Vivir cristianamente (Notas de espiritualidad litúrgica - XIX)

Parecería que todo es divagación sin sentido si no atendiéramos y recordáramos el fin último, el objeto al que tiende la espiritualidad litúrgica. Si no fuese así, se seguiría mirando con sospecha la liturgia como ceremonias y ritos, algo público y oficial (o su extremo contrario: sesión divulgadora de catequesis, conceptos, moniciones), pero ineficaz para la vida espiritual, concreta, de cada cristiano.

La espiritualidad litúrgica es aquella que brota de la misma liturgia, con las pautas de la Iglesia, para santificar a sus hijos, elevar sus almas, que traduzcan en sus vidas el Misterio pascual del Señor y vivan cristianamente.

Posee, así pues, una gran incidencia en la vida espiritual, incluso mística, de las almas fieles. Y lo hace desplegando las riquezas de la liturgia a lo largo del año litúrgico, poniendo en contacto con Cristo vivo, escuchando la Palabra de Dios, meditando sus textos litúrgicos, participando con atención amorosa en sus celebraciones, rezando cotidianamente la Liturgia de las Horas… y sumándole aquellos complementos que mantienen el fervor: las devociones o ejercicios piadosos que más agraden y dejen sabor al alma.

Todo esto, tal como hemos ido viendo paso a paso, con el fin de vivir cristianamente, es decir, vivir con Cristo y como Cristo en medio del mundo, santificándonos; vivir cristianamente, muriendo a nuestro hombre viejo y resucitando con Cristo una y otra vez, místicamente, hasta que se complete en nosotros definitivamente en nuestra Pascua personal (la escatología, los novísimos).

Con la espiritualidad litúrgica, sus pautas y sus líneas de fuerza, queremos integrar en el corazón un cristianismo realmente vivo que determina y orienta todo; deseamos que la vida de Cristo transforme todo lo que uno es, dándole una existencia nueva y santa. Y todo esto con el ritmo, el método, los contenidos, de la Iglesia con su espiritualidad litúrgica.

Consideremos despacio estos principios con palabras del abad Brasó:

“La vida espiritual, según la hemos descrito bajo sus diversas actividades de penitencia, oración, práctica de las virtudes y ejercicios de piedad, parecerá tal vez demasiado suave y benigna a quien la considere superficialmente. Para comprenderla justamente, téngase en cuenta que quien quiere vivir del espíritu de la Iglesia debe tomarse las cosas en serio y no detenerse en un cumplimiento material, sino llegar a las últimas consecuencias para obtener la máxima eficacia espiritual, que es la que se intenta.

Las prácticas de la Iglesia, aun las que se refieren a una vida de perfección, suelen ser muy simples y asequibles; pero hay que darse a ellas con toda sinceridad y con toda intensidad: sinceramente, esto es, buscando de veras la finalidad que se pretende; intensamente, que quiere decir aplicando a este fin todas las posibilidades de la inteligencia y de la voluntad. Evidentemente, una aplicación remisa y puramente material de los métodos de la espiritualidad litúrgica no ofrecerá garantía de poder alcanzar la perfección cristiana, cuyo principio y fundamento es “amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Mt 22,40), y cuya norma práctica es que “sólo quienes se hacen violencia conquistarán el reino de Dios” (Mt 11,12).

La liturgia, escuela oficial de la Iglesia, nos enseña que esta violencia radia en la continuidad de una fidelidad a Jesucristo, o, lo que es lo mismo, vivir cristianamente. La vida se vive con naturalidad, sin estridencias, pero sin interrupción y con la debida aportación de todo el organismo. Vivir cristianamente supone una normalidad y una simple connaturalidad en el desarrollo de los principios vitales del cristianismo; mas, al mismo tiempo, exige que esta actividad sea constante y sin reservas o negligencias” (Brasó, G., Liturgia y espiritualidad, Barcelona 1956, 320-321).

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