En Tierra Santa Pablo VI inauguró los viajes papales
CINCUENTENARIO DE LA PEREGRINACIÓN DEL VENERABLE PABLO VI A TIERRA SANTA
RODOLFO VARGAS RUBIO
Se acaban de cumplir cincuenta años del día histórico en que el papa Pablo VI inició el primero de sus desplazamientos internacionales, lo que en la época constituyó una auténtica novedad, ya que los Romanos Pontífices no solían moverse fuera del entorno de sus dominios temporales y, desde que perdieron éstos, ni eso (salvo la estancia estival en Castelgandolfo). Pío VI (1775-1799) había sido el primer papa de la Edad Moderna en realizar un viaje apostólico: el que en 1782 lo llevó a la Viena febronianista de José II (el mismo a quien Federico el Grande llamaba con sorna “mi primo el sacristán” por su manía de tratar como cuestión de Estado todo punto en materia religiosa). Otro viaje se vería constreñido a realizar el papa Braschi, esta vez en 1798, huyendo de la ocupación de Roma por el ejército francés de la Revolución, que acabaría haciéndolo su prisionero, recluyéndolo en Valence, donde murió en 1799. Su sucesor Pío VII (1800-1823) también salió de Roma al extranjero en dos ocasiones: en 1804 para la coronación de Napoleón y cinco años más tarde deportado por el emperador de los Franceses, que lo retuvo cautivo hasta 1814. El beato Pío IX (1846-1878) también se vio obligado a abandonar su sede y refugiarse en Gaeta (en el Reino de las Dos Sicilias) como consecuencia de los desórdenes revolucionarios que recorrieron Europa como un reguero de pólvora en 1848. Después de la expoliación de los Estados Pontificios en 1870 y hasta la Conciliación de 1929 los Papas no salieron del Vaticano. Y después de este último año hubo que esperar hasta el beato Juan XXIII para ver a un pontífice marchar fuera de Roma: en 1962, en efecto, peregrinó a Loreto y a Asís para encomendar el concilio Vaticano II, que estaba por comenzar.
El anuncio del viaje de Pablo VI, elegido Papa seis meses antes, se hizo público el 4 de diciembre de 1963, justo un mes antes del comienzo del histórico evento, durante el discurso final del pontífice en la segunda sesión del Concilio Vaticano II. En dicha ocasión dijo el Santo Padre, explicando el propósito de la novedosa iniciativa:
«Estamos tan convencidos que para obtener un buen éxito del Concilio se deben elevar pías súplicas, multiplicar las obras, que, tras madura reflexión y muchas oraciones dirigidas a Dios, hemos decidido acercarnos como peregrino a aquella tierra, patria de Nuestro Señor Jesucristo […]. Veremos aquella tierra venerada, de donde san Pedro partió y a la que ningún sucesor suyo ha vuelto jamás. Pero Nosotros, humilísimamente y por brevísimo tiempo volveremos allí en espíritu de devota oración, de renovación espiritual, para ofrecer a Cristo su Iglesia; para reclamar para ella, una y santa, a los hermanos separados; para implorar la divina misericordia a favor de la paz, que en estos días parece aún vacilante y recelosa; para suplicar a Cristo Señor por la salvación de toda la humanidad».
Pablo VI no quiso que se considerase su ida a Tierra Santa como un viaje oficial, sino como una peregrinación. No iba en calidad de jefe de Estado porque no había sido invitado oficialmente por el gobierno del Estado de Israel, con el que, a la sazón, la Santa Sede no mantenía relaciones diplomáticas. De hecho, de Roma voló directamente a Amman, la capital del Reino Hachemita de Jordania, desde donde se trasladó hasta territorio israelí. Sin embargo, tanto el rey Hussein como el presidente Zalman Shazar lo recibieron con todos los honores, dada la calidad extraordinaria del visitante. El Papa visitó los Sagrados Lugares, deteniéndose especialmente en Jerusalén, Nazaret y Belén, los tres más emblemáticos entre ellos. En Getsemaní Pablo VI tuvo un gesto que acabó convirtiéndose en habitual en todos los sucesivos viajes apostólicos: besó la tierra que había pisado dos mil años antes el Hijo de Dios. Lo repitió más tarde sobre una piedra a orillas del mar de Tiberíades o lago de Genesaret donde la tradición asegura que Jesús, de pie sobre ella, consignó el poder de las llaves a Pedro. En la Ciudad Santa, además, se encontró con el patriarca ortodoxo de Constantinopla Atenágoras I, que había viajado expresamente para ver al Romano Pontífice, con cuyas miras ecuménicas coincidía. En realidad, hubo dos encuentros: el primero, la tarde del 5 de enero, en la Delegación apostólica en el monte de los Olivos, con una pequeña delegación; el segundo, el 6 de enero, en la residencia del patriarca griego ortodoxo de Jerusalén, en el monte de los Olivos, que es el que tuvo una gran difusión gracias a los medios de comunicación.

