Sacerdocio bautismal para la liturgia... ¡y para ser santos!

santos del cielo Entendiendo bien –y es lo que vamos a tratar- el sacerdocio bautismal, comprenderemos mejor la propia vocación a la santidad, el culto a Dios y la auténtica participación plena, consciente y activa en la liturgia.

Una riqueza sin duda: el bautismo y la santa Unción de la Confirmación nos han configurado con Cristo Sacerdote, nos han hecho sacerdotes, profetas y reyes. Ungidos y consagrados, somos por el bautismo sacerdotes.

Por el sacerdocio bautismal, estamos capacitados para participar, tomar parte, en la liturgia santa, con una participación fructuosa, activa, interior y exterior. Es aquella participación plena, consciente y activa que no se reduce a meras acciones corporales, sino que involucra cuerpo y alma, haciéndolo partícipe de la acción divina en la liturgia.

La participación brota de la fe y se desarrolla según un clima de fe, se genera en el encuentro con Dios y desde ahí se despliega en palabras y gestos, en ritos y oraciones. Es expresión de la participación interior, la más importante sin duda, cuando el creyente participa de la acción salvífica de Dios.

El sacerdocio bautismal da una configuración a la persona; la participación en la liturgia es tomar parte existencialmente, vitalmente, con su cuerpo y alma en el encuentro con el Señor y su gracia.

Somos propiedad de Dios, salvados por su amor, y alabándole siempre en continua acción de gracias al Padre por Cristo, ofreciéndonos a Él (cf. Col 3,16; 1Co 10,31; Ap 1,6). Retribuyendo al amor de Dios, correspondiendo a su amor, se participa en la ofrenda de Cristo que se entregó a sí mismo por amor (Jn 17,19; Gal 2,20). San Pablo resume en la carta a los Efesios el alma de este culto bautismal, enlazando el mandamiento del amor con el acto sacerdotal de Cristo: “Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,2).

El culto de cada bautizado se realiza mediante las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) siendo así un culto existencial, desarrollado en la vida cotidiana, como una forma de vivir en el amor, ofreciéndose a Dios en Cristo: ¡todo para la gloria de Dios, sirviendo a Cristo Señor! Se santifica así en lo cotidiano, convierte la vida en una liturgia espiritual desarrollada en el mundo, en la familia, en el trabajo y el apostolado.

Para comprenderlo mejor, san Pedro nos ofrece un camino claro: ofrecerse como hostias espirituales agradables al Padre por medio de Jesucristo (cf. 1P 2,5). Se trata de un culto de la vida caracterizado por el ofrecimiento a Dios, adorándole en Espíritu y Verdad como hijos, y para ello nos ha capacitado el bautismo.

La oblación, lo que se ofrece a Dios, es la predicación del Evangelio (cf. Rm 1,9; 15,16; Flp 2,17), presentando a Dios el propio cuerpo purificado y crismado (cf. Rm 12,1) y la renovación de la mente (cf. Rm 12,2), presentando una conciencia pura y obediente a Dios.

Viviendo así, el sacerdocio bautismal desemboca en la liturgia, llevándonos a participar tomando parte: con fe, devoción, amor; ofreciéndonos y entregándonos; orando e intercediendo; escuchando y meditando; acogiendo su gracia y comulgando. Reducir todo esto a intervenir, hacer cosas, desempeñar un oficio o servicio, etc., es empobrecer la participación en la liturgia y desconocer la grandeza del propio sacerdocio bautismal.

“El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz” (CAT 1263).

“Los laicos participan en el sacerdocio de Cristo: cada vez más unidos a Él, despliegan la gracia del Bautismo y la de la Confirmación a través de todas las dimensiones de la vida personal, familiar, social y eclesial, y realizan así el llamamiento a la santidad dirigido a todos los bautizados” (CAT 941).

“Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta santa, consagran el mundo mismo a Dios” (CAT 901).

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