Quo Vadis, Ecclesia Cathalaunica?

Me angustia y me escandaliza profundamente contemplar las desviaciones doctrinales del catolicismo doméstico, que vienen denunciando estas páginas con una insistencia que no hace sino acrecer mi desolación. Justus ut Palma, Gratianus Simplex, Aurelius Augustinus, Quinto Sertorius Crescens y otros colaboradores de estas páginas, son cada vez más incisivos en la denuncia del tremendo reguero de negra apostasía que van dejando tras sí obispos y párrocos, curas y monjas, religiosos y seglares supuestamente entregados a la causa de la fe católica. Cual vehículos descatalogados, que no deberían circular por estar fuera ya de normativa, pierden de todo y dejan tras sí una peste que delata su vetustez digna de un desguace no siempre honroso.

Eso en cuanto a la doctrina. Pero ¿qué decir respecto al culto y a los ritos en que por ley antropológica se sostienen las doctrinas en todas las religiones? ¿Qué decir del culto en las iglesias de esos clérigos apóstatas? Cuando veáis la desolación… irá acompañada de la abominación, como no podía ser de otro modo. ¿Les suena? Primero fue el anti-culto, la pura negación del culto. Y luego, claro está, las iglesias ominosamente vacías.

Pero falta la tercera pata del trípode: la moral. Nos advierte la antropología que en todas las religiones las doctrinas, los ritos y la moral forman un totum solidum , de manera que si se rompe el nexo entre las tres, o decae aunque sólo sea una de ellas, son las tres las que se derrumban, porque cada una de ellas es función recíproca de las otras dos. Si al triángulo, la figura geométrica más resistente, le rompemos uno solo de los lados, se nos viene abajo todo el triángulo y la techumbre que sobre él se sostiene.

Permítanme por tanto, amables lectores, que viendo el destrozo que ha hecho toda esta clericalla en la fe y en el culto, me eche las manos a la cabeza temiendo que también en la moral hayan incurrido esos tales en las peores abominaciones. ¿O acaso es razonable esperarse otra cosa? ¿No es precisamente el desorden moral el que lleva al desorden en la fe y en el culto? No me vengan con hipocresías: esos fuegos de artificios doctrinales y litúrgicos, tan inconsistentes que mejor merecen el nombre de fuegos fatuos, no tienen otro objetivo que desviar la atención de lo que de verdad ha movido a todos esos clérigos apóstatas: la degradación moral. ¿A quién quieren engañar? Una cosa es que lo pretendan, y otra que lo consigan.

Es que no es sólo eso: todos los que habiendo sido acunados por la Iglesia hemos hecho una larga travesía del desierto fuera de ella, tenemos la nítida experiencia de que fueron los cantos de sirena de la moral fuera de la fe, los que nos sedujeron en primer lugar. Es que la moralidad y la decencia no se mantienen sin esfuerzo. Tanto mayor, cuanto más inmoral e indecente es el entorno que nos rodea. Y luego, claro está, viene el ajuste de la fe a la moral; ¡qué va a ser si no! Y el culto cae solo, porque se queda sin sentido. Ésa es al menos mi historia y la de todos aquellos que conozco de mi misma condición.

Luego, los que al cabo de los años, después de apurar nuestro cupo de pecado, tenemos la suerte de que la misma vida nos encamine hacia la sana moral que nos inculcó la Iglesia, es la fe la que más nos cuesta recuperar. Es que al no poder con la conciencia de pecado, es decir de maldad, la fórmula siempre es la misma: destruir el fundamento de esa conciencia. ¿Dejando de pecar? No padre. Dejando de creer, renunciando a la distinción entre el bien y el mal que recibimos en herencia. Y remontar ese abismo no es nada fácil. Pero cuando se crea una familia y se les quiere dar a los hijos lo mejor, no valen componendas. Y por suerte, ahí sigue la Iglesia ofreciéndonos lo mejor de lo mejor de lo mejor. Y cualquier esfuerzo por volver a sus brazos, merece la pena. Quizá esté ahí, en la Iglesia familiar, la clave de ese vigoroso movimiento de los seglares por la recuperación de la Iglesia.

Por eso, nosotros que también somos Iglesia, y que sabemos de sus miserias porque las vivimos muy de cerca, respiramos aliviados cuando vemos al Papa armándose de valor para aplicar el bisturí en la Iglesia norteamericana y en la irlandesa, profundamente gangrenadas por el horrendo crimen de la pederastia.

Por eso nos duele tanto que los psicólogos manifiesten respecto al sacerdote español juzgado por abusos sexuales a menores, que no tiene conciencia de culpa. Ése es el mal terrible: que no tiene conciencia de culpa. Y seguro que encima nos puede dar lecciones de teología progresista y liberadora, en la que no caben el pecado ni la conciencia de culpa, tan alienadoras y enemigas de la libertad.

Por eso celebramos con gozo cargado de aflicción, pero con gozo y con alivio, que por fin haya caído un obispo irlandés (de momento uno solo), uno de tantos que con su silencio culpable y con sus maniobras de encubrimiento, se convirtieron en cómplices de los crímenes de los sacerdotes encomendados a su responsabilidad pastoral y les dieron alas y cobertura para seguir pecando con total impunidad. ¡Qué horror de sacerdotes, y qué horror de obispos!

Por eso nos estremece y nos tiene el alma en vilo la actitud de nuestros obispos, tan escandalosamente permisivos con las desviaciones doctrinales y litúrgicas de los sacerdotes y monjas que exhiben sin el menor rubor su apostasía, con el agravante del escándalo público, puesto que utilizan como voceros de sus escándalos los medios de comunicación. Los respectivos obispos, con su eminencia el cardenal primado de los Països Catalans a la cabeza y dando ejemplo, callados como tumbas. Por lo que nos sentimos con todo el derecho de aplicarles la regla de oro: “El que calla, otorga”.

Por eso estamos convencidos de que del mismo modo que callan, otorgan, consienten, encubren y en no pocos casos encumbran a los sacerdotes que así se comportan (y no se dan por enterados cuando el escándalo lo dan monjas) en cuestiones de fe y culto, del mismo modo se están comportando cuando los escándalos afectan al campo de la moral. Es que estamos convencidos, y no meramente por silogismos, de que tanta fe perdida y tanto culto abandonado es fruto de una oleada de inmoralidad en nuestro clero, no menor que la oleada de abandono y/o distorsión de la fe y del culto de la Iglesia.

Por eso no perdemos la esperanza de que nuestro cardenal aproveche la visita del Papa para ofrecerle una Iglesia arrepentida y depurada, como se han visto obligados a hacer sus hermanos los príncipes de la Iglesia de América y de Irlanda. Al fin y al cabo, tanto aquí como en Irlanda y en América, los obispos tienen los sacerdotes que se merecen, y los sacerdotes tienen los obispos que se merecen. ¿Tiene el cardenal los sacerdotes que se merece? ¿Tienen los sacerdotes el cardenal que se merecen? La visita del Papa nos servirá para aclararlo.

Redictus Dalmaticatus