Fallecido Pablo VI el día de la fiesta de la Trasfiguración del Señor, 6 de agosto de 1978, precisamente su fiesta preferida según cuentan los que le conocieron, no habían pasado ni dos años cuando el entonces obispo de Brescia, Mons. Luigi Morstabilini, comenzaba a dar los primeros pasos dirigidos hacia la posible Canonización de tan insigne hijo de aquellas tierras. Para ello, pidió consejo al Cardenal Agostino Casaroli, entonces Secretario de Estado del Vaticano, el cual, tras consultar a la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos (que así se llamaba hasta que Juan Pablo II les quitó el apelativo de «sagradas» a las congregaciones vaticanas), respondió en modo totalmente favorable.
RODOLFO VARGAS RUBIO
El trabajo de Montini en la Curia se multiplicó y lo mismo sus actividades en la FUCI. Frecuentemente se ausentaba de Roma para visitar las secciones locales de la organización. Estos viajes y los que realizaba a su tierra natal y al extranjero le compensaban de la rutina de sus responsabilidades en la Secretaría de Estado. Asimismo, su apostolado con los jóvenes universitarios constituía para él un continuo reto. Su visión de la formación que debían recibir era la de un continuo diálogo entre la fe y la cultura. Sólo mentes ilustradas, cultivadas y abiertas eran verdaderamente capaces de hacer progresar la religión en un mundo cada vez más ajeno a ella. Creía en el “gran potencial de conquista” de la actividad cultural y huía de los esquemas tradicionales de formación católica de los estudiantes, piadosos sí, pero poco anclados en la realidad, una realidad que planteaba nuevos retos que sólo una sólida preparación podía asumir.
Cercana ya su beatificación, recordamos la elección de uno de los grandes y santos Sumos Pontífices del siglo XX
¿Cómo llegó Giovanni Battista Montini al papado? Según testimonio de su amigo y confidente Jean Guitton, ya desde su adolescencia y juventud había presentido el futuro Pablo VI que llegaría a ocupar el sacro solio. Su preparación y su carrera podían hacer presagiar, desde luego, ese resultado. Perteneciente a una familia de la alta burguesía lombarda, nació en Concesio (Brescia), el 26 de septiembre de 1897, segundo de los tres hijos del abogado Giorgio Montini, director del periódico Il Cittadino di Brescia, y de Giuditta Alghisi, miembro de la nobleza. Su niñez quedó marcada por los últimos años del pontificado de León XIII, papa que animaba a los católicos a defender sus principios a través de la acción social inspirada en la encíclica Rerum novarum de 1891. Precisamente, el padre de Giovanni Battista era también representante en su provincia del Movimento Cattolico, una suerte de antecedente de la actual Cáritas, para la ayuda a los necesitados.
En el cónclave que siguió al fallecimiento del beato Juan XXIII resultó elegido el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, antiguo estrecho colaborador del venerable Pío XII y a quien había creado cardenal el beato Juan XXIII en su primer consistorio, el 15 de diciembre de 1958). Su elevación a la cátedra de Pedro no había sido una sorpresa para nadie, pues había sido patrocinada por poderosos personajes del Sacro Colegio pertenecientes a la ahora muy influyente ala liberal (los cardenales Frings y Liénart, los mismos que desde el primer día habían armado la revolución en el Concilio). En un cónclave no se proclaman candidatos ni se organizan campañas electorales al modo de las democracias en el mundo político civil. No hay programas que discutir ni mítines ni debates públicos. No obstante, existen mecanismos sutiles mediante los cuales un cardenal papabile (con reales posibilidades de resultar elegido) es promovido, lo cual lo convierte en papeggiante (o sea aquel que cuenta con apoyos concretos además de posibilidades). Montini fue ambas cosas.
Durante el cónclave, el ala tradicional —capitaneada por Ottaviani— opuso a la candidatuta liberal la de Ildebrando Antoniutti (pues el cardenal Siri de Génova, ya delfín de Pío XII y candidato deseado, no había querido entrar en liza), pero no consiguió impedir una elección que estaba ya decidida desde 1958, cuando no fue posible por no ser Montini cardenal. Ahora que lo era no estaban dispuestos sus valedores a perder esta oportunidad. Así fue cómo, el 21 de junio de 1963, el arzobispo de Milán se convirtió en Pablo VI, siendo coronado el 30 por Ottaviani, en su condición de protodiácono del Sacro Colegio (detalle que sería irónico si no fuera por el profundo sentido de Iglesia que caracterizó siempre al combativo cardenal). Pablo VI manifestó inmediatamente, por supuesto, su voluntad de proseguir el Concilio, si bien era consciente de las dificultades que se presentaban. No en vano, cuando el Cardenal Montini recibió en su día la noticia de la convocatoria del Vaticano II, su primera reacción fue decir: “¡Menudo avispero!”, como han declarado testigos presenciales en su Proceso de Canonización.





