Una reflexión al empezar el año sacerdotal
El 19 de junio pasado, en la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre inauguró solemnemente el Año Sacerdotal, proclamado para conmemorar el 150º aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars. Es muy significativo que sea precisamente la figura de San Juan María Vianney la que Benedicto XVI ha querido poner de relieve como modelo en estos tiempos en los que el sacerdocio católico pasa por una innegable crisis, que no es sino una consecuencia de otra grave crisis: la que en los últimos cuarenta años ha experimentado la fe y el culto eucarísticos en la Iglesia. Si no se tiene en cuenta que la Eucaristía y el sacerdocio van unidos y son, por así decirlo, consubstanciales, es que no se ha entendido nada de lo que es el Catolicismo. Si algo falla en la manera como se ofrece la Eucaristía, ello no dejará de repercutir en el sacerdocio. Porque el sacerdocio es por y para la Eucaristía. Por eso Jesucristo instituyó en la Última Cena el sacramento de Su Cuerpo y de Su Sangre e inmediatamente después el del orden sagrado.
La Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento. Por medio de ella se ofrece el pan y el vino, que se transubstancian en el Cuerpo y la Sangre del Señor, reproduciéndose así, mística pero realmente, el mismo y único sacrificio del Calvario. Jesucristo, presente en virtud del sacrificio de la misa en las especies consagradas, se da en la Eucaristía como “pan de vida eterna y cáliz de salvación perpetua” (canon de la misa) y esto es el sacramento, el gran mysterium fidei, por el que se nos mantiene y se nos aumenta la vida divina y sobrenatural. Este sacramento es aquel del que en cierta manera dependen todos los demás. El bautismo nos da la vida de la gracia, pero la gracia no puede mantenerse sin la Eucaristía: “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”. Toda la Iglesia reposa sobre la Eucaristía. Bossuet decía que “la Iglesia es Jesucristo extendido y comunicado”. Es decir, que su misión consiste en hacer que todos tengan vida en Jesucristo y esto se realiza mediante la Eucaristía.

El lamentable caso del famoso Padre Alberto, popular comunicador del mundo televisivo hispano de los Estados Unidos, ha puesto de relieve y de plena actualidad la cuestión de la noción del sacerdocio católico. Uno se pregunta cómo es posible que un hombre de Dios, que hablaba de las verdades católicas con un convencimiento y una capacidad de persuasión tales que arrastraba en pos de sí audiencias que hacían la envidia de los más avezados presentadores televisivos, haya podido, en el giro de pocos días y con ocasión de un lío de faldas, pasar a sostener lo contrario de lo que antes defendió. Pues ahora resulta que, como el Reverendo Cutié quiere casarse con su novia y eso no es posible en el seno de la Iglesia Católica Romana, se ha pasado a la confesión Episcopaliana, que no obliga al celibato a sus ministros. De sacerdote a pastor…
El Concilio Vaticano II en su afán de renovación de la Iglesia trazó el ideal de lo que deben ser los obispos en el decreto Christus Dominus, promulgado el 28 de octubre de 1965:
Antiguamente decían los catecismos que el quinto precepto general de la Iglesia era “pagar los diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Esta formulación tenía una clara inspiración bíblica: el diezmo o décima parte de las cosechas y el ganado y las primicias o frutos nuevos y crías primogénitas fueron establecidos por la Ley Mosaica y se mencionan en el Levítico, los Números y el Deuteronomio, así como en los libros de Samuel, Reyes y Paralipómenos. El origen de la práctica de dar el diezmo al sacerdocio lo atribuye la Sagrada Escritura a Abraham con respecto a Melquisedec. El ofrecimiento de los primeros nacidos incluía a los niños del pueblo elegido, por los cuales se pagaba un rescate consistente en una ofrenda de substitución (el Niño Jesús fue por ello presentado en el Templo). 





