La Felicidad y el Misterio de la Libertad

 

Continuamos en nuestra tarea de descender a la caverna para tratar de liberar a quienes viven atados con grilletes y oprimidos por la esclavitud del pecado y de la ignorancia, en medio de las tinieblas del este mundo, para anunciarles la Luz que es Cristo; la Luz que nosotros hemos visto, no por nuestros méritos, sino por pura gracia de Dios; Luz de la que nosotros somos testigos y de la que damos fe para gloria de Dios. Y ello, a riesgo de que nos linchen, de que nos calumnien, de que nos desprecien o de que simplemente se rían de nosotros. Pero ¡Ay de mí si no evangelizara!

Sin embargo, predicar la Buena Noticia no es algo de lo que pueda jactarme. Estoy obligado por Dios a hacerlo. ¡Ay de mí si no predicara la Buena Noticia! (1 Cor. 9, 16).

Yo también busco salir de mi propia caverna, de mi ignorancia y de mi pecado… Y es ese esfuerzo incesante el que comparto con ustedes, por si les sirve de algo. A quien da lo que tiene, no se le puede pedir más. Yo sigo leyendo, meditando y buscando la Luz. Y sigo dándole vueltas a los problemas de la felicidad y la libertad del hombre. Y ello porque estimo que no hay mayor pecado que el de la soberbia que esconde la llamada libertad negativa, que es la libertad del Estado de Derecho liberal que padecemos por nuestros muchos pecados. 

Ya sé que estos posts son muy largos (demasiado largos). Pero es que mi entendimiento no da para más y necesito repetirme a mi mismo con insistencia determinadas ideas clave que, cuando las captas, te cambian la vida. Así que discúlpenme pero escribo para entenderme a mí mismo y para entender el mundo. Y nadie está obligado a leerme.

Nuestro fin último: la felicidad

Todos los hombres queremos ser felices. Eso es algo que no podemos elegir. Es una tendencia natural de todo ser humano. Estamos firmemente convencidos de que estamos hechos para el bien y de que todos queremos ser felices. Sin embargo, en esa búsqueda de la felicidad podemos tomar caminos equivocados, confundir medios con fines, placeres con goces, lo aparentemente bueno con lo que realmente lo es; la solución y el éxito fácil e inmediato con la verdadera felicidad. 

La felicidad no consiste en ningún bien creado. Solo puede hacernos felices aquello que puede satisfacer todos nuestros deseos pues de lo contrario no sería nuestro fin último. Lo que busca nuestro corazón es el bien absoluto y lo absoluto solo podemos hallarlo en Dios, pues toda criatura no pasa de ser un bien parcial y limitado. Por tanto, la felicidad del hombre sólo puede consistir en la contemplación de Dios.

Santo Tomás considera que el hombre, para ser feliz, necesita el bien, la verdad y la belleza. El hombre no puede aspirar a felicidades pasajeras o momentáneas. Para ser feliz, el hombre necesita el bien supremo, sin atisbo de mal; el conocimiento de la verdad absoluta, sin engaños ni mentiras (la sabiduría perfecta de todo); y la belleza total, sin rastro de fealdad ni tacha. Y concluimos así, con Santo Tomás, que la felicidad del hombre solo puede estar en Dios, que es el Bien, la Verdad y la Belleza. El fin del hombre es Dios y su felicidad absoluta solo la disfrutará cuando llegue al cielo y alcance la contemplación de su Creador y Señor. Hemos sido creados por Dios y nuestro fin último es Dios mismo. Y mientras caminamos por este mundo, es Dios quien sostiene y gobierna nuestra vida según su Divina Providencia. Venimos de Dios y caminamos hacia Dios. “En Él vivimos, nos movemos y existimos”.

El fin de nuestra vida – el para qué de la misma – no es otro que dar gloria a Dios. En eso consiste nuestra felicidad: amar y ser amados infinitamente por Dios; sentirnos desbordados, inundados de amor (Dios es Amor). Por este mundo caminamos hacia nuestro fin, auxiliados por la gracia de Dios que nos gobierna y nos conduce hacia la unión con Él. La experiencia mística de la unión del alma con Dios es una gracia que Dios da en esta vida a quienes Él quiere, conforme a su voluntad libérrima, para anticiparles el gozo del cielo mientras caminan en este mundo. Pero Dios da sus gracias como Él quiere y a quien Él quiere; a cada uno según el grado de perfección a la que ha de llegar conforme al grado de gloria a la que Dios lo tiene predestinado.

