El Monasterio de La Santa Espina III: el reconocimiento de don Juan de Austria por Felipe II

El 28 de septiembre de 1559, se produce el encuentro entre Felipe II y Jeromín -don Juan de Austria- en un claro próximo al Monasterio de la Santa Espina.

Tomado literalmente del Capítulo V del libro Un Rincón de Castilla. Reseña Histórica del Monasterio de La Santa Espina, de don Antolín Gutiérrez Cuñado.

Hay un hecho en la historia de España poco conocido, y al parecer insignificante, pero trascendental por sus consecuencias, digno de ser representado en el mármol y en el lienzo, y que por escenario tuvo el ameno valle de la Santa Espina, delante de los muros del Monasterio: el reconocimiento del que había de ser el invicto Capitán don Juan de Austria por su hermano Felipe II, el célebre Monarca a quien la Historia da el dictado de el Prudente.

Uno de los personajes que más sobresalían entre los que acompañaban al Emperador Carlos V, era Luis Méndez Quijada, señor de Villagarcía, Villanueva de los Caballeros, Santofimia y Villamayor de Campos, descendiente de la noble familia de los Quijadas, que descansaban en el Monasterio en la Capilla de su nombre. Le tocó la suerte de recibir por esposa a la excelsa dama, honra y prez de la castellana nobleza, doña Magdalena de ülloa, hermana del primer Marqués de la Mota, nobilísima señora, dechado de virtudes, de cuyas manos corrió siempre tan abundante el río de oro de su caridad, que no titubeó el V. P. Lapuente en darle el honrosísimo título de La Limosnera de Dios.

Sin límites debía de ser la confianza que el Emperador tenía puesta en su mayordomo Luis Quijada, por cuanto sólo a él le hizo sabedor del origen de su hijo Jeromín, y sólo a él le confió la educación secreta del mismo.

Jeromín fue enviado por Quijada con dicho intento a la virtuosa doña Magdalena.

 A pesar de la reserva misteriosa con que su esposo se le entregó, ¡con cuánto esmero y con qué solicitud formó esta gran mujer en el señorial palacio de Villagarcía el tierno corazón de Jeromín, el simpático niño de ojos garzos, de rubia cabellera y pálidas mejillas, vestido de humilde labradorcillo! Quien anhele solazarse con las escenas de amor y ternura que se desarrollaron entre Jeromín y la cariñosa madre que el cielo le deparó, pase atentamente la vista por las páginas de la obra magistral del P. Coloma que lleva por título el nombre del hijo del César español, y más de una vez sentirá arrasarse los ojos en lágrimas de ternura. ¿Quién no siente emoción figurándose, por ejemplo, aquella escena de la limosna dada al pobre mugriento de Tordehumos?…

Vuelto Felipe II de Flandes a España en 1559 y muerto en Yuste tranquilamente el que había sido Rayo de la guerra, una de las primeras cosas que dispuso el Rey prudente fue el reconocimiento de Jeromín. Envió, al efecto, órdenes a Quijada para que condujese al labradorcillo, sin que nadie se enterase, al Monasterio de la Espina, el día 28 de Septiembre, simulando una cacería.

De mano maestra ha trazado la pintura de la entrevista el P. Coloma con su primoroso pincel y con los colores inimitables de su paleta. Admiremos cuadro tan hermoso:

«… Eran harto frecuentes en Villagarcía las partidas de caza para que pudiese llamar la atención de Jeromín la sencilla montería que mandó disponer Luis Quijada para el 28 de Septiembre en el monte de Torozos. Quiso, sin embargo, Quijada atar bien todo» los cabos y prevenir con tiempo esos inconvenientes de última hora que malogran a veces las más bien meditadas empresas. Llamó, pues, aparte a su montero, y mandóle preparar para el siguiente día dos o tres batidas a primera hora y levantar luego una pista falsa o verdadera que le llevase al Monasterio de la Espina; pues érale forzoso estar poco antes de medio día entre el convento de los frailes y la Torre de los Montaneros.

