InfoCatólica / Cor ad cor loquitur / Categoría: Evangelio

15.08.15

Mi alma proclama la grandeza de Dios

Pensemos por un momento en nuestra condición pecadora a la vez que redimida. Cómo Dios nos ofrece gratuitamente la salvación por los méritos de Cristo. Que no hay nada que hayamos podido ofrecerle como meritorio que Él nos nos haya concedido hacer. Que hasta nuestra respuesta positiva a dicho ofrecimiento es obra del Espíritu Santo en nuestra alma.

Si no lo entiendes, mira a María. Ella, llena de gracia, Inmaculada desde su concepción, libre de pecado por pura gracia, elegida por el Señor para ser su Madre, preservada íntegramente en su virginidad para gloria de Dios. Y Ella, la criatura más bella y perfecta nacida de la voluntad del Creador, no se gloría en otra cosa que en las maravillas que Dios ha obrado en su alma:

“Proclama mi alma las grandezas del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen".

Luc 1,46-50

Nuestra Madre no se gloría en sí misma sino en Dios, que es quien obra su perfección. Ella, Madre del Señor, se reconoce su esclava. Su humildad no es una pose. Es real. Es fruto de la gracia que impregna su alma. 

Si María Santísima es modelo de servidumbre y de sometimiento a la voluntad divina, de forma que de su Fiat recibe y recibimos la salvación, ¿qué no habremos de imitar de ella? ¿qué hay en nuestra Madre que no sea modelo a seguir? Por eso Cristo nos regaló su maternidad en la Cruz. Por eso Dios preservó su cuerpo de la corrupción, llevándosela al cielo al final de su vida terrenal. Para que hasta en eso sea esperanza de nuestra completa redención.

Ella, criatura de Dios, es todo aquello que el Señor nos concederá ser una vez entremos en su presencia. Pura, sin mácula, redimida, entregada por completo al designio del Redentor. Esa será nuestra realidad en el cielo si en verdad morimos en la gracia con la que ella fue adornada desde su misma Concepción hasta su Asunción.

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14.08.15

Están robando al rebaño de Cristo el evangelio de la salvación

El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. No hay ninguna otra criatura -en el reino animal y en el vegetal- que haya sido creada así. La dignidad de todo ser humano nace precisamente de ese hecho. Dios ama a todos los hombres.

El hombre pecó y por el pecado entró la muerte en el mundo. La relación entre el hombre y Dios fue dañada gravemente por el pecado. Dios siguió amando a los hombres. Tanto los amó, y los ama, que envió a su Hijo para restaurar esa relación, expiando por los pecados de todos. Dios envió su Espíritu Santo para dar al hombre la capacidad de vencer al pecado y vivir en santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Cristo fundó su Iglesia para predicar el evangelio en todo el mundo, hacer discípulos y ser instrumento de salvación.

¿Saben la diferencia entre el primer párrafo y el segundo? Que el primero se predica en nuestra Iglesia y el segundo cada vez se esconde más.

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18.05.15

Conviene empezar la casa de la evangelización por los cimientos, no por el tejado

¿Quién no quiere un mundo mejor? ¿Quién no desea el fin de la pobreza, el fin de los crímenes, la paz mundial, la fraternidad entre todos los hombres, etc? Y ya puestos, ¿qué cristiano que merezca llamarse como tal no quiere que el resto de la humanidad acepte a Cristo como Señor y Salvador?

Entre estas dos realidades, ¿cuál es la deseable?

Ahora bien, están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios. 

Gal 5,19-21

Y

En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley.

Gal 5,22-23

Ahora bien, toda tarea que quiera llegar a buen término, ha de tener un base sólida, arraigada, firme. Por ejemplo, si hablamos de la nueva evangelización, habrá que empezar por reconocer y enseñar un hecho incontestable, del que nos hablaba la lectura el evangelio del día de ayer:

El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará.

Mc 16,16

Y leemos también en el evangelio de Juan:

Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.

Jn 3,17-18

En otras palabras. O se cree en Cristo, o no hay más de qué hablar, al menos en relación a la salvación. 

Ahora bien, ¿basta con creer en Cristo? O mejor dicho, ¿basta con decir que se cree en Cristo? Veamos lo que Él nos dijo:

¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que digo? Todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificó una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo derribarla, porque estaba sólidamente construida.
El que escucha y no pone en práctica se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y enseguida se derrumbó desplomándose, y fue grande la ruina de aquella casa».

