagración.

  Las más antiguas intervenciones, según nos consta, fueron las palabras del diálogo inicial (“y con tu espíritu”, “lo tenemos levantado hacia el Señor”, “es justo y necesario”) y el gran y solemne “Amén” final. Éstas son comunes a todos los ritos y familias litúrgicas. Pronto se incorporó, como vimos ya, el “Santo” cantado, el Trisagion.

   Pero muchas familias litúrgicas, especialmente orientales o influidas por el estilo de la liturgia oriental, añadieron más y constantes intervenciones.

    2. La divina liturgia de san Juan Crisóstomo, en el ámbito bizantino, es una buena muestra de ello.

    El inicio de la plegaria es, ¡cómo no!, el diálogo inicial: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”, “-Y con tu espíritu”. “Levantemos el corazón” “-Lo tenemos levantado hacia el Señor”. “Demos gracias al Señor”, “-Es justo y necesario (adorar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad Una en esencia e inseparable)”.

   Tras la alabanza que pronuncia el sacerdote, se canta el “Santo”. A las palabras de la consagración, tanto sobre el pan como sobre el cáliz, se responde “Amén”. Así dice el sacerdote: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros para el perdón de los pecados”, y todos dicen: “Amén”.

    Concluida la consagración, dirá el sacerdote la fórmula memorial: “Así pues, conmemorando el mandamiento del Salvador, y todo lo que sucedió por nosotros, la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día, la ascensión al cielo, la entronización a la derecha del Padre y la segunda y gloriosa venida, te ofrecemos estos dones de Tus propios dones, en nombre de todos y por todos”. Los fieles responden glorificando a Dios: “Te alabamos, te bendecimos, te damos gracias y te suplicamos, Señor Dios nuestro”.

   Prosigue la solemne anáfora nombrando por quiénes se ofrece el Sacrificio en comunión con la Iglesia hasta que dice el diácono interviniendo: “Recuerda también, Señor, a aquellos que vienen a la mente de cada uno de nosotros y a todo tu pueblo”, y los fieles lo ratifican repitiendo: “Y a todo tu pueblo”.

    Finalmente, concluirá la larga plegaria con una alabanza trinitaria, o doxología, y el solemne “Amén” de todos: “Y concédenos que con una sola voz y un solo corazón glorifiquemos y alabemos tu santísimo y majestuoso nombre, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos”, y todos concluyen: “Amén”.

 Vemos cómo en el rito bizantino los fieles intervienen en distintos momentos en la plegaria eucarística, haciéndola suya, viviéndola.

 

    3. Otro tanto ocurre en nuestro venerable rito hispano-mozárabe, tan dado igualmente a la participación de los fieles con respuestas y aclamaciones, con el influjo oriental que asimiló.

  Desde la sede (o choros) dirá el sacerdote: “Me acercaré al altar de Dios”, “-A Dios que es nuestra alegría”. Y sube al altar.

   El diácono advierte: “Oídos atentos al Señor”, “-Toda nuestra atención hacia el Señor”. El sacerdote, ya en el altar, prosigue: “Levantemos el corazón”, “-Lo tenemos levantado hacia el Señor”. “A Dios y a nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, que está en el cielo, demos debidas gracias y alabanzas”, “-Es justo y necesario”.

   El sacerdote eleva una extensa acción de gracias que se concluye con el Sanctus: “Santo, Santo, Santo… Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo. Hagios, Hagios, Hagios, Kyrie o Theos”.

   Al llegar las palabras de la consagración, como en muchos ritos orientales, el pueblo responderá: “Amén”. Dirá el sacerdote: “Tomad y comed: esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Cuantas veces lo comáis, hacedlo en memoria mía”, y se responde: “Amén”.

   Terminada la consagración, el sacerdote con las manos extendidas, dice: “Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga glorioso desde el cielo”, y todos aclaman: “Así lo creemos, Señor Jesús”.

     Prosigue la plegaria con una oración, variable en cada Misa, llamada “post-pridie”, a la que nuevamente se responde “Amén”, y la gran doxología con una bendición sobre los dones eucarísticos ya consagrados. Así dice el sacerdote: “Concédelo, Señor santo, pues creas todas estas cosas para nosotros, indignos siervos tuyos, y las haces tan buenas, las santificas, las llenas de vida +, las bendices y nos las das, así bendecidas por ti, Dios nuestro, por los siglos de los siglos”, y los fieles sellan la gran plegaria eucarística respondiendo: “Amén”.