Salieron al amanecer Luis Quijada y Jeromín, sin más aparato que el necesario de perros y monteros. Iba Jeromín en un caballo negro muy bien enjaezado, llevando sobre la ropilla de labrador un sayo de monte verde. Cazaron hasta las diez de la mañana con muy buena fortuna, y a esta hora avisó el montero que los perros levantaban la pista de un ciervo hacia el lado de la Espina. Siguiéronla Luis Quijada y Jeromín, internándose en el monte, cada vez más agreste y solitario, hasta que los perros se pararon de repente jadeantes, y husmeando a uno y a otro lado como desorientados, se lanzaron al fin por otra pista transversal y diametralmente opuesta. Oyéronse al mismo tiempo por aquel lado sones de bocinas y grande estruendo de ladridos y vocerío, y vióse cruzar como una flecha entre las carrascas un gallardo ciervo y otra furiosa jauría, y un tropel de cazadores que le iban persiguiendo.

Paró Luis Quijada en firme su caballo, y dijo a Jeromín mirando atentamente a los cazadores desaparecer en la espesura:

— Monteros del Rey son… Dejémosles libre el monte…

Mudaron entonces el rumbo hacia un espacioso claro que había dejado en el monte una corta de encinas, y a poco descubrieron a la derecha la Torre de los Montaneros, a la izquierda los muros del convento, y, entre ambos edificios, un bosquecillo de unas cien encinas, de esas que por dejarse en las cortas para sombrear el ganado llamaban atalayas. Por entre ellas salían en aquel momento dos caballeros, cabalgando muy al paso, como si esperasen algo o hablasen reposadamente.

Violes Jeromín el primero, y llamó la atención de Quijada: mas éste siguió caminando hacia ellos como si fuera su intención salirles al encuentro. De repente, paró Jeromín su caballo: había reconocido en uno de los jinetes al caballero de nariz corva y luenga barba muy cuidada, que viera en Valladolid cinco años antes, en la huerta de los Descalzos.

Detúvose también Quijada, y volviéndose en la silla a Jeromín que había quedado rezagado, díjole con cierta honda emoción extraña en hombre tan sereno:

—Llegaos, Jeromín, y no os alborote esto… Ese gran señor que veis allí es el Rey; el otro, el Duque de Alba… No os alborotéis, digo; porque quiéreos muy bien y piensa haceros mercedes…

Estaban ya encima los dos jinetes, y seguíanles de lejos otros dos que parecían monteros del convento. No tuvo Jeromín tiempo de contestar; pero túvolo de reconocer en el Rey al joven blanco y rubio, de barba recortada a la flamenca, que vio cruzar la plaza de Valladolid entre los vítores del pueblo, desde el rosetón de la sacristía de los Descalzos. Los cinco años transcurridos habíanle dado, sin envejecerle, más gravedad a su rostro y más reposo a sus maneras. Contaba entonces don Felipe treinta y dos años.

Apeáronse los de Villagarcía y fueron a besar la mano al Rey con una rodilla en tierra. Alargósela éste a Luis Quijada sin moverse del caballo; mas era Jeromín tan chico, que no pudo cumplir esta parte del ceremonial en aquella humilde postura. Apeóse entonces el Rey, riéndose alegremente, y dióle a besar la mano, y levantándole la barbilla, miróle de hito en hito largo rato con gran curiosidad y como si pretendiese turbarle. No lo consiguió, sin embargo. Ni era ya Jeromín el niño asustadizo y tímido que había ido a Yuste, ni tuvo nunca don Felipe a sus ojos aquella aureola de ser sobrenatural con que siempre se presentaba a su imaginación la figura de Carlos V.

Hizo entonces el Rey a Jeromín muchas preguntas, a que contestó el muchacho con despejo y muy compuesta modestia, pero sin cortedad ni encogimiento, y fuese luego con Quijada hacia el bosquecillo de encinas, dejándole solo con el caballero de nariz corva y luenga barba, que le había dicho Luis Quijada ser el Duque de Alba. Los monteros habían recogido los caballos y manteníanse a respetuosa distancia.