Luc 6,46-49

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25.03.15

Respecto al pecado mortal del adulterio

Como ya he comentado en alguna ocasión, las palabras “pecado mortal” parecen haber sido arrancadas del lenguaje habitual de multitud de pastores y fieles. Sobre todo si dicho pecado tiene algo que ver con el sexto mandamiento del Decálogo. Siempre se ha dicho que la Iglesia parecía obsesionada con dicho pecado, pero ahora parece que la obsesión consiste en restarle importancia.

Me produce enorme tristeza que se esté dando en la Iglesia la imagen de que el pecado del adulterio o el de la fornicación ha de tener un tratamiento especial, en plan “bueno, no está bien, pero no os obsesionéis, que tampoco es para tanto” o llamándolo simplemente “situación irregular".

¿Cómo que no es para tanto? ¿Acaso no escribió San Pablo que ese tipo de pecados son especialmente graves?:

Huid de la fornicación. Todo pecado que un hombre comete queda fuera de su cuerpo; pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. 

¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? 

Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. 
1ª Cor 6,18-20


El apóstol nos pide que huyamos de ese pecado, ¿y nosotros nos ponemos a discutir sobre si los que VIVEN en él que pueden acercarse a comulgar al altar como si tal cosa? ¿a cuento de qué?

No piensen ustedes que esto es cosa solo de los prelados alemanes o de algún obispo cuasi-apóstata. El otro día el cardenal Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, hizo unas declaracions a TV3 de las que se hace eco Europa Press de la siguiente manera:

… Martínez Sistach, se mostró convencido de que se hallarán soluciones para que separados y divorciados católicos vueltos a casar puedan comulgar y vivir su fe de forma normal, aunque dejó claro que no se cambiarán cuestiones doctrinales.

Recordó, asimismo, que el Papa Francisco está preocupado por esta cuestión, y por ello la abordó en dos sínodos, uno de ellos extraordinario. Y explicó que los divorciados que se han vuelto a casar o se han juntado con otra persona son miembros de la Iglesia, no están excomulgados y la comunidad cristiana les debe ayudar y acoger.

“Tengo la esperanza de que se encontrarán caminos, algún camino que ayudará si no a una solución total, sí a una solución de misericordia y fidelidad“.

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12.02.15

O volvemos a San Agustín y Santo Tomás, o no hay nada que hacer

Pero gracias sean dadas a Dios, porque siendo esclavos del pecado, obedecisteis de corazón a la norma de doctrina a la que habéis sido entregados,  y libres ya del pecado, habéis venido a ser esclavos de la justicia.

Romanos 6,17-18

Corren recios tiempos para aquellos que creen que aunque el cristianismo no es una mera recopilación de doctrinas fundadas en la Escritura y la Tradición y acrisoladas por siglos de Magisterio eclesial, sin la sana doctrina es de todo punto imposible desarrollar una pastoral adecuada que pueda conducir a los hombres al encuentro con Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre y, en cuanto tal, único mediador entre Dios y los hombres.

Aun más, quienes así piensan y lo dicen, suelen ser acusados de fariseos, escribas, fundamentalistas y toda una catarata de adjetivos similares. Los acusadores pretenden poco menos que convertir el cristianismo en una religión de sentimientos buenistas que busca hacer que el paso por este valle de lágrimas que es la vida sea lo más “fácil y cómodo” posible, sin tener en cuenta que precisamente lo que está en juego en los años que vivimos a este lado de la frontera determinará nuestro destino en toda la eternidad. Y créanme, esa eternidad dura mucho. De hecho, no tiene fin. Si tuviéramos un mínimo de sentido de lo eterno, entenderíamos que las pocas o muchas décadas que nos toque vivir ahora son la nada comparadas con lo que llegará después. 

Hay hoy una casi absoluta falta de entendimiento de la verdadera naturaleza de Dios. Nos han dibujado un Dios al que apenas importa el pecado. Creen que el hecho de que Dios sea amor está por encima de su condición de santo, como si su amor y su santidad fueran dos fuerzas contrapuestas. La realidad es que la santidad de Dios es incompatible con el más leve de los pecados. Y tanto nos ama Dios que envió a su Hijo a redimirnos, a salvarnos no solo de la consecuencia de nuestros pecados, sino a liberarnos verdaderamente de la esclavitud en la que vivimos cometiéndolos. 

Porque Dios es santo nos ama. Porque nos ama tanto, quiere hacernos santos. Y su gracia es el instrumento para edificar nuestras almas como templos de santidad en los que su Espíritu Santo habite, transformándonos a imagen y semejanza de su Hijo Jesucristo, el Santo de los santos. 

Equivocada sería igualmente la imagen de un Dios justiciero, que esperara cualquier fallo grave nuestro para enviarnos de cabeza y sin remedio al infierno. Un Dios deseoso de condenar a los hombres no habría enviado a su Hijo a salvarlos.

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