El Monasterio de La Santa Espina I

Documentos de referencia:

Antón Casaseca, Francisco[1]Monasterios Medievales de la Provincia de Valladolid, Santarén, Valladolid, 1942.

Gutiérrez Cuñado, Antolín [2]Un Rincón de Castilla. Reseña Histórica del Monasterio de la Santa Espina. Imprenta Ibérica, Madrid, 1913.

Guillén Robles, Francisco[3]El Monasterio de La Santa Espina. Su erección, privilegios y vicisitudes. Imprenta y Lit. de los Huérfanos, Madrid, 1887.


En la comarca de los Montes Torozos, en un valle formado por el arroyo Bajoz, se alza el Monasterio de la Santa Espina, a unos 45 Km de Valladolid y a 21 Km de Medina de Rioseco.

Dice el P. Manrique en sus «Anales» que, siguiendo la Cronología Cisterciense, el Monasterio de La Santa Espina habría sido fundado en 1143. Pero el mismo P. Manrique data con exactitud el momento en que nace la casa cisterciense de La Espina, al insertar la carta fundacional. Según esta, el 20 de enero de 1147, doña Sancha, ante los Prelados de Segovia, León y Palencia; de los Condes Poncio de Cabrera, Manrique y Amergot; y en presencia de otros próceres y guerreros de su Corte, declaró que le daba a Bernardo, Abad de Claraval en Francia, dos heredades suyas, llamadas de San Pedro de Espino y de Santa María de Aborridos; los linderos de ambas posesiones comprendían montes bravos y labrantíos, viñas, prados y fuentes. La donación se hacía para edificar en estas tierras un Monasterio en honor de Jesús y de María, en cuyo recinto Monjes Cistercienses habían perpetuamente de implorar la divina misericordia, para que perdonara los pecados de la donadora, los de sus ascendientes y los de todo fiel cristiano, vivo o difunto.

Las memorias del Monasterio y las lecciones de la principal festividad religiosa que en él se celebraba de antiguo, autorizaron una tradición, cuyo fondo de verdad esmaltó la fantasía popular con los brillantes colores de su lozana inspiración y con el prestigio de lo maravilloso.

Dos años después de la erección en 1147, el 6 de Abril de 1149, el Rey Don Alfonso VII, estando en Zamora, confirmó con sus hijos Sancho y Fernando la donación de la Infanta su hermana, dando en la nueva fundación y en sus pertenencias absolutas facultades al Abad de Claraval y lanzando su maldición sobre todos aquellos, aun de los de su estirpe, que contradijesen su voluntad y dañasen al Monasterio, entregándolos, cual nuevos Judas, al fuego eterno.

Halláronse presentes a la celebración del acta de confirmación la misma Infanta Doña Sancha, Bernardo, Berenguer y Juan, Obispos de Zamora, Salamanca y León respectivamente, el Conde Poncio, Mayordomo del Emperador, los Condes Osorio, Amalrico y Ramiro Floles, con varios otros magnates de la Corte.

El Monasterio conservó las memorias de su erección, sintetizándolas en inscripciones, que campeaban en sus paredes y tapices, de los cuales poseía algunos bien ricos. Había, al parecer, un tapiz bordado con las armas imperiales de don Alfonso y, haciendo juego con ellas, el escudo de San Bernardo. Alrededor de estas armas estaba dispuesto este título:

Petit, Sanctia; Aediftcat, Bernardus per Nibardus; Ditat,

Alphonsus; Protegit, Spinea corona; Aperit, Petrus.

Ordenado cada nombre con su verbo correspondiente, la inscripción vendría a decir: pide la Infanta a San Bernardo religiosos; edifica el Monasterio por medio de su hermano Nibardo; el Emperador Alfonso dota y enriquece la fundación; la Santa Espina protege el Monasterio y ábrele las puertas del cielo San Pedro.

Nivardo

Cuenta don Antolín Gutiérrez:

«San Bernardo, dando a la piadosa Infanta doña Sancha prueba de honrosísima distinción, envió a su hermano San Nibardo, como director de la fábrica del Monasterio, con el aviso de trazarla conforme a los planos de la celebérrima Abadía de Claraval.

Pocas noticias tenemos del ilustre enviado, mas hay una admirable frase suya que puede reflejar toda la vida. Estando de niño recreándose con los amigos de su edad, fué a despedirse de él uno de sus hermanos en ocasión de ir con éstos, excepción hecha del pequeño Nibardo, a recibir el hábito del Cister.

—Quédate con Dios, hermano Nibardo—le dijo—y que en tu cabeza queda toda la hacienda de nuestros padres.

A lo que replicó el niño con gran cordura:

—No es buen repartimiento el que hacéis: ¡dadme a mí la tierra y llevaros vosotros el cielo!

Elevada respuesta que deja traslucir la grandeza de alma del esclarecido varón, enviado para edificar el Monasterio.

Concluida la fábrica en 1147 y poblado el Monasterio en 1149, ¿volvió San Nibardo a Francia?

