¡Qué difícil es confesarse en Barcelona!


Y hablo por experiencia propia. Es domingo por la tarde, cuando las iglesias están más llenas, porque las misas vespertinas son ideales para que los retardatarios que dejan todo para última hora o los que vuelven de un fin de semana fuera de la ciudad puedan cumplir el precepto. Se supone que habrá sacerdotes disponibles para confesar… Estoy en el Eixample, con varias iglesias para escoger. La que me queda más cerca es la de los Teatinos en Consejo de Ciento y allá nos encaminamos. Es todavía temprano: son las 6 de la tarde. Cuando llego, un chasco: la iglesia está cerrada. Resulta que hasta las 8 no hay misa. ¡Paciencia! Probaré con los Redentoristas de la calle Balmes. Llego y veo a un par de personas rezando, pero los confesionarios están vacíos. Me acerco a la sacristía para pedir un sacerdote y me la encuentro cerrada. La misa empieza a las 7, así que probablemente media hora antes –en unos minutos– se ponga alguno de los religiosos a confesar. Tengo tiempo de probar en San Raimundo de Peñafort, en la Rambla de Cataluña. Allí también la misa es a las 7, así que el paseíto me servirá para repasar el examen de conciencia.

Al llegar, después de sortear las obras que hay en la calle, entro en la iglesia y, aunque hay movimiento de gente, nadie me sabe dar razón de dónde puede haber un sacerdote. Pregunto a alguien que parece habitual y me dice que el párroco no está y no hay nadie de momento que confiese. Vuelvo sobre mis pasos a los Redentoristas, pensando que encontraré esta vez confesor, pero la iglesia está tan solitaria como antes. Espero y no sale nadie. Otra persona quiere confesarse y me dice que a veces no salen. Son las 7 menos cuarto. Decido ir a Nuestra Señora de los Ángeles, en la confluencia de Balmes con Valencia. ¡Lástima! No sabía que había misa a las 5:30, si no me venía antes y aprovechaba la tarde. La próxima es a las 7:30. La iglesia está vacía, pero voy en busca de confesor. ¡Inútil! No se ve a nadie. Voy a hacer una visita a la capilla del Santísimo: hay cuatro personas, pero nadie que sepa darme indicación de si hay confesiones. La cosa se complica. Decido dar el salto hasta la Concepción en la calle Aragón: ¡ahí sí que seguro hay confesiones!

Después de atravesar Paseo de Gracia y llegar por Roger de Llúria entro por el claustro para acceder a la capilla del Santísimo, donde están habitualmente los confesores. ¡Desierta! ¡Ah, claro! Hay misa en la iglesia grande; seguro que allí logro confesarme. Entro y sólo al final, en un rincón descubro que hay un sacerdote revestido de alba, cíngulo y estola y se halla impartiendo el sacramento de la penitencia: ¡aleluya! Pero el gozo en un pozo: cuando me voy a acercar, me señalan amablemente que hay una fila. Pido turno y resulta que hay unas diez personas antes que yo. ¡Qué se le va a hacer! Esperaré. Pero el reloj empieza a correr y el sacerdote sigue con el penitente que he visto al principio: lleva ya diez minutos. A este paso, me confesaré el día del juicio… por la tarde. Me da tiempo de ir a los Jesuitas de la calle Caspe. Allí con toda seguridad hay confesores. Y varios. A todo esto ya son las 7 y media pasadas.

Llegado a la iglesia del Sagrado Corazón, la misa está ya empezada, así que me dirijo a la capilla de la penitencia, convenientemente acristalada para ayudar al recogimiento. Hay personas esperando a confesarse… ¡pero ningún confesor! Pregunto y me responden que normalmente los hay a aquella hora, pero que algo debe haber pasado. Voy hacia la sacristía con cuidado de no interrumpir con pasos fuertes la sagrada función. Allí veo que efectivamente el horario indica confesiones a esa hora. Toco el timbre y nadie acude. Uno de los que están ayudando la misa se me acerca para ver qué deseo y le pregunto si no va a bajar algún padre para confesar. Me dice que ya tendría que estar, pero que seguro que no tarda. Vuelvo a la capilla de la penitencia y espero, espero, espero… Los penitentes se van retirando frustrados. La verdad es que me voy a tener que confesar de ira, porque estoy muy enfadado y así lo manifiesto a la persona que se ha quedado aguardando como yo. Al ver mi nerviosismo, me dice que me calme y que pruebe en los Dominicos de la calle Ausías March, que tienen misas hasta bien tarde y siempre hay algún fraile confesando. Hacia allí me encamino.

