Cuando los católicos tailandeses se convirtieron en enemigos de la patria
A LOS 70 AÑOS DE LA MUERTE DEL BEATO NICOLAS BUNKERD KITBAMRUNG
Del continente asiático, que en el siglo XX presenció la muerte de innumerables mártires, se podrían destacar muchos ejemplos de perseverancia heroica en la fe. De especial interés es el caso de poco conocido de los católicos tailandeses, que se refleja en la aventura personal de Nicolas Bunkerd Kitbamrung, misionero y mártir, primer sacerdote tailandés que ascendió a la gloria de los altares.
Nacido el 31 de enero de 1895 en la región de Nakhon Chaisiri, provincia de Nakkon Pathon, a unos 30 km de la capital Bangkok, sus padres, Joseph Poxang y Agnes Thieng, católicos en aquel ambiente budista, lo llevaron a bautizar recién nacido. En el bautismo se le impuso el nombre de Benedict, como aparece en su certificado de bautismo, pero años después, en su ordenación sacerdotal, cambiaría su nombre a Nicolas para evitar confusión con otro sacerdote del mismo nombre en su Congregación. Además de ser educado religiosamente en su casa, Benedict frecuentó desde niño la misión católica, como sus otros cinco hermanos, donde aprendió el catecismo e hizo la primera comunión.
Monaguillo desde pequeño en su parroquia de St. Peter, tenía trece años cuando dijo con firmeza que quería ser sacerdote y fue admitido en el seminario menor “Sacred Heart of Jesus” en Bang Xang, donde hizo sus correspondientes estudios hasta que en el año 1920 fue admitido en el seminario mayor de Penang, en Malasia, diócesis que hacía poco se había independizado de la capital, Kuala Lumpur. Seis años fue alumno de este seminario mayor y cursó en él la filosofía y la Teología, en los que mostró una inteligencia aguda y un carácter un poco testarudo, que pedía a sus formadores le ayudasen a moderar. De regreso a Tailandia fue ordenado sacerdote el 24 de enero del año 1926 en la catedral de Bangkok junto a otros cuatro compañeros por aquel que había sido su párroco en St. Peter y le había bautizado, y ahora había sido nombrado Vicario Apostólico de Siam.
Como primer encargo pastoral fue enviado a ejercer su ministerio en el pueblo de Bang Nok-Khnuek en calidad de coadjutor de un sacerdote de los misioneros de las misiones extranjeras, el P. Durand. Cuando un año después, en octubre de 1927 un grupo de salesianos italianos se hicieron cargo de esta misión, el ahora P. Nicolas continuó con ellos un tiempo dedicado a la catequesis y a enseñarles a los nuevos misioneros la lengua tailandesa, a la vez que él estudiaba chino para poder misionar en otras zonas del país. De hecho, en 1930 le dieron un nuevo encargo que denotaba gran confianza en sus cualidades y en sus virtudes: fue enviado con otro sacerdote a la zona de misión norte del país, primero a Lampnag y después a Chiang Mai, cerca ya de Laos y Birmania, donde numerosos católicos, quizás por falta de asistencia pastoral, habían abandonado la fe formal o prácticamente.
La tarea era difícil porque los cristianos estaban dispersos por muchos poblados y en una zona montañosa, muchos de cuyos pueblos eran de difícil acceso. El P. Nicolas no se arredró ante las dificultades, y a lo largo de siete años visitó casa por casa a todos los cristianos de cuyo abandono religioso tenía constancia y pacientemente los invitó a regresar a la práctica religiosa y al seno de la Iglesia. Construyó también en Chiang Mai una capilla para que facilitar la práctica religiosa de aquellos cristianos y como punto de referencia comunitario. En este tiempo y en este cargo se demostró el extraordinario temple apostólico de este sacerdote, su espíritu de sacrificio y su entrega generosa al ministerio del buen pastor que busca las ovejas descarriadas.

Don Pino (Giuseppe) Puglisi ha hecho historia en la Iglesia por ser el primer sacerdote beatificado -lo será el próximo 25 de mayo- como mártir por haber muerto a manos de la mafia siciliana. Todo homenaje que se le pueda hacer es poco a este valeroso sacerdote, férreo defensor de los niños de Palermo usados por la mafia para distribuir heroína y otras drogas, que se hizo famoso por organizar un hogar para salvar a cientos de niños del barrio Brancaccio de Palermo, donde él mismo nació. Su compromiso obstaculizó los planes de la mafia. Fue asesinado por sicarios el 15 de septiembre de 1993, el mismo día en que cumplía cincuenta y seis años. Hijo de un zapatero, Carmelo, y de una costurera, Josefa Fana, Giuseppe nació el 15 de septiembre de 1937 en el citado barrio palermitano. El Brancaccio palermitano ha sido descrito como un lugar donde no existe el Estado, pero sí la ley, unas normas no escritas que no imponen ni policías, ni jueces, sino unos tipos que dan órdenes con gestos, miradas y palabras que nunca llegan a pronunciarse.