Porque para llegar a nuestro fin último, para ser santos y llegar a la visión beatífica, necesitamos en esta vida el auxilio de la gracia, que recibimos a través de los sacramentos dispensados por la Iglesia (no hay salvación fuera de la Iglesia).

Dice Santo Tomás:

“El hombre tiene muchos impedimentos para conseguir su fin. Lo impide la debilidad del entendimiento, que fácilmente se siente arrastrado hacia el error, que lo desvía del camino recto hacia el fin. También las pasiones de la parte sensitiva y los afectos con que le atraen los seres inferiores y sensitivos, los que, mientras más se adhiere a ellos, más lo apartan del último fin. Y estos impedimentos son inferiores al hombre mientras que su fin le es superior. Muchas veces lo impide también la debilidad física, de modo que no puede lograr la ejecución de los actos virtuosos por los que tiende a la bienaventuranza. Luego necesita el auxilio divino para que tales impedimentos no le sean un total obstáculo cuanto al fin último” (Suma contra los Gentiles, libro III, capítulo 147).

Los católicos hemos recibido esta verdad revelada por Dios, que nosotros creemos por fe. Santo Tomás explica la fe como el asentimiento que el entendimiento otorga a la verdad sin que sea consecuencia de la evidencia. Lo que le mueve al creyente a creer es su propio querer creer, su propia voluntad, y ello como consecuencia de un acto de la bondad de Dios: la gracia. Dicho en términos más claros y simples: en la fe del creyente el responsable último es el propio Dios. Es Dios quien pone en nosotros el querer y el hacer, por su buena voluntad (Fil. 2, 13).

En definitiva, “creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia”. Y asentimos a la verdad divina porque, además, sabemos que Dios no nos puede engañar, porque Él es la Verdad y es verdaderamente Santo y no puede pecar.

En consecuencia, según la fe, la felicidad es Dios. La felicidad consistirá en vivir eternamente anegados, inundados, desbordados de Amor, contemplando el Bien, la Verdad y la Belleza absolutos, que son todos ellos atributos de Dios. Pero esa felicidad absoluta solo la gozaremos en la gloria celestial.

En este mundo, en este valle de lágrimas, la felicidad es contingente, pasajera, breve… Pero sí sabemos que seremos más felices cuanto más unidos vivamos a Dios. La felicidad en esta vida, en este mundo, consiste en vivir en gracia de Dios, alejándonos del pecado y procurando y permitiendo que el Señor habite en nuestro corazón. Y para vivir en gracia de Dios tenemos que confesarnos con frecuencia porque el pecado es como las malas hierbas, como las ortigas, que hay que arrancar cada cierto tiempo porque siempre vuelven a brotar y a infectar la tierra.

Para vivir unidos a Cristo, el Señor nos dejó el sacramento de la Eucaristía. Cuando asistimos a la Santa Misa, se produce el milagro de la transubstanciación y el pan y el vino se convierten verdaderamente en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Y cuando comulgamos, el Señor se une a nosotros y nos santifica para que esa tierra que es nuestro alma, libre de las malas hierbas del pecado, pueda recibir la semilla de la salvación y dar buenos frutos que nos conduzcan al cielo. Cristo es la vid y nosotros somos los sarmientos. Nosotros hemos de procurar vivir unidos al Señor para tener vida y dar buenos de vida eterna. Porque si nos separamos de la vid, los sarmientos por sí solos no servimos para nada. Ahora bien, los sarmientos, por sí mismos, unidos a la vid y recibiendo la sabia vivificante de la Vid – bien enraizados en Cristo – podremos llegar al grado de perfección al que Dios nos haya destinado, conforme a su voluntad libérrima.