Mal rato pasó entonces Jeromín al verse solo con el grave magnate, que se mantenía a su lado respetuosamente de pie y con la gorra en la mano. Parecíale esto muy extraño a Jeromín habiéndose alejado el Rey y aun perdídose de vista entre los árboles, y molestábale y le turbaba aquella humilde actitud en tan alto personaje. Rompió al fin el Duque aquel embarazoso silencio preguntando a Jeromín por doña Magdalena de Ulloa, haciendo gran panegírico de sus dotes y virtudes, lo cual fue tan del agrado del niño, que rompió al punto el hielo y estableció comunicación y simpatía entre el famoso caudillo y el inocente muchacho.

Mientras tanto, informábase don Felipe detalladamente de Luis Quijada sobre el carácter y cualidades de Jeromín, y confiábale y sometía a su consejo los planes que sobre él tenía formados. Era su intento reconocerle públicamente como hijo del Emperador y hermano suyo propio, y darle en la corte la categoría de Infante, aunque sin este nombre ni más tratamiento que Excelencia. Teníale ya formada casa a este propósito, y pensaba educarle con su hijo el Príncipe don Carlos y su sobrino don Alejandro Farnesio, a fin de que las buenas cualidades de Alejandro y de Jeromín despertasen la emulación en el ánimo flojo y no bien inclinado del Príncipe don Carlos.

Mas para todo esto érale necesario a don Felipe el concurso de Luis Quijada y de su esposa, porque evidente era que aquel brusco cambio de la fortuna podía hacer grandes estragos en Jeromín, si no tenía a su lado para guiarle y corregirle aquellas mismas personas que con tan buena fortuna habían enderezado ya sus primeros pasos. Por eso quería don Felipe que, con el nombre de ayo, siguiera Luis Quijada a Jeromín a la corte y le gobernara su casa, y le acompase igualmente doña Magdalena y le amara y guiara con el nombre de madre, cargo—decía don Felipe— que no se reconoce ni se retribuye en la corte; pero que Dios y el Rey le agradecerían y retribuirían con verdadera largueza.

Y para establecer un vínculo que uniese más y más a Jeromín con el Príncipe don Carlos y pudiera éste aprovecharse de las ventajas morales que aquél tuviera, quería también el Rey que aceptase Luis Quijada el cargo de Caballerizo mayor del Príncipe, y para autorizar estos cargos y darles el ayuda de costas que requerían además de sus sueldos, ofrecíale el Rey para muy en breve la Encomienda del Moral en la orden de Calatrava, y dábale desde luego la plaza de Consejero de Estado y de guerra.

Aceptólo todo Luis Quijada gustosísimo, porque todo ello venía a satisfacer sus aspiraciones y a cumplir sus deseos y los de doña Magdalena, como si el mismo Rey les hubiese consultado antes. Satisfecho también don Felipe, y dejándose llevar de su nimio afán de detallarlo todo, dióle a Luis Quijada un papel en que se hallaban anotadas las personas que habían de formar la casa de Jeromín, y ordenóle que con entera libertad hiciera cuantas observaciones le ocurriesen, porque dispuesto estaba a modificar y aun a variar por completo todo lo que a juicio de él y de doña Magdalena fuese necesario para la conveniencia del niño.

Aprobada que fue esta lista por Luis Quijada, en su nombre y en el de doña Magdalena, dióle el Rey la última orden… Que de allí a dos días, es decir, el 1.° de Octubre, estuviese Jeromín instalado con ambos esposos en Valladoiid, en las casas que poseía doña Magdalena frente a las del Conde de Rivadeo, que habían de ser por entonces la residencia del nuevo Príncipe, y que el 2 de Octubre, a las doce del día, llevase Luis Quijada secretamente a Jeromín a Palacio, para que, después de la comida, pudiera el Rey presentarle a la Princesa doña Juana y al Príncipe don Carlos, y reconocerle por hermano ante toda la corte. El tiempo y la ocasión vendrían más adelante de publicar este reconocimiento por todo el reino.

Duró más de una hora esta plática que sostuvieron el Rey y Luis Quijada, paseando a las sombras de las encinas atalayas, y cuando salieron ambos al claro del monte, ni la perspicacia de cortesano tan fino como el Duque de Alba hubiera podido descifrar en aquellos rostros impasibles lo que entre ellos había mediado.