Pero hay otra cosa que tristemente caracteriza a Palermo: el surgimiento de la mafia, su desarrollo como fenómeno criminal organizado y que va más allá de la violencia y los homicidios que, durante largos años, han teñido de sangre a esta ciudad. Al contrario de lo que dice la creencia popular, la mafia siciliana surgió, en realidad, durante mediados del siglo XIX, al mismo tiempo que la aparición del nuevo Estado Italiano. Italia no llegó a ser un estado soberano hasta ese momento, y fueron la industrialización y el comercio los que trajeron este cambio y supuso la auténtica fuerza que impulsó el desarrollo de la mafia siciliana. La mafia siempre ha sido más fuerte al oeste de la isla, especialmente alrededor de la ciudad de Palermo, su lugar de nacimiento. Palermo era, y todavía es, el centro industrial, comercial y político de la isla de Sicilia, por lo que la mafia situó su base aquí, en contraposición con el medio rural, que se encontraba subdesarrollado en términos económicos. La mayor fuente de exportaciones, así como de riqueza de la isla desde la cual brotó la mafia, eran las grandes fincas de naranjales y limoneros que se extendían desde los mismos muros de la ciudad de Palermo.
En julio se cumplieron 75 años desde el comienzo de aquel verano ardiente de 1936, cuando en España se desató la etapa más cruel y sangrienta de la persecución religiosa que venía teniendo lugar sistemáticamente desde 1931, bajo la Segunda República. Porque a todo lo largo de ese período de vorágine política no faltaron estallidos de furia anticatólica, que se tradujeron en quemas de iglesias y conventos, maltrato y hasta asesinato de sacerdotes y religiosos, destrucción de ingente patrimonio artístico y cultural por el solo hecho de su carácter religioso. Un ensayo general a escala local de lo que sería la gran oleada persecutoria que inundaría media España algún tiempo después lo constituyó la Revolución de Asturias de 1934, aquella intentona de los socialistas y comunistas de tomar el poder por la fuerza al no resignarse a la victoria limpia y legal de las derechas en las elecciones del año anterior (dicho sea de paso, fue ese golpe de Estado frustrado y no el Alzamiento del 18 de Julio lo que condenó irremisiblemente y acabó por dar al traste con la República).
En segundo lugar, lejos de observar una actitud provocadora o desafiante, la Iglesia Católica se mostró prudente, a veces hasta en exceso frente a un Estado agresivo e intolerante. La actitud del Nuncio Apostólico, Mons. Federico Tedeschini (más tarde cardenal) fue juzgada demasiado apaciguadora y condescendiente con un poder político que no demostraba consideración hacia la religión mayoritaria de España. Idéntica postura fue la observada por el Cardenal catalán Vidal i Barraquer. Es más: se sacrificó a los prelados más valientes –el Cardenal Segura y el obispo Múgica de Vitoria– por bien de paz, que se demostró al final ser completamente ilusorio. A pesar de la Carta de los Metropolitanos de 1931 y de la Pastoral Colectiva del Episcopado Español de 1932, los Obispos se mantuvieron por lo general en un silencio expectante, que fue funesto para los católicos, que esperaban de ellos una guía para la acción y se vieron en consecuencia desorientados, sin saber cómo proceder y dejándose ganar el terreno por los sindiós. La Acción Católica, que habría podido ser una fuerza determinante y disuasoria a la hora de enfrentarse a las políticas antirreligiosas del gobierno como correa de transmisión de las directivas del episcopado, adolecía de falta de organización y de empuje y quedó completamente neutralizada. No hubo, pues, una fuerte y concertada oposición católica a los desmanes de los sectarios y la Iglesia acabó yendo como oveja al matadero.
El 5 de diciembre del año pasado, un grupo de Consultores Teólogos designados para este caso y reunidos en la Congregación de las Causas de los Santos, en el Vaticano, discutieron y aprobaron por uanimidad el carácter martirial de la muerte del P. Teófilo Fernández de Legaria Goñi y de sus 4 compañeros, todos ellos miembros de la Congregación de los Sagrados Corazones y -ahora lo podemos decir con propiedad teológica- verdaderos mártires de la persecución relgiosa desatada en España en los años 30. Todos ellos murieron en el mes de agosto del 1936 en la provincia de Madrid, aunque en lugares y días distintos, todos ellos únicamente por ser religiosos. Pero de este grupo me interesa especialmente el mismo P. Teófilo, por las especiales características de su martirio.
Se distinguió de modo especial en la defensa de los derechos de la Iglesia Católica en los difíciles años de la República española (que comenzó desde el principio persiguiendo a la Iglesia en su legislación en su permisividad hacia los atentados contra todo lo que fuera católico), promoviendo la Hermandad de San Isidoro de Sevilla. En agosto de 1935 fue nombrado Superior y Director del Escolasticado de la Congregación en El Escorial, el Seminario de San José. Durante su breve Superiorato dejó un recuerdo imborrable entre sus alumnos, como se ha mostrado en su proceso de Canonización. Su paso por el escolasticado fue una gracia especial. Su actividad fue increíble; su celo, extraordinario, inculcando en los alumnos una veneración y amor grandes hacia el sacerdocio.