El hombre es libre en los medios pero no es su fin. Nuestro fin es Dios, que es la felicidad que todos siempre hemos deseado. Y no podemos tener otro fin distinto a esa felicidad. Podemos seguir distintos caminos para alcanzar ese fin. Pero el fin no puede ser otro que la gloria de Dios porque para eso hemos sido creados por Dios. Por eso, en este mundo siempre estamos como extranjeros porque nuestra patria verdadera es el cielo. Hemos sido creado para Dios y nuestra alma estará inquieta hasta que no descanse en Dios.

El problema de la libertad

Jacques Philippe, en su libro titulado “En la escuela del Espíritu Santo“, escribe lo siguiente:

En todo lo dicho subyace una seria pregunta: ¿cómo conciliar la libertad del hombre con su sumisión a Dios? Hemos hablado frecuentemente de la necesidad de ser dóciles a la voluntad de Dios, de dejarnos guiar por el Espíritu Santo, etc. Entonces podríamos objetar que el hombre ya no es más que una marioneta en las manos de Dios. ¿Dónde está nuestra responsabilidad y nuestra libertad?

Este temor es falso: incluso es la tentación más grave con la que el demonio trata de alejar al hombre de Dios. Al contrario, debemos afirmar enérgicamente que cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es. Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios. Eso es difícil de captar y siempre seguirá siendo un cierto misterio, pero, con una serie de comentarios, vamos a intentar hacerlo comprender.

 La docilidad a Dios no convierte al hombre en  una marioneta. Dejarse guiar por los mandamientos de Dios y por las inspiraciones del Espíritu no significa navegar con «piloto automático» sin tener nada que hacer, sino que da paso a todo un ejercicio de la libertad, de la responsabilidad, del espíritu de iniciativa, etc. Pero en lugar de que ese juego de mi libertad sea caótico o esté gobernado por mis deseos superficiales, está orientado por Dios en el sentido que es mejor para mí. Se convierte en una cooperación con la gracia divina, cooperación que no suprime, sino emplea todas mis facultades humanas de voluntad, de inteligencia, de raciocinio, etc.

Dios es nuestro creador, es Él quien en todo momento nos mantiene en la existencia como seres libres. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más brota esta libertad. Depender de un ser humano puede ser una limitación, pero no lo es depender de Dios, pues en Él no hay límites: es infinito. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos prohíbe ser libres, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor. El único límite que Dios nos impone es nuestra condición de criaturas: no podemos, sin ser desgraciados, hacer de nuestra vida otra cosa distinta de aquello para la que hemos sido creados: recibir y dar amor.

[…] Esto está confirmado por la experiencia: el que camina con el Señor y se deja conducir por Él, experimenta progresivamente un sentimiento de libertad; su corazón no se reduce, no se ahoga, sino, al contrario, se dilata y «respira» continuamente más. Dios es el amor infinito, y en Él no hay nada de estrecho ni reducido, sino que todo es ancho y amplio. El alma que camina con Dios se siente libre, siente que no tiene nada que temer, sino que, al contrario, todo le está sometido porque todo concurre a su bien, las circunstancias favorables como las desfavorables, el bien como el mal. […] Nada puede separarla de Dios al que ama, y siente que si estuviera en prisión sería también feliz, porque de todos modos ninguna fuerza del mundo puede arrebatarle a Dios.

(Fin de la cita)

El hombre es realmente libre cuando se somete a Dios y vive unido a Él: eso es la santidad. Los santos son los hombres realmente libres. Porque cuando nos apartamos de Dios, cuando no cumplimos sus Mandamientos, cuando buscamos nuestra felicidad en los placeres de este mundo (vivimos una sociedad nauseabundamente hedonista e hipersexualizada) y nos apartamos de nuestro verdadero fin, pecamos. Y el pecado mortal nos aparta de Dios y nos priva de la gracia y convierte nuestra vida en un infierno.

La libertad verdadera no incluye la posibilidad de pecar porque, de ser así, Dios no sería libre, porque Dios es infinitamente bueno y no puede pecar. Y los bienaventurados, tampoco serían libres, porque en el cielo no tienen esa opción. El pecado es una esclavitud y no forma parte de nuestra libertad. El abuso de la libertad es el libertinaje. Y el libertinaje es pecado. Los impíos, los blasfemos, los adúlteros, los fornicarios, los mentirosos, los envidiosos… Todos los pecadores son esclavos de sus vicios y de sus pecados; son esclavos del Demonio.