 

3.01.19

Santo, Santo... (Respuestas XXVI)

4. Con leves variantes en el texto, el Sanctus es cantado en todas las liturgias, dentro de la anáfora o plegaria eucarística.

  En el venerable rito hispano-mozárabe, tras la larga y solemne Illatio (equivalente al prefacio), se entona así, con la versión de san Mateo (“Hosanna al Hijo de David”) añadiéndole, además, el trisagio en lengua griega:

 Santo, Santo, Santo,
Señor Dios del universo.
Llenos están el cielo y la tierra
de tu majestad gloriosa.
Hosanna al Hijo de David.
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.
Hágios, Hágios, Hágios, Kýrie o Theós.

   También la divina liturgia bizantina:

 Te damos gracias por esta Liturgia que

Te has dignado aceptar de nuestras manos,

aunque Te asisten

miles de Arcángeles y miríadas de Ángeles, los Querubines

y los Serafines de seis alas y de muchos ojos,

que se remontan en las alturas volteando…

…entonando el himno de la victoria,

proclamando, voceando y diciendo:

Santo, Santo, Santo, Señor Sabaoth,

Tu gloria llena los cielos y la tierra.

Hosanna en las alturas,

bendito sea el que viene en Nombre del Señor,

hosanna en las alturas.

   Nuestro rito romano es uno más cantando el Santo antes de la consagración, revelando así la antigüedad de este canto y su uso universal en las distintas liturgias.

   La Ordenación general define el Sanctus como una “Aclamación: con la cual toda la asamblea, uniéndose a los coros celestiales, canta el Santo. Esta aclamación, que es parte de la misma Plegaria Eucarística, es proclamada por todo el pueblo juntamente con el sacerdote” (IGMR 79b).

  Y más ampliamente lo trata el Directorio “Canto y música en la celebración”:

   “El prefacio culmina y desemboca en la aclamación jubilosa, unánime y solemne, que por su contenido se llama ‘trisagio’ (tres veces santo), canto de los serafines, etc. ‘Con ella toda la asamblea, uniéndose a las jerarquías celestes, canta o recita el ‘Santo’. Esta aclamación, que constituye una parte de la plegaria eucarística, la pronuncia todo el pueblo con el sacerdote’. Es el principal de los cantos de la misa y también el más antiguo, junto con el Salmo responsorial. Muchos prefacios invitan expresamente a cantarlo. Es tradicional y muy propio acompañarlo con instrumentos.

   Conviene potenciarlo con la máxima vibración posible, sin prolongarlo demasiado, aun en el caso de que se utilice la técnica repetitiva del canon musical. El ‘hosanna’ tiene que ser especialmente festivo y gozoso.

   Una catequesis bíblica, teológica, litúrgica e histórica nos haría interpretar mejor este canto cósmico, apretado en contenidos que nos evoca entre otras cosas los hosannas entusiastas de la entrada de Jesús en Jerusalén. Su sentido pleno no cabe en un mero recitado. La venerabilidad del texto impide radicalmente su sustitución por otro” (Directorio “Canto y música”, 165).

   Siendo su letra bíblica, es decir, palabra de Dios, nadie sensato osará cambiarla, mutilarla, añadirle cosas, parafrasearla… Es un canto íntegro e invariable.

 

27.12.18

Santo, Santo... (Respuestas XXV)

1. El canto del Sanctus es una de las intervenciones de los fieles en la plegaria eucarística, aclamando a Dios y adorándolo. Su naturaleza exige el canto. A la acción de gracias que el sacerdote ha entonado solemnemente en el prefacio, los fieles prorrumpen alabando a Dios.

   Posee una característica peculiar ya que explícitamente se afirma cómo en este canto el cielo y la tierra se unen; la Iglesia peregrina, los fieles presentes, comparten el himno con los ángeles, los arcángeles y todos los santos, es decir, la Iglesia peregrina se une al himno incesante de la Iglesia del cielo: ¡la comunión de los santos! “Toda la asamblea se une a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos, cantan al Dios tres veces santo” (CAT 1360).