Son las 8 pasadas. Al llegar voy directamente a los bancos detrás del altar mayor y veo finalmente un confesionario con una lucecita encendida: ¡albricias! Esta vez sí que hay confesor disponible y puedo al fin recibir el sacramento. Bendigo al sacerdote que me da la paz y la tranquilidad de conciencia y me olvido del periplo involuntario que he hecho por varias iglesias del Eixample de Barcelona. Pero me queda un resquemor y es que, como yo, otros fieles se pueden haber encontrado y se encuentran con la misma situación. Yo ese domingo quería y debía confesarme y hubiera sido capaz de detener a un sacerdote por la calle para que me oyera (si es que, por ventura, hubiera podido reconocerlo). Pienso, en cambio, en tantas personas que tal vez forman un propósito de poner en paz su conciencia y acuden a la iglesia con la mejor voluntad del mundo… para irse de vacío y quizás con las buenas intenciones en el cesto del olvido.

Antes los sacerdotes ocupaban el confesionario horas y horas. Aprovechaban para decir su breviario, rezar el rosario, meditar, preparar un sermón, repasar la clase de catecismo para los niños, en fin, tantas cosas que su devoción y su solicitud pastoral podían inspirarle. Los fieles sabían que siempre podían encontrar un confesor cómodamente, en horarios diurnos y vespertinos, antes, durante y después de las misas. El santo Cura de Ars era un ejemplo a seguir… Siempre encontraba tiempo para el tribunal de la penitencia porque sabía lo importante que es arrebatar las almas al influjo del mal, hacerlas recuperar la gracia santificante (sin la cual no hay vida sobrenatural), consolarlas en sus aflicciones. Los confesores eran los psicoanalistas de entonces… mejor que los de ahora porque no había que sacar cita previa ni cobraba. ¡La de conversiones y vueltas a la Iglesia gracias a que un sacerdote ha estado disponible en el momento oportuno! Allí, encerrado en su cubículo de madera, esperando pacientemente a sus hijos pródigos.

La confesión ha sido una de las instituciones más atacadas por el modernismo clerical. Eso del pecado personal desagrada profundamente a los teólogos hodiernos y liberacionistas: el pecado es social y socialmente tiene que ser perdonado. Por eso, en los años setenta y ochenta (la época más salvaje y contestataria en la Iglesia) se pusieron de moda los ritos comunes de penitencia y las absoluciones colectivas. Los señores curas estaban demasiado ocupados en sus conferencias, seminarios, círculos de estudio, planificaciones pastorales, cursillos, simposios, etc. como para perder el tiempo escuchando las tonterías y las manías de la gente, especialmente de los beatos y los santurrones. Además, eso de declarar pecados preestablecidos como infracciones de los mandamientos y preceptos sonaba demasiado jurídico: ¡pura casuística a lo san Alfonso María de Ligorio! Tipificaciones más propias de un código penal… Eso de la confesión es influjo del Imperio Romano y su obsesión por el Derecho. Jesucristo despachaba a todos con sencillez… y no tenía necesidad de oír a nadie en confesión… Cosas como ésta se decían y, desgraciadamente, aún se dicen. Claro, las dicen los “sesentayochinos” nostálgicos y recalcitrantes (que los hay), que ya no pueden presentarse precisamente como la vanguardia de la Iglesia, pero que todavía mandan.

No sé cómo será en Madrid o en Sevilla o en Zaragoza. En Valencia, donde voy a menudo, la cosa es parecida, aunque menos dramática que en Barcelona. No digo que aquí sea imposible confesarse, pero no es nada fácil. Ya en días de semana, o va uno directo a la catedral (y sólo durante un par de horas en la mañana) o lo tiene claro. Pocas iglesias se salvan del reproche de la poca asequibilidad de confesiones (la mayoría de ellas están cerradas fuera del horario de misas). Dirán que es que no hay penitentes, pero es que no los habrá ciertamente si no hay confesores disponibles. Es el pez que se muerde la cola. La archidiócesis debería plantearse este problema real, que toca un nervio especialmente sensible de la vida espiritual, cual es la tranquilidad de la conciencia y el estado de gracia. Se impone una pastoral renovada del sacramento de la penitencia, recordar a los fieles la obligación de confesarse, ponérselo más a mano a los que no la hemos olvidado y poner en práctica lo que siempre ha querido la Iglesia en la administración de este sacramento. Vuelvan los sacerdotes a los confesionarios y verán volver a los fieles.

Aurelius Augustinus

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