El hombre, en su soberbia, no quiere ser causa segunda, sino su causa primera. El hombre ensoberbecido quiere ser causa primera, creador de sí mismo y causa final de su propia existencia. Así lo expresa el Papa León XIII en Libertas Praestantissimum:

No obstante, como la razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede muchas veces, que la razón proponga a la voluntad un objeto que, siendo en realidad malo, presenta una engañosa apariencia de bien, y que a él se aplique la voluntad. Pero así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad. De modo parecido, la voluntad, por el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto que se aparta de la recta razón, incurre en el defecto radical de corromper y abusar de la libertad. Y ésta es la causa de que Dios, infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por esencia es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal moral; como tampoco pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien supremo. Esta era la objeción que sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre en estado de prueba e imperfección.

El Doctor Angélico se ha ocupado con frecuencia de esta cuestión, y de sus exposiciones se puede concluir que la posibilidad de pecar no es una libertad, sino una esclavitud. Sobre las palabras de Cristo, nuestro Señor, el que comete pecado es siervo del pecado, escribe con agudeza: «Todo ser es lo que le conviene ser por su propia naturaleza. Por consiguiente, cuando es movido por un agente exterior, no obra por su propia naturaleza, sino por un impulso ajeno, lo cual es propio de un esclavo. Ahora bien: el hombre, por su propia naturaleza, es un ser racional. Por tanto, cuando obra según la razón, actúa en virtud de un impulso propio y de acuerdo con su naturaleza, en lo cual consiste precisamente la libertad; pero cuando peca, obra al margen de la razón, y actúa entonces lo mismo que si fuese movido por otro y estuviese sometido al dominio ajeno; y por esto, el que comete el pecado es siervo del pecado». Es lo que había visto con bastante claridad la filosofía antigua, especialmente los que enseñaban que sólo el sabio era libre, entendiendo por sabio, como es sabido, aquel que había aprendido a vivir según la naturaleza, es decir, de acuerdo con la moral y la virtud.

Dice el Catecismo:

387 La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.

Llamamos libertad negativa a aquella que se entiende como ausencia de coacción externa al individuo. El individuo se siente entonces libre de hacer lo que quiera sin que nadie le diga qué debe hacer o qué debe evitar. La libertad negativa es la independencia, la autonomía del hombre respecto a los demás y respecto a Dios; es libertad entendida como licencia o permiso para hacer lo que le dé la gana.

Cuando las personas, en lugar de emplear su libertad para amar a Dios y para amar al prójimo, usa la libertad para pecar – es decir, para hacer su propia voluntad y no la de Dios – entonces no es verdadera libertad, sino libertinaje. Y el libertinaje es pecado.

Siempre que desobedecemos la Ley de Dios, hacemos un mal uso de la libertad y, en consecuencia, pecamos:

397 El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.

398 En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente “divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (cf. Gn 3,5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (San Máximo el Confesor, Ambiguorum liber: PG 91, 1156C).

Lo que el Catecismo señala del mal uso de la libertad refiriéndose al pecado original de nuestros primeros padres, se puede aplicar al concepto de libertad negativa de la filosofía moderna (al menos desde Kant para acá): el hombre es persona por su autonomía moral, porque se prefiere a sí mismo en lugar de Dios; porque desprecia a Dios y desobedece sus Mandamientos.

En su artículo EL CARÁCTER ANTINATURAL DE LA LIBERTAD NEGATIVA, Ignacio Barreiro Carámbula escribe, desde mi punto de vista, muy acertadamente:

La génesis del mal uso de la libertad comenzó con la rebelión demoníaca. Cuando Lucifer, en su equivocado orgullo, proclamó que no iba a servir ni reconocer a Dios. Los rebeldes de todos los tiempos están imitando al enemigo de la humanidad en su rebelión. Niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios, y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.