    ¿Cómo concluyen los prefacios? ¡Destacando esa unión!:

 Por eso, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria (Pf Común I)

 Por él, los ángeles y los arcángeles y todos los coros celestiales celebran tu gloria, unidos en común alegría. Permítenos asociarnos a sus voces cantando humildemente tu alabanza (Pf Común II)

 Por él, los ángeles te cantan con júbilo eterno, y nosotros nos unimos a sus voces cantando humildemente tu alabanza (Pf Dominical III)

 Por eso, unidos a los coros angélicos, te aclamamos llenos de alegría (Pf Dominical VIII).

   El canto del Santo en la liturgia permite paladear la liturgia celestial y estar, adorantes, ante el Misterio. Es un “asomarse el cielo sobre la tierra” (cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 35). Con palabras del Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium:

 “En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El” (n. 8).

   2. El Santo es invariable en su letra; es un texto fijo que no admite retoques ni paráfrasis ni sustituciones, porque ese himno es bíblico, tomado de las Escrituras.

   La primera parte parece en Is 6,3. El profeta ve y narra una teofanía de Dios y oye el canto de los serafines: “Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de tu gloria”. La segunda parte, con el versículo del salmo 117 (“bendito el que viene en nombre del Señor”), se toma de la entrada triunfal y gloriosa de Jesús en Jerusalén, aclamado por todos. Según el evangelio de san Mateo: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21,9), o como lo narra san Marcos: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc 11,9-10).

   La primera parte canta la gloria de Dios, adorándolo, y la segunda parte es una aclamación dirigida a Jesucristo, Aquel que viene ahora al altar y se hace realmente presente en las especies sacramentales. Lo acogemos y lo proclamamos bendito porque viene a nosotros en la Eucaristía. Posee, así pues, una connotación cristológica bellísima.

  3. ¡Hosanna! Palabra intraducible del arameo, rica en significado, que como otras palabras –Amén, Aleluya- las cantamos en su lengua originaria. Significaría “salva, ayuda”, a la vez que “viva”. Es un grito dirigido a un salvador, a un rey bueno.

  Al comentar el Hosanna, san Agustín dirá: “Hosanna es la palabra del que se alegra” (De doc. chr., II,11). También escribe:

 “Los ramos de palma son loas que significan victoria porque el Señor, muriendo, iba a vencer a la muerte y con el trofeo de la cruz iba a triunfar sobre el diablo, príncipe de la muerte. Por otra parte, hosanna es, como dicen algunos que conocen la lengua hebrea, voz suplicante, la cual indica un sentimiento más bien que alguna realidad, como son en nuestra lengua [latina] las que llaman interjecciones: por ejemplo, cuando dolientes decimos ‘¡ay!’, o cuando algo nos gusta decimos ‘¡bien!’, o cuando nos asombramos decimos ‘¡oh, cosa grande!’. De hecho ‘¡oh!’ no significa nada, sino el sentimiento de quien se asombra. Ha de creerse, por tanto, que esto es así porque ni el griego ni el latino pudieron traducirlo, como aquello: El que llame a su hermano ‘raca’. De hecho, se dice que también ésta es una interjección que muestra el sentimiento de quien se indigna” (In Ioh. ev., 51,2).

  Por su parte, san Jerónimo, en su comentario al evangelio de san Mateo, dice:

   “En fin, qué significa lo que sigue: Hosanna al Hijo de David, recuero que lo manifesté también hace muchísimos años en una breve carta a Dámaso, entonces obispo de la Urbe romana, y ahora la resumiré brevemente. En el salmo 117, que manifiestamente fue escrito con referencia a la venida del Señor, entre otras cosas leemos también esto: ‘La piedra que desecharon los constructores, ésta ha pasado a ser cabeza del ángulo; por el Señor ha sido hecho eso: esto es cosa maravillosa a nuestros ojos, éste es el día que hizo el Señor. ¡Regocijémonos y alegrémonos en él’, y a continuación se añade: ‘¡Oh Señor, sálvame! ¡Oh Señor, danos buena prosperidad! ¡Bendito el que vendrá en nombre del Señor! Os hemos bendecido desde la casa del Señor’, y lo demás. En vez de lo que tenemos en los Setenta Intérpretes: ‘¡Oh Señor, sálvame!’, leemos en hebreo: Anna Adonai osi anna, lo que con claridad fue traducido por Sínmaco: ‘Lo suplico, Señor, sálvame, lo suplico’. Así que nadie piense que la frase está constituida por dos palabras, a saber: una griega y otra hebrea, sino que la totalidad es hebraica y significa que la venida de Cristo es la salud del mundo… Asimismo con lo que se añade: Hosana (esto es, ‘salud’) en las alturas claramente se muestra que la venida de Cristo no es solamente la salvación de los hombres, sino también la del mundo entero, uniendo los seres de la tierra a los del cielo” (Com. ev. Mat., III,21; PL 26,185).