El P. Águila, sostiene briosamente que San Nibardo no vino a España como mero director de las obras, sino también como primer Abad del Monasterio, en donde murió y fue enterrado.

Lo cierto es que el Santo Abad de Claraval, informado por San Nibardo, fuese de vista o por escrito, envió a doña Sancha el testimonio de su predilección hacia el Monasterio, cosa que ennoblece a éste tanto más cuanto más cariñosas son las palabras del Santo:

Obsecram vos, et pro novella vestra plantatione (ILLOS LOQÜOR DE SPINA), ut eis viscera misericordia exhibeatis, quatenus vestro beneficio sustentan in servítío Dei et suo ordine perseverent.

Es decir: «Os suplico también por aquella vuestra nueva fundación (por los de la Espina hablo) que les mostréis las entrañas de misericordia; de modo que sustentados con vuestro beneficio perseveren en el servicio de Dios y en su Orden.»

Sin embargo, Francisco Antón pone en duda que el fray Nivardo que vino a construir La Espina fuera el hermano de sangre de San Bernardo y que muriera en el Monasterio:

«Con los monjes blancos, viene a La Espina un fray Nivardo. Este «frater Nivardus», ¿es el hermano menor del abad e Claraval? Hay quien dice que sí y hay quien dice que no.

El P. Águila y el P. Vivar, en el «Tumbo», dicen que sí: que el Nivardo que viene a fundar el Monasterio de La Santa Espina era, efectivamente,  el hermano pequeño de San Bernardo. Añaden, además, que Nivardo vivió y murió en La Espina, y que allí estaría enterrado. Pero esto es más que dudoso. Hasta es dudoso que el Beato Nivardo, hermano de San Bernardo, viniese a España. Que vino un Nivardo no cabe duda. Y dice Yepes que Nivardo edificó la casa y oficinas, conforme lo estaba la abadía de Claraval. Al parecer este fray Nivardo fue también el primer maestro de novicios y, después de los primeros trabajos de instalación en el Monasterio, deja el cargo y, con permiso de San Bernardo, vuelve a Francia. De ello se queja el abad de La Espina al de Claraval.

Vacandard se pregunta si este maestro de novicios es el mismo fray Nivardo de las epístolas 301 y 455 del abad de Claraval. Porque en esas dos epístolas San Bernardo nombra a un Nivardo que llega a España, a quien llama «frater Nivardus» y «frater noster Nivardus». Lo probable es que sea el mismo. Pero eso no significa que este Nivardo sea el hermano de sangre de San Bernardo porque esa denominación de «hermano» se la aplicaría a cualquier fraile de la orden. Además, se sabe indudable que Nivardo, el hermano del abad de Claraval, se hallaba en esta época en la abadía de Soleuvre (Normandía), fundada en 1147 y no es probable que Nivardo estuviera a la vez en esta abadía y en La Espina. Por lo tanto, resulta muy dudoso que el Nivardo venido aquí sea el hermano de sangre del santo abad de Claraval.»

¿Quién era doña Sancha?

Sancha Raumúndez (1095/1102-28 de febrero de 1159), infanta de León, fue hija de Raimundo de Borgoña y de la reina Urraca I de León y hermana de Alfonso VII, el Emperador. Fue nieta de Alfonso VI, conquistador de Toledo, y sobrina carnal del Papa Calixto III. Fue su hermano Alfonso VII, el Emperador, quien le otorgó el título de reina, además del de Infanta.

Según cuenta la tradición legendaria, Doña Sancha, impulsada en sus juveniles años por el fervor de la devoción, vistió el hábito de peregrina y visitó la Tierra Santa, teatro entonces de los triunfos y reveses de los cruzados, palenque también de sus ambiciones y desavenencias.

Según esa leyenda, la Infanta vivió en Jerusalén cinco o siete años, mostrándose, como en el resto de sus días, severa en sus costumbres, limosnera y afable con los menesterosos, ya socorriéndolos en sus necesidades, ora consolándoles en sus infortunios, ya sirviéndoles personalmente en los hospitales.

Estas buenas obras fueron tan aceptas para con Dios, que habiendo Doña Sancha el día de Pentecostés puesto en el altar del Hospital una lámpara, sin que nadie la tocase encendióse ésta de repente ante los asombrados ojos de varios devotos.

Al tornar de su romería pasó por Roma a impetrar la bendición del Sumo Pontífice, quien, entre otras preciadas reliquias, le entregó un dedo de la mano de San Pedro. Viajando después por Francia o por Alemania avistóse con San Bernardo, y aquel portento de virtudes e ingenio, cuya elocuencia arrebatadora arrancaba millares de hombres a Europa para lanzarlos a los campos de Palestina; aquél a quien se llama con justicia el alma de la sociedad cristiana del siglo XII, se apoderó del ánimo de la egria dama, infundió en él sus levantados pensamientos y la decidió a fundar en España un Monasterio cisterciense.