Lo que aparece claramente detrás de esta reivindicación radical de libertad es la promesa hecha por el enemigo de la humanidad: «Serás como Dios» (Gén., 3, 5). El Príncipe de la mentira no promete a Eva que será como el verdadero Dios, sino más bien un ídolo, una falsa construcción arbitraria de lo que él piensa atraerá a los hombres que está tratando de inducir a la rebelión. Promete a Eva, y a todos aquellos que a lo largo de la historia escucharán su engañosa llamada, que pueden ser absolutamente libres, sin ningún tipo de dependencia. […] La historia está llena de «rebeldes contra la Creación», como los describe Dostoievski, pero su rebelión es siempre inútil. Es de esperar que tomen conciencia de esta inutilidad mientras estén vivos. Si el hombre rechaza los lazos que le han sido impuestos por el Creador, rechazando la realidad de la creación, se volverá aparentemente libre para auto-crearse a sí mismo, generando todo tipo de monstruos, que son la consecuencia de tratar de vivir en conformidad con una libertad absoluta o negativa.

Esta libertad absoluta que entró en el mundo con el pecado de nuestros primeros padres fue creciendo con la acumulación de pecados concretos. Debe quedar claro aquí que en el corazón mismo del pecado encontramos el rechazo por los seres humanos de aceptar su condición de criaturas con las limitaciones naturales que ello implica. En ese estado de rebelión, los seres humanos se niegan a depender de un Dios creador, sostenible y providencial: «Consideran que depender del amor creador de Dios es algo impuesto de afuera». En su carta a los Gálatas San Pablo muestra de manera profética cómo puede ser usada la libertad y cómo se puede abusar de ella: «Hermanos, vosotros habéis sido llamados a la libertad. Pero no utilicéis esa libertad como una oportunidad para la carne; más bien servíos unos a otros a través del amor» (Gál., 5,13). En los últimos siglos este uso arrogante y equivocado de la razón ha sido el elemento motriz de la sociedad, como pudo verse en particular durante el Renacimiento, pero tiene claras raíces en la Antigüedad clásica. El Renacimiento exaltó al ser humano tratando de romper su dependencia respecto a la Iglesia y al cristianismo. En otras palabras, tratando de romper sus lazos con una norma de conducta exterior y objetiva.

La libertad negativa consiste en que los hombres se rebelan contra su condición de criaturas. Pero al rebelarse los hombres no se liberan sino que destruyen su capacidad de recibir la verdad y el amor. Por lo tanto se vuelven incapaces de cumplir la vocación que Dios ha plasmado en su naturaleza y se condenan a una soledad eterna y dolorosa.

El hombre debe dar a Dios el respeto, el honor y el culto que le debemos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas. Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción).

La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia de que es una simple criatura. Porque, si perdemos esa conciencia de que somos criaturas creadas por Dios, la soberbia nos conduce a considerarnos a nosotros mismo como “creadores”, “causas primeras”, seres autónomos y dueños absolutos del mundo, negando radicalmente nuestra esencial dimensión religiosa; es decir, de dependencia respecto a nuestro Creador. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).

En definitiva, una vida feliz es una vida en gracia de Dios. Y cuando por un abuso de nuestra libertad nos apartamos de Dios y, en vez de cumplir su voluntad, buscamos la felicidad en los placeres terrenales, en el poder, en el dinero o en la fama; cuando en lugar de hacer lo voluntad de Dios, queremos voluntariamente apartarnos de Él y hacer lo que a nosotros nos dé la gana – o sea, hacer nuestra propia voluntad y no la voluntad de Dios – entonces, pecamos y nuestra vida se convierte en un infierno, porque el infierno es el alejamiento de Dios, es vivir sin Dios, al margen de Dios; o decididamente contra Dios. El hombre sin Dios, el hombre pecador irredento, será siempre un desgraciado y un infeliz, aunque presume de lo contrario, porque en el fondo su vida estará vacía y no encontrará ningún sentido a su existencia.

