Capítulo 10: Los gestos de reverencia (Parte 3ª)

Hemos asistido recientemente a la ceremonia de Dedicación de la Basílica de la Sagrada Familia. El cuarto elemento litúrgico de santificación del templo es la luz (los tres anteriores son: el agua, el santo óleo y el incienso). Pudimos ver cómo para coronar la ceremonia de consagración, se encendían las velas del altar y a continuación las originales lámparas eléctricas diseñadas por Gaudí, que forman parte de la estructura del templo. La luz es un elemento litúrgico de primerísimo orden, que además de su utilidad práctica tiene el más alto simbolismo religioso.  

Las luces

Las luces, aparte del fin primitivo de alumbrar las tinieblas, llevan consigo un significado de gozo y un sentido de fiesta. En Tróade, con ocasión de la sinaxis nocturna presidida por San Pablo, erant lampadae copiosae in coenaculo (1) . Después de la victoria de la Iglesia sobre el paganismo, cuando ésta pudo desplegar en paz la pompa de sus ritos, la liturgia no encontró cuadro más augusto que la multiforme y deslumbrante iluminación de las basílicas. Es verosímil suponer, por tanto, que si las luces fueron asociadas en particular a cosas y a personas, se tuvo con esto la idea de rodearlas de honor y de tributarles homenaje. En efecto, en la antiquísima costumbre romana se honraban así las estatuas de los dioses y de los emperadores, delante de los cuales los cirios encendidos significaban el obsequio de los devotos y de los súbditos. Así también se distinguían ciertos altos funcionarios del Estado, los cuales tenían el privilegio de hacerse preceder por portadores de antorchas o cirios, llevando también un pequeño brasero para encender las luces si se apagaban. Si en un primer tiempo estas costumbres de la vida pagana podían hacer a la Iglesia más bien retraída para imitarlas -y tenemos prueba de ello en el lenguaje de ciertos Padres-, posteriormente, con la progresiva cristianización de la sociedad civil, éstas no corrían ya el peligro de provocar malentendidos. Vemos así que en el siglo V, en Oriente, el canto del evangelio tiene lugar entre luces, y poco más tarde, en Occidente, las luces entran a formar parte del cuadro litúrgico de la misa. La primera mención está contenida en el I Ordo, de los siglos VII-VIII, pero rico de elementos mucho más antiguos. En el cortejo con el cual se abre el solemne pontifical de las estaciones, el pontífice está precedido por un incensario humeante y por septem acolythi illius regionis cuius dies fuerit, portantes septem cereostata accensa (2). Estos siete cirios, representantes de las siete regiones eclesiásticas de la Urbe, forman parte de su cortejo de honor; dos de ellos, poco después, serán llevados en homenaje al libro de los Evangelios, cuando vaya a ser leído por el diácono. Las luces del cortejo papal, reducidas más tarde a dos, están todavía en uso en la liturgia de la misa y de las vísperas, llevadas por los acólitos como escolta de honor del celebrante, figura de Cristo; en las procesiones están a los lados de la cruz con el mismo significado.

Sobre este particular ha de recordarse cómo en la Iglesia antigua el honor de las luces a la cruz procesional estaba confiado a algunos cirios fijados sobre los brazos o sobre la parte superior de la cruz misma. El uso es ya atestiguado en Francia por Gregorio de Tours, accensisque super crucem cereis (3); pero debía ser común también en Italia, tanto en Milán, donde se mantuvo hasta el siglo XVII y ha dejado todavía rastros, como en Roma, donde según el “Ordo de San Amando” en las procesiones los “stauróforos” (cruciferarios) llevaban siete cruces estacionales habentes in unaquaque III accensos cereos (4). Posteriormente, con mejor sentido estético y práctico, se prefirió llevar las velas sobre apósitos candelabros gestatorios, encendidos a los lados de la cruz, como prescribe la rúbrica.

Una práctica muy difundida entre los pueblos antiguos era la de llevar cirios en los cortejos fúnebres y encender luces delante de los sepulcros. Se atribuía a ellos la virtud mágica de alejar a los demonios, que se imaginaba fácilmente que habitasen en lugares oscuros de muerte y corrupción. También los cristianos, por impulso de inveteradas costumbres, lo hacían así, obligando al concilio de Elvira (303) a una expresa prohibición: Céreos per diem placuit in coemeterio non incendi; inquietandi enim sanctorum spiritus non sunt (5). Pero probablemente la prohibición tuvo poco éxito, porque por los escritores del tiempo vemos que los honores fúnebres a laicos distinguidos y a obispos, continuaron haciéndose con hachas y luces; pero el gesto fue substancialmente cristianizado. En efecto, en los siglos IV y V, cuando el culto de les mártires adquirió un desarrollo extraordinario, el encender luces delante de su tumba -y la práctica se había hecho general en la Iglesia- no fue ya unido a la superstición pagana, sino considerado solamente como acto de honor tributado a sus reliquias. El mismo Vigilancio lo reconocía, aun reprendiéndolo: Magnum honorem praebent huiusmodi homines (los fieles) beatissimis martyribus, quos putant de vilissimis cereolis illustrandos (6).

Por tanto, el uso de encender luces delante del sepulcro de los mártires, a los piadosos iconos de la Virgen y de los santos y en los últimos honores tributados a los difuntos, fue admitido en la liturgia y mantenido siempre como muy valorado por los fieles. En los cementerios cristianos de Roma, Nápoles, Aquileya y África, en los siglos V y VI, es frecuente la representación simbólica del difunto puesto entre dos candeleros encendidos. La Iglesia, como afirmaba San Jerónimo, en las luces ardiendo junto a la tumba de sus hijos difuntos, no vio solamente un testimonio de honor a su cadáver santificado por la gracia, sino también un expresivo símbolo de la beatífica inmortalidad de sus almas: Ad significandum lumine fidei illustratos sanctos decessisse, et modo in superna patria lumine gloriae splendescere (7).

