Dos de los grandes gurús del progresismo fueron entomólogos: Paul R. Ehrlich experto en mariposas, y Alfred Kinsey en avispas y taxonomía. Los dos saltaron a la misma disciplina: la sociología, pensarían que no era más que cambiar un bicho por otro.
El primero, con su libro apocalíptico «The Population Bomb» (1968), desató, de la mano del Club de Roma, una gigantesca campaña de esterilizaciones forzosas y la implantación de políticas antinatalistas, aborto incluido, en todo el mundo. Eso sí, bajo mandato de la ONU y otros organismos internacionales. Al grito de «no vamos a caber» se segó la vida y la dignidad de mucha gente. Algo corto de método y de criterios científicos, no se le conocen predicciones acertadas, pero sigue recibiendo premios. Ehrlich aporta un pequeño barniz pseudocientífico a la receta progre de que eliminar la pobreza es eliminar al pobre.
El caso de Kinsey tiene a primera vista el mismo hilo conductor. Dos libros «El comportamiento sexual en el hombre» (1948) y «Comportamiento sexual en la mujer» (1953) con graves problemas técnicos y metodológicos, apoyan pseudocientíficamente la llamada «revolución sexual». También sus datos y conclusiones han sido desmentidos por investigaciones posteriores, y ya sólo los utilizan en el lobby homosexualista, que inasequible al desaliento repiten sus eslóganes como un mantra; los partidarios de la despenalización de la pederastia y la Planned Parenthood para sus programas de aborto y educación sexual.
Pero mientras Ehrlich no era más que simplemente un mal sociólogo, Kinsey debería haber engrosado la lista de las personas más depravadas de la historia de la humanidad, con unos métodos que convierten al Ángel de la Muerte en un digno compañero.
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