   Su uso es muy antiguo, a tenor del relato de Egeria, al revivir la procesión de ramos y palmas en la misma ciudad de Jerusalén como inicio de la Semana Santa. Pero se incorporó a la liturgia del sacrificio eucarístico, cantándose en el corazón de la plegaria eucarística. La Didajé, al ofrecer una oración eucarística, introduce el Hosanna:

 Acuérdate, Señor, de tu Iglesia para librarla de todo mal

y perfeccionarla en tu amor

y a ella, santificada, reúnela de los cuatro vientos

en el reino tuyo, que le has preparado.

Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.

¡Venga la gracia y pase este mundo!

¡Hosanna al Hijo de David!

¡Si alguno es santo, venga!;

¡El que no lo sea, que se convierta!

Maranatha. Amén. (Didajé, X,5-6).

  En el ámbito eucarístico, el Sanctus está unido al Benedictus. Clemente Romano explicaba el canto de los serafines que la Iglesia hoy entona y parece que alude a un uso litúrgico: “Estén en Él nuestra gloria y confianza. Obedezcamos a su voluntad. Meditemos cómo toda la muchedumbre de sus ángeles, que están a su disposición, sirven a su voluntad. Pues dice la Escritura: Diez mil miríadas le asistían y mil millares le servían y gritaban: Santo, Santo, Santo, el Señor Sabaot, toda la creación está llena de su gloria. Por tanto, nosotros, reunidos en concordia, en comunión de sentimientos, invoquemos fervorosamente, como si de una sola boca se tratara a Aquél, para que nos haga partícipes de sus grandes y gloriosas promesas” (I Clemente, 34,5-7).

   Las Constituciones Apostólicas, tras un larguísimo prefacio pronunciado por el obispo, señalan cómo todos aclaman con el canto del Sanctus:

 “Por todo esto, a ti la gloria, Dueño todopoderoso. Te adora todo el orden incorpóreo y santo. Te adora el Paráclito… Los querubines y los serafines de seis alas (dos para cubrirse los pies, dos para la cabeza y dos para volar), que junto a mil millares de arcángeles y miríadas de miríadas de ángeles, con voces que nunca cesan ni callan, dicen –y diga todo el pueblo a la vez-: Santo, santo, santo Señor Sabaot, lleno está el cielo y la tierra de su gloria. Eres bendito por los siglos. Amén” (Cons. Ap., VIII,27).

 Y al invitar a la comunión con el clásico “Sancta Sanctis”, “Lo santo para los santos”, los fieles respondían aclamando y ensalzaban la suma santidad de Dios con la aclamación “Hosanna” a Cristo que viene en los dones eucarísticos:

 “Un solo santo, un solo Señor, Jesucristo, para gloria de Dios en el Espíritu Santo. Eres bendito por los siglos. Amén. Gloria en las alturas a Dios, paz en la tierra y beneplácito (de Dios) entre los hombres. Hosanna al Hijo de David, bendito el Señor Dios que viene en nombre del Señor y se ha manifestado entre nosotros, hosanna en las alturas” (Cons. Ap., XIII,13).

20.12.18

Demos gracias al Señor nuestro Dios... (Respuestas XXIV)

    1. El diálogo inicial del prefacio prosigue. Tras decir el sacerdote, elevando más las manos, “Levantemos el corazón” y la respuesta de todos (“lo tenemos levantado hacia el Señor”), sigue diciendo: “Demos gracias al Señor, nuestro Dios”, y los fieles contestan: “Es justo y necesario”.

   Tono vibrante, fuerte: así la voz del sacerdote motiva a los fieles presentes en el momento central de la celebración eucarística, así como los brazos más elevados que en las demás oraciones de la Misa.

    2. “Demos gracias al Señor nuestro Dios. –Es justo y necesario”.