Para glorificar a Cristo, "luz indefectible del mundo," la Iglesia ha elegido la luz o el cirio ( lumen Christi, la luz de Cristo ), haciendo un símbolo vivo y ofreciéndolo a Dios con un rito de incomparable solemnidad: la consagración del Cirio pascual. Está esbozada en el primitivo oficio lucernario, es decir, del oficio de la tarde, el cual, tomando el nombre de la antorcha que se encendía por los hebreos al final de la solemnidad sabática, se celebraba por los cristianos al principio de la vigilia dominical eucarística. Aquella luz, encendida para iluminar las tinieblas de aquella vigilia conmemorativa de la resurrección de Jesús, y en espera de su final parusía, sugirió en seguida la idea de que aquella lámpara resplandeciente simbolizase el "esplendor del Padre" e inspiró el concepto delicadísimo de presentar a Dios mismo la ofrenda de la luz que se consumía en su honor. Posteriormente, a la luz, aunque mucho más tarde, se unió también la oferta del incienso por gracia de un acercamiento sugerido por el salmo 140: “ Domine, clamavi ad Te, exaudi me” (8), destinado precisamente por los cristianos para el oficio de la tarde, y donde el sacrificio vespertino del Gólgota fue parangonado a los vapores del incienso que suben hasta el trono de Dios. El rito lucernario tenía su apogeo en la noche de Pascua con la oferta del cirio que el diácono encendía solemnemente delante de toda la iglesia, cantando la vetusta fórmula del Praeconium (Pregón) celebrativa de los grandes misterios de aquella noche memorable.

Los cirios tienen aún un amplio uso en el Ritual de los Sacramentos y sacramentales. Acompañan al Clero y a los fieles en las procesiones del 2 de febrero y del Corpus; se entrega al neófito después del bautismo; lo llevan en su profesión solemne las religiosas; iluminan las doce cruces ungidas con crisma en la Dedicación de un templo, símbolo de la luz apostólica que iluminó al mundo.

Una prescripción antigua del Misal hacía referencia a un cirio que debía encenderse en el altar (lado epístola) a la elevación. Pronto encontró la simpatía popular pues facilitaba la visión de la Hostia. Se introdujo poco después el uso de que un clérigo encendiese un cirio poco antes de la consagración y lo mantuviese en alto a la hora de la elevación para poder contemplar la Sagrada Forma. La palmatoria que el monaguillo enciende antes de la consagración, de uso en España y otros lugares, así como los seis ceruferarios con otras tantas antorchas en las Misas solemnes, son restos de aquellas costumbres.

El simbolismo antiguo y medieval ha encontrado eco en el lampadario que arde ante el sagrario para señalar la presencia del Reservado eucarístico.

El otro factor de la iluminación eclesiástica es el aceite, alimento de la lámpara, la luz más sencilla y económica, que en todos los siglos pasados hasta nuestra época entraba indispensablemente en el ajuar litúrgico de todas las iglesias. La cera, aunque muy difundida, fue siempre un producto costoso. Los Cánones de Hipólito, en efecto, hablan sólo del aceite para ofrecerse, no de la cera, y el antiguo oficio de la tarde tuvo el nombre de ad incensum lucernae (9) .

A las lámparas manuales, de las cuales han llegado hasta nosotros muchísimas de forma y materias varias, adornadas con símbolos cristianos, la Iglesia, en el culto litúrgico, prefirió desde el siglo IV la forma más noble y decorativa de la lámpara, pendiente con cadenas, sola o agrupada con otras en forma de cerco (corona pharalis, gabata ). Las páginas del Líber pontificalis son ricas en noticias en torno a los más variados y preciosos objetos de iluminación con aceite dados por la piedad de los pontífices a las iglesias de Roma, y además, de grandes olivares que debían servir para su aprovisionamiento. De todo esto, poco o nada ha quedado. Las cien lámparas de bronce que arden hoy delante de la confesión de San Pedro no son más que un modesto residuo de la desbordante iluminación de un tiempo.

El Ceremonial de los Obispos otrora contenía notables disposiciones respecto al número y a la disposición de las lámparas en la iglesia en relación con el altar del Santísimo Sacramento y con los otros altares. Estas reflejan bastante la generosa largueza con la cual en el pasado se disciplinaba de manera estable y ordenada la iluminación litúrgica. ¡Ojalá fuesen observadas todavía hoy!

NOTAS:

  1. Había lámparas abundantes en el cenáculo.
  2. Siete acólitos de la región en que correspondiese la estación, llevando siete cirios encendidos.
  3. Encendidos los cirios sobre la cruz.
  4. Teniendo en cada una de ellas tres cirios encendidos.
  5. Pareció bien que no se encendieran cirios en el cementerio durante el día: los espíritus de los santos no han de ser inquietados.
  6. Gran honor ofrecen este género de hombres a los bienaventuradísimos mártires, a los que creen que han de iluminar con vulgarísimos cirios. (Lo del “gran honor” es irónico).
  7. Para significar que los santos murieron alumbrados por la luz de la fe, y ahora resplandecen en la patria celestial con la luz de la gloria.
  8. Señor, a ti clamé, óyeme.
  9. Para el encendido del candil.

    Dom Gregori Maria