Al acercarse al grupo que Jeromín y el Duque formaban, dijo el Rey a Luis Quijada:

—Fuerza será agora quitar la venda al muchacho.

Dirigióle entonces a Jeromín otras muchas preguntas muy afables y aun chanceras, y como quien recuerda algo de repente, díjole muy cariñoso:

—Y a todo esto, señor labradorcillo, no me habéis dicho aún vuestro nombre.

—Jeromín—respondió el muchacho.

—Gran santo fue; pero preciso será mudároslo… ¿Y sabéis quién fue vuestro padre?…

Enrojeció Jeromín hasta el blanco de los ojos, y alzólos hacia el Rey entre llorosos e indignados, porque le pareció afrenta no tener respuesta que darle. Mas conmovido entonces don Felipe, púsole una mano en el hombro, y con sencilla majestad le dijo:

—Pues bien, ánimo, amigo mío, que yo he de decíroslo.

El Emperador, mi señor y padre, lo fue también vuestro, y por eso yo os reconozco y amo como a hermano.

Y abrazóle tiernamente, sin más testigos que Luis Quijada y el Duque de Alba. Los monteros miraban la escena desde lejos sin darse cuenta de ella… Los ladridos de la jauría y la alegre fanfarria de las bocinas anunciaban a lo lejos que los cazadores volvían trayendo una res muerta…

Aturdido por aquella revelación, subió Jeromín al caballo, teniéndole Luis Quijada el estribo. En todo el trayecto hasta Villagarcía sólo una vez desplegó los labios; volvióse a Luis Quijada, que le seguía, y preguntó:

—¿Y mi tía sabe…?

—Todo—respondió Quijada.

Apretó el paso Jeromín, como si el llegar al castillo se le hiciese tarde, y atravesó corriendo el patio, y subió a saltos la escalera, y llegó al estrado, abriendo y cerrando puertas con estrépito… Estaba allí doña Magdalena, de pie, sola, muy pálida… Lanzóse a ella el niño y le asió la mano para besársela…

— ¡Tía!… ¡Tía!…

—Señor mío es Vuestra Alteza, que no mi sobrino— le respondió la dama.

Y quiso besarle ella la mano y sentarle en su sillón y hacerlo ella sobre la alfombra.

Mas el niño, fuera de sí, gritó con energía inmensa, que enronquecía su voz empapada en llanto:

—¡No!. . ¡No!… ¡Mi tía!… ¡Mi tía!… ¡Mi madre!…

Y se abrazó a ella llorando, convulso, desolado y rabioso al mismo tiempo, como quien llora un bien por su culpa perdido, y la sentó a la fuerza en un sillón y no calló ni sosegó hasta que, sentado él a sus pies y con la cabeza apoyada en sus rodillas, le prometió una y mil veces doña Magdalena que siempre sería su tía, que nunca dejaría de ser su madre.

Sucedía todo esto un jueves, y al lunes siguiente, que fue 2 de Octubre, verificóse el reconocimiento de Jeromín en Valladolid, tal como el Rey don Felipe lo había dispuesto. Así consta en el manuscrito de la biblioteca Maggliabecchiaoa de Florencia, citado por Gachard: «… Jueves 28 de Septiembre, alcanzaron los señores del Santo Oficio que el Rey no se fuese hasta ver el acto; y así luego lo hicieron pregonar para el 8 de Octubre. Y así se fue el Rey a la Spina, y allí le truxeron su medio hermano y holgó de vello tal como es, hermoso y avisado; y mandó que le llevasen a su casa secretamente. Y así, el lunes siguiente, hizo a todos los de su palacio que le reconociesen por su hermano, comenzándolo él a abrazar y a besar, y luego su hermana, y luego su hijo, y luego los de capa negra…». Hasta aquí el P. Coloma (Jeromín, por el P. L. Coloma. Tomo I, cap. XVI).

Puede leer también:

El Monasterio de La Santa Espina I

El Monasterio de La Santa Espina II

1 comentario

  
Manuel Rodríguez Blanco
Que historia más agradable, gracias
16/06/22 11:51 AM

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