El mundo secularizado: la laicidad

Cuando quitamos a Dios de la ecuación de nuestra vida, la existencia acaba siendo un desierto inhóspito. Y eso es lo que pasó con la Revolución. Desde el triunfo de la Revolución, el hombre se ha apartado de Dios y de su Ley Eterna. Y ha decidido que él es su propio creador y su fin último. Ha quitado a Dios del centro de su existencia para ponerse idolátricamente a sí mismo. Así hemos pasado del teocentrismo de la civilización cristiana al mundo secularizado de hoy. El hombre ha decidido que es libre para hacer lo que quiera y que el fin de su vida no es Dios, sino él mismo. Yo me autodetermino porque me autoposeo. Soy dueño de mi vida y hago con ella lo que me apetezca y voy a donde quiera. No estoy sujeto a las cadenas de Dios y de su Ley.

Es el hombre quien se da leyes a sí mismo y en eso consiste su dignidad: en su autonomía moral, en que el hombre es libre para legislarse a sí mismo, sin atenerse ni tener que sujetarse a nada ni a nadie. Yo solo determino mis leyes y mis derechos. Y como mi libertad y mis intereses pueden chocar con los intereses y con la libertad de otros individuos o de otros grupos sociales, la única manera de conseguir una convivencia pacífica y evitar enfrentamientos permanentes será el Estado de Derecho que regulará la convivencia buscando el interés general, que será el interés de las mayorías.

Ya no reconoce el hombre ninguna clase de ley natural ni una ley eterna de Dios: solo hay leyes positivas aprobadas por las mayorías parlamentarias. Porque para los impíos, Dios no es Rey, no es Soberano ni de su vida ni mucho menos de las naciones. La soberanía reside en el pueblo. No es Dios ya el autor de la Ley Eterna Universal; es el hombre autónomo quien dispone sus propias leyes y regula sus derechos. Aquí tienen su origen los llamados “derechos humanos”. Y por esto se aprueban leyes que van diametralmente en contra de la Ley de Dios: aborto, eutanasia, matrimonio homosexual… Dios ha muerto. Lo hemos eliminado del mundo. Lo hemos juzgado, lo hemos condenado, lo hemos perseguido y lo hemos fusilado. Porque creíamos que siendo autónomos y librándonos de Dios, íbamos a ser más felices.

¿Y, realmente, somos más felices?

El mundo, sin Dios y contra Dios, es un lugar inhóspito y cruel. Sin Dios, al margen de Dios, lo que queda es el imperio de la muerte y del pecado. Corruptos, violadores, degenerados, depravados, asesinos, adúlteros, pervertidos; sacrílegos, blasfemos, impíos; mentirosos, inmorales, ateos, apóstatas… ¿Dónde está la dignidad de esas personas tan autónomas? Con el Estado de Derecho y el imperio de la ley positiva, el hombre se vería forzado a ser buen ciudadano, aunque no fuera moralmente una buena persona. Hasta una raza de demonios, decía Kant, con tal de que utilizara la racionalidad, podría alcanzar la paz perpetua, solo con que consiguiera organizarse bien desde el punto de vista jurídico.

La raza de demonios ya la estamos viendo y padeciendo: es la raza de víboras de los hombres autónomos, libertinos, soberbios y enemigos de Dios. Pero la paz perpetua que deberíamos haber alcanzado con nuestro Estado de Derecho y con el Imperio de la Ley, no la veo por ninguna parte. El paraíso liberal del hombre autónomo, sujeto de derechos y obligaciones, responsable de sus actos, es un vertedero de basura; un pozo negro, una excrecencia, un vómito nauseabundo. Y el socialismo, el comunismo y el anarquismo, que son hijos del liberalismo y que parten del mismo concepto de libertad negativa (o sea, de la autonomía moral del hombre), son incluso más criminales y perniciosos para el hombre que el propio liberalismo. Solo hay que ver la realidad de la dictadura cubana, la venezolana, la nicaragüense, la china, la norcoreana… Si las sociedades liberales son degeneradas, las sociedades comunistas son criminales.