Después de esto tocó Doña Sancha en París y visitó a su sobrina Doña Constanza, casada con Luis, el Joven, Rey de Francia. Estando cierto día en el Monasterio de San Denís, mostráronle en el tesoro de sus reliquias la corona de espinas que, según decían, había ceñido y ensangrentado las sienes del Redentor. Desde aquel momento, ansiosa de poseer una parte de tan preciada memoria, importunó tanto a sus regios parientes, que por su medio obtuvo una de las espinas de aquella corona.

Y visitando el Monasterio de San Dionisio, Capilla de los Reyes de Francia, son palabras del Tumbo, la mostraron gran parte o la mitad de la corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo, la cuál había traído allí, de Constantinopla, el Emperador Carlomagno. Suplicó la Infanta al Rey de Francia, por intercesión de la Reina, que era su sobrina, le hiciese merced de alguna pieza de aquella preciosa guirnalda. El Rey se la concedió, y mandó desgastar una espina de la Santa corona… Y añade el Tumbo que la misma doña Sancha la escogió de las más largas y teñidas.

Según el padre Yepes, «creció el ojo (como dicen) a la Infanta cuando la vio y, no se pudiendo ir a la mano, pidió al rey le hiciese merced de una de aquellas espinas. La petición fue grande, mas el rey, por no contristar tan buena huéspeda, se la hubo de conceder, y la entregó una de las mayores y más teñidas (y a mi parecer debe de ser tan larga como el dedo mediano de la mano), con que vino la Infanta la más contenta mujer del mundo».

Hasta aquí el origen legendario de la reliquia que custodia hasta el día de hoy el Monasterio de La Santa Espina. Respecto al viaje de la Infanta y a que le regalara el rey de Francia la reliquia allí, no se sabe nada de manera positiva.

Al parecer, antes de la fundación del monasterio cisterciense, había allí edificaciones abandonadas y muy probablemente un antiguo monasterio benedictino. Este, tal vez ruinoso, pudo servir de alojamiento a los primeros monjes franceses. Allí, según se dice en los documentos fundacionales, estaban el Monasterio de San Pedro de la Espina y la iglesia de Santa María ab Hórridos o de Aborridos (es decir, del Yermo).

Nótese que en la carta de la Infanta se habla ya de San Pedro «de la Espina». El P. Manrique supone que este apelativo era antiguo y sospecha que esto excitaría a doña Sancha el deseo de poseer una espina de la Corona de Nuestro Señor para confirmar el nombre de la nueva fundación. También puede suceder que coincidieran casualmente el topónimo y la reliquia, lo cual es poco probable. O que la Infanta Reina bautizase el lugar añadiendo el apellido al viejo nombre. Pero más bien parece todo ello – nombre y apellido – cosa antigua: San Pedro de la Espina. El P. Águila, en el «Tumbo»[4], apéndice, escribe que la reliquia de la Espina de Cristo y el dedo de San Pedro eran «de siglos atrás» muy celebradas en España y que atraían muchos peregrinos. Afirma el monje que doña Sancha no trajo, por consiguiente, la reliquia de Francia, ya que se la mencionaba «más de doscientos años antes que Dª Sancha naciese» en el archivo del Monasterio de San Martín de Castañeda (en Sanabria), en una fórmula de juramento, llamando al cenobio benedictino, donde se guardaban las reliquias, «San Pedro del Espino». También añade el P. Águila que ello consta también en documentos antiguos en La Espina pero no aduce cuáles sean estos ni detalla los de Castañeda; pero ello, según Francisco Antón, es muy verosímil porque hoy se sabe que los monjes que poblaron San Martín de Castañeda procedían de San Cebrián de Mazote – muy próximo al Monasterio de La Santa Espina – y tenían bienes por los alrededores de los Montes Torozos en Tierra de Campos. Podría verse aquí una relación entre los de Sanabria y los antiguos de La Espina, benedictinos todos. Y no sería descaminado pensar que la vieja casa, como dice el juramento, se llamara San Pedro de la Espina. Todavía se puede ver hoy en el Monasterio un escudo que tiene la corona de espinas en la parte superior y las llaves de San Pedro debajo de ella.



[1] Francisco Antón Casaseca (Corrales del Vino, 1880 - Valladolid, 1970) fue miembro correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

[2] Gutiérrez Cuñado, Antolínn, nació en  Valdescorriel el día 20 de agosto de 1882 y falleció en Valladolid, el día 6 de abril del año 1951, a la edad de 68 años. Catedrático del Seminario Conciliar San Froilán de León.

[3] Guillén Robles, Francisco (1846-1926), abogado, escritor e historiador.

[4] Tumbo: del gr. τύμβος týmbos ‘túmulo’. Libro grande de pergamino, donde las iglesias, monasterios, concejos y comunidades tenían copiados a la letra los privilegios y demás escrituras de sus pertenencias. El Tumbo del Monasterio de la Santa Espina se conserva en el propio Monasterio aún hoy en día.

2 comentarios

  
Vicente
muy interesante la bibliografía.
14/06/22 9:13 PM
  
Manuel Rodríguez Blanco
Muy interesante, éste verano pasaré a visitarlo.
16/06/22 11:14 AM

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