     Esta invitación del sacerdote indica claramente la naturaleza de la plegaria eucarística: una gran oración “de acción de gracias y santificación” (IGMR 78). Los motivos de acción de gracias a Dios se expresan fundamentalmente en el prefacio: “darte gracias, siempre y en todo lugar, porque…” La naturaleza de esta pieza, el prefacio con su diálogo, se refuerzan más si se canta habitualmente en los domingos y solemnidades.

   “¡Demos gracias al Señor, nuestro Dios!” El sacerdote anima y orienta a los fieles presentes a que, levantando el corazón al Señor, con suma atención y recogimiento, con la esperanza puesta en Dios, den gracias al Señor sin distracción alguna. Los fieles asienten a la invitación y reconocen que es verdad, ellos deben dar gracias a Dios: “¡Es justo y necesario!”

    Entonces comienza la gran plegaria eucarística y todos, en silencio y con devoción, nos unimos a ella: “La Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con silencio” (IGMR 78).

      3. En la catequesis a los neófitos lo explica san Cirilo de Jerusalén:

    “Después el sacerdote dice: ‘Demos gracias al Señor’. Y en verdad debemos dar gracias, ya que siendo indignos nos ha llamado a una gracia tan grande, porque siendo enemigos nos ha reconciliado, porque se ha dignado darnos el Espíritu de adopción. Después decís: ‘Es digno y justo’. Porque cuando damos gracias nosotros, hacemos una obra digna y justa; pero Él, obrando no sólo con justicia, sino sobre toda justicia, nos ha beneficiado y nos ha hecho dignos de tan grandes bienes” (Cat. Mist. V,5).

     4. San Agustín exhorta a dar gracias a Dios por su gracia, ya que es gracia ser elevados con Cristo:

 “‘Lo tenemos levantado hacia el Señor’; y para que no atribuyáis a vuestra propias fuerzas, a vuestros propios méritos, a vuestros propios esfuerzos, el tener vuestros corazones en el Señor, porque don de Dios es tener levantados los corazones, por eso continúa el obispo o presbítero que ofrece el sacrificio: “Demos gracias al Señor nuestro Dios” por tener levantados nuestros corazones; y así lo confirmáis vosotros respondiendo: ‘Es justo y necesario’ que demos gracias a aquel que nos concede que tengamos nuestro corazón levantado donde está nuestra cabeza” (Serm. 227).

    En la misma dirección, y con el mismo sentido, predica san Agustín en otro sermón:

    “Oyendo al sacerdote decir: ‘Levantemos el corazón’, respondéis vosotros: ‘Lo tenemos levantado hacia el Señor’; lo tenemos en el Señor. Que la respuesta lleve dentro una verdad. No niegue la conciencia lo que dice la lengua, y porque esto mismo de tener en Dios el corazón es dádiva del cielo y no fruto de vuestras fuerzas, el sacerdote prosigue diciendo: ‘Demos gracias al Señor nuestro Dios’. ¿Por qué darle gracias? Porque tenemos arriba el corazón, y si Él no nos hubiera levantado, yaceríamos por tierra” (Serm. 229B,3).

    4. Como en el cielo los ángeles y los santos adoran a Dios, y constantemente le dan gracias, así nosotros en la Santa Misa no cesamos de dar gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (cf. Sal 117).

    En el cielo resuena constantemente: “Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente, el que eras y el que eras” (Ap 11,16-17). Los veinticuatro ancianos (Ap 4) dan gracias por la creación, la redención y el establecimiento del reinado de Dios y de su Cristo: “Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder…” (AP 4,11).

   La vida creyente es un constante dar gracias a Dios, reconociendo sus obras, su salvación y su gracia: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón” (Sal 137); “¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación… Te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115). ¡Cuántos salmos dan gracias e invitan a dar gracias constantemente a Dios!

   Esta acción de gracias se proclama en la Misa en el prefacio, la primera parte de la plegaria eucarística. Levantamos el corazón al Señor para darle gracias debidamente, con devoción y recogimiento, sabiendo que es justo y necesario reconocer sus beneficios y cantar su gloria.

    El papa Benedicto XVI también, mistagógicamente, nos llevó a una mayor profundidad al considerar este diálogo:

“Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles  para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, dice hoy la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto” (Hom. en el Domingo de Ramos, 17-abril-2011).