Ignacio Barreiro, en el artículo citado, señala lo siguiente:

En las sociedades liberales secularizadas surgidas de resultas de la Ilustración y la Revolución Francesa se rechazan los principios absolutos y universales basados en la realidad objetiva. Según lo que el secularismo concibe como realidad, el mundo es «auto-explicativo» y no necesita recurrir a Dios, que se vuelve por lo tanto un obstáculo superfluo. Con el fin de reconocer el poder del hombre, este tipo de secularismo termina por rechazar a Dios e incluso a negarlo. De ahí parecen emanar nuevas formas de ateísmo: un ateísmo centrado en el hombre, ya no abstracto y metafísico sino pragmático, sistemático y militante. Como consecuencia de este secularismo ateo nos enfrentamos diariamente, bajo las formas más diversas, a una sociedad de consumo que promueve la búsqueda del placer como valor supremo, el ansia de poder y dominación y todo tipo de discriminaciones: las tendencias inhumanas de este «humanismo». Muchos contemporáneos, bajo la falsa impresión, en aumento gradual, de su propio poder basado sobre el progreso científico y tecnológico de los dos últimos siglos, reactivando el viejo orgullo de la revolución demoníaca, están convencidos de que no existe un orden natural preestablecido, se ponen cada vez más en el lugar de Dios y exigen poder cumplir un papel de creadores y legisladores omnipotentes, con libertad absoluta.

Este secularismo se ha introducido también en la propia vida de la Iglesia católica, como señaló recientemente el Cardenal Burke. El principio liberal fundamental es que el ser humano no debería nunca sufrir restricción alguna y debería ser siempre predominante; el hecho de admitir la soberanía de Dios y el deber primordial de obedecer su ley destruiría la premisa del liberalismo. Cuando se suprime a Dios de una sociedad, la ideología dominante se vuelve una especie de nueva religión que busca reglamentar la sociedad de forma cada vez más dictatorial.

Llama ciertamente la atención el entusiasmo y el fervor que muchos prelados manifiestan públicamente hacia las constituciones liberales de los estados, hacia las declaraciones de los derechos humanos y hacia el Estado de Derecho liberal. ¿Tal vez no saben que el liberalismo es pecado? Pue lo es. Aceptar las premisas liberales supone negar que la fe es el fundamento de todo orden natural y sobrenatural y, por tanto, se trata de un pecado contra la fe. El liberalismo es pecado porque, entre otras cosas, niega la jurisdicción absoluta de Dios sobre los individuos y las sociedades, niega la necesidad de la divina revelación y canoniza el dogma liberal – de origen kantiano – de la moral autónoma, independiente o libre, que ya hemos explicado suficientemente. 

Leo en el blog de Wonderer un post sobre san Juan Enrique Newman en el que el propio santo escribe lo siguiente: 

Por espacio de treinta, cuarenta, cincuenta años he resistido con mis mejores energías el espíritu del liberalismo en la religión. Nunca como ahora ha necesitado tan urgentemente la Santa Iglesia de campeones contra esta plaga que cubre la tierra entera. En esta ocasión, cuando es natural que alguien en mis circunstancias contemple el mundo y la Iglesia según la situación presente y las perspectivas futuras, nadie juzgará fuera de lugar que yo renueve ahora la protesta con el liberalismo que he repetido con tanta frecuencia”.

La visión profética de Newman sobre los efectos destructivos del liberalismo sobre la propia Iglesia queda patente. ¿Qué diría hoy el santo cardenal Newman?

El liberalismo, con su concepto de moral autónoma respecto a Dios, es el fundamento de todas las ideologías modernas (todas parten de este fundamento), incluida la ideología de género. Esta última lleva al paroxismo la autonomía del hombre, que ahora ya no solo se “libera” de toda dependencia respecto a Dios y respecto a su Ley Eterna, sino que pretende liberarse también de la esclavitud de su propia realidad biológica. Esa ideología de género proclama con soberbia petulancia su libertad sexual: el hombre realmente se crea a sí mismo. Ya no es una criatura de Dios, sino que el hombre se hace a sí mismo y puede rebelarse contra su realidad biológica natural para, desde un subjetivismo radical, recrearse a sí mismo a su gusto. Realmente el “seréis como Dios” de la Serpiente maldita llega en nuestros días al colmo del ensoberbecimiento. 

