La Misa Romana: Historia del Rito. Capítulo 6º: La homilía


Durante un largo periodo de tiempo el pueblo fiel se acostumbró tanto a las ceremonias de las llamadas “misas privadas” que llegó a tomarlas por norma, de tal manera que parecía que la homilía después del evangelio no formaba parte de la misa propiamente dicha, si no que era más bien una adición circunstancial y fortuita. La obligación de predicar en todas las misas de domingos y fiestas de precepto parecía eximir de hacerlo los restantes días del año litúrgico. Una de las novedades, a mi juicio maravillosamente positivas, de la reforma litúrgica es el fomento de la predicación homilética en las misas feriales especialmente en los llamados “tiempos fuertes” del año litúrgico. Aconsejable también, aunque sea muy brevemente, en todas las celebraciones. Sin embargo este fomento de la homilética se ha visto frustrado en doble vertiente: por el escaso interés de los sacerdotes en llevarlo a cabo y en la poca preparación y cultivo de las homilías en sí mismas, muchas veces convertidas en cualquier cosa menos en una auténtica homilía, a expensas de la formación de los creyentes y de la misma dignidad del culto.

Últimamente también Benedicto XVI y la misma “Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos” ha realizado exhortaciones precisas en la buena dirección y el puesto de honor que debe tener la ciencia homilética.

Los primeros cristianos tomaron de la antigua sinagoga la costumbre del que presidía la celebración de explicar las lecturas. La antigüedad cristiana miró con veneración a la homilía. Prueba elocuente de ello es que se reservaba al obispo. Desde luego, a veces se permitía también a los sacerdotes que predicasen, pero eran excepciones aisladas y sólo cuando las dotes de algunos sacerdotes se imponían, como por ejemplo, San Juan Crisóstomo en Alejandría o San Jerónimo, Orígenes y San Hipólito en Roma.

En Alejandría se renovó la prohibición de que predicaran los presbíteros cuando por la predicación de un simple sacerdote, Arrio, había surgido la peligrosa herejía del arrianismo. En el norte de África se mantuvo la prohibición hasta después de la época de San Agustín. Algo semejante debió ocurrir en Roma. Existe una carta del siglo V del Papa Celestino a un obispo del sur de Francia en este sentido. (Patrología Latina 50, 528-530).

Las razones de esta prevención ante la predicación de los simples sacerdotes son fáciles de comprender. Por una parte, el no muy alto nivel científico de los presbíteros, que en aquellos tiempos solían reclutarse de entre los miembros más piadosos de la parroquia, generalmente casados y sin formación especial (desde la primera mitad del siglo IV consta que los hombres casados que por una vida ejemplar habían merecido el sacerdocio, una vez ordenados ya no podían hacer uso del matrimonio). Por otra parte el hecho que en los países mediterráneos en cada ciudad, por pequeña que fuese, residía un obispo, consolidó esa costumbre. El principio de la unicidad del culto se urgía en aquella época con todo rigor, y por eso no permitían los domingos más culto en toda la ciudad que la misa del obispo, al que todos los presbíteros debían asistir. Esa costumbre, que como es explicable, no se podía aplicar con rigor en las grandes ciudades, se mantuvo en España hasta el siglo VIII, o sea hasta final del periodo visigótico como bien recuerda el P. García Villada en su Historia Eclesiástica de España. Un resto de la misma se conserva en el Triduo Pascual durante el cual no se permite más que un solo culto en cada parroquia, y una única celebración entorno al obispo el Jueves Santo en la mañana del Jueves Santo en la Misa Crismal (así se explica por qué el Jueves Santo no es día de precepto).

Variaba la situación en las Galias, donde no había tantas ciudades y consiguientemente muchos menos obispos. Si no se quería prescindir de la predicación, en las parroquias rurales había que admitir tener la homilía los presbíteros. La existencia de tal costumbre queda atestiguada por la carta de protesta del Papa Celestino. Un siglo más tarde San Cesáreo de Arlés abogaba con éxito en el Concilio de Vaisón (529) para que se permitiera a los simples sacerdotes la predicación. Este mismo Concilio determinó que en el caso de que los presbíteros estuvieran impedidos, los diáconos deberían leer durante la misa las homilías de los Santos Padres. Esto equivalía ya entonces a introducir una especie de traducción del latín culto al latín vulgar. Tal práctica la urgieron expresamente, siglos más tarde (siglo IX) los sínodos de reforma celebrados en varios sitios del Imperio Carolingio. Mencionan la lengua latina vulgar y la teutónica. Esto dio lugar a que se compusieran libros con tales traducciones. Las glosas silenses y emilianenses de los monasterios de Silos y San Millán de la Cogolla son anotaciones en latín, romance y euskera para hacer comprensible las homilías, también lo son las famosas Homilías de Organyà en la balbuciente lengua catalana del siglo IX.

En estas circunstancias la predicación se fue haciendo cada vez más rara al acabar la antigüedad, incluso en Roma, donde por ejemplo, los “Ordines” que describen detalladamente el culto estacional, no hablan para nada de la homilía. Refloreció la predicación cuando en el siglo XIII aparecieron las Ordenes Mendicantes. Pero entonces ya no era la homilía, es decir, la sencilla explicación del texto de la Sagrada Escritura, sino el sermón, que se tenía con frecuencia fuera de la misa y en los siglos XVI y XVII fue cuando más se propagó. Con todo, la lección sagrada, o sea la antigua homilía, siguió manteniéndose aún en este tiempo; si bien de ella apenas hablan los documentos.

El sitio

El paso de la homilía al sermón repercutió en el sitio donde tenía que predicarse y en la postura del orador sagrado. El obispo, para tener la homilía, se sentaba en su cátedra o a veces estaba en las gradas de su trono; los demás sacerdotes, como San Juan Crisóstomo, hablaban desde el ambón. Cuando luego el sermón se había independizado de la misa, el sitio desde donde se predicaba se fue alejando del presbiterio más en dirección a la nave, dando origen al púlpito. No sólo tenía una mayor altura que el antiguo ambón, sino que en él estaba el orador siempre de pie, favoreciendo el nuevo arte retórico en pleno auge en la predicación sagrada.

Los fieles, en cambio, solían estar de pie o apoyados en bastones, pues no había bancos. Su introducción en las iglesias data sólo de la época posterior a la Reforma.

También se conocía la costumbre de sentarse los oyentes. San Agustín habla una vez de la costumbre de sentarse los fieles, refiriéndose a los de los países al otro lado del Mediterráneo. (S Agustín, De catechizanis rudibus I,13, 19) …“in quibusdam ecclesiis transmarinis non solum antistites sedentes loquuntur ad populum, sed ipsi etiam populo sedilia subjacent, ne quisquam infirmior stando lassatus a saluberrima intentione avertatur, aut etiam cogatur abscedere.”

La homilía no tenía ningún marco especial. Después de leído el evangelio empezaba el obispo a hablar sin más ceremonias. A fines de la Edad Media se introduce la costumbre de rezar un avemaría, que luego se prescribió en el Caeremoniale Episcoporum. De aquella época tenemos noticias de que se rezaba o cantaba el “Veni Creador”. En España arraigó acabar con la jaculatoria “Ave Maria Purísima”, en Italia el “Sia lodato Gesù Cristo” o el santiguarse en Francia. Estas costumbres nacidas en los sermones que tenían lugar fuera de la misa, se aplicaron también a la predicación dentro de la misma. La costumbre de predicar mientras se celebraba la misa, la desaprobó Roma repetidas veces.

Dom Gregori Maria

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