Por todo esto, yo no creo en ninguna ideología política ni en ningún sistema que prescinda de Dios. Creo firmemente en la soberanía social de Nuestro Señor Jesucristo. No creo en otro rey que en el Rey de reyes. Ni admito otro Señor que no sea Cristo. Y si las leyes que se aprueban en los parlamentos se oponen a la Ley Eterna de Dios, las combatiré con todas mis fuerzas. No quiero ninguna libertad que me aparte de Dios. Porque, para un cristiano, desde la fe, cuanto más sometido vivas a Dios, más libre eres; y cuanto más te apartes de Dios, más esclavo del pecado serás. Si no obedeces la Ley de Dios, te condenas. No obeder la voluntad de Dios es pecado mortal. Cristo es el Señor y yo soy su siervo, por la gracia de Dios. Seamos humilde y hullamos de la soberbia de este mundo que pretende matar a Dios. 

Recemos con María:

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre. Gloria al Padre.

Nada sin Dios.

¡Viva Cristo Rey!

4 comentarios

  
Carmen
Cierto que son largos estos posts D. Pedro, y para mi es un gran esfuerzo leerlos y entenderlos, pero lo hago con gusto.
Mil gracias por hacernos partícipes de su necesitad de enteder, necesidad que también yo tengo.
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Pedro L. Llera
Tenemos que pedir al Señor que nos abra el entendimiento y que no nos ofusquemos en el error...
11/11/21 10:53 AM
  
Néstor
Es muy cierto que el hombre es libre tanto como Dios lo hace libre. En el acto del pecado, que si en ningún sentido es libre, tampoco es pecado, enseña Santo Tomás que Dios es causa de todo lo que hay de ser y de bien, que no pueden proceder sino de Él, no es causa de lo que hay de malo, que es un no - ser, una privación de ser y de bien, eso solamente lo permite.

De ese no ser y mal es causa solamente la creatura, no eficiente, enseñan los clásicos, sino deficiente.

Si Dios causase en la creatura ese ser y bien que faltan siempre en todo pecado, el acto sería bueno, y por eso mismo, más plenamente libre, o sea que efectivamente, a mayor intervención divina, mayor libertad.

Por eso no es que la libertad en el pecado y en el querer independizarse de Dios sea "absoluta", sino que en todo caso pretende serlo. En realidad, queda reducida a su mínima expresión, sin la cual ni siquiera pecado habría. Pero incluso esa mínima expresión no es que sea "absoluta", sino que depende de Dios, Causa Primera.

Como dice el Aquinate, la gracia supone la naturaleza, de modo que la forma de tener una visión de conjunto en estos temas es comenzar por lo natural, para pasar luego a lo sobrenatural. Ya a nivel natural el ser humano depende totalmente de Dios.

"Sobrenatural" es un concepto en un sentido relativo, pues se trata del encuentro entre dos naturalezas, la Infinita divina, y la finita, humana, la cual es elevada por encima de sí misma, a participar de la Naturaleza infinita, y ahí está lo sobrenatural, es decir, respecto de la creatura.

Quiero decir que Dios, para Sí mismo, no es obviamente "sobrenatural", sino natural.

Saludos cordiales.
11/11/21 3:42 PM
  
milton
Dice el post: Es Dios quien sostiene y gobierna nuestra vida según su Divina Providencia. Venimos de Dios y caminamos hacia Dios. “En Él vivimos, nos movemos y existimos”.

Podría recomendarme alguna lectura o libro relacionado con este tema por favor

Muchas gracias de antemano.
_______________________________
Pedro L. Llera
Yo le recomiendo los libros de Antonio Royo Marín, O. P.. En concreto, yo estoy manejando el titulado Dios y su obra y otro que se titula Teología de la Perfección Cristiana.
Hay otros también muy interesantes del mismo autor y de doctrina segura como: "Nada te turbe, nada te espante".
11/11/21 4:18 PM
  
Lucía Victoria
Claro que nos sirven sus post, Pedro; a los que ahora le leemos y a los que, sin duda, querrá acercar el Señor en algún momento para decirles algo con ellos.

Así que no deje de escribir, porque, mientras usted va poniendo en orden sus ideas, de paso, Él aprovecha para seguir instruyéndole a través de ellas. Es una forma muy provechosa de trabajar para el Señor.
12/11/21 12:02 AM

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