(InfoCatólica) El pasado martes 4 de noviembre, el cardenal Jean-Marc Aveline, arzobispo de Marsella y Presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, pronunció el discurso de apertura de la Asamblea Plenaria. Aparte de tratar someramente multitud de temas, ofreció unas interesantes reflexiones sobre la misión de la Iglesia y de los obispos en concreto.
El purpurado comenzó recordando que «la Iglesia no es simplemente una institución más en la esfera pública, cuya opinión solo debe tenerse en cuenta en proporción al número de sus fieles o a su capacidad de movilización en una lucha de poder”. En efecto, «la Iglesia es algo muy distinto: es un misterio. Su mensaje no es el resultado democrático de las opiniones de sus miembros». En ese sentido Dios actúa en la Iglesia para la salvación del mundo, «no solo a través de las personas que su Espíritu reúne (y que siempre necesitan ser convertidas), sino también a través de las instituciones que su Espíritu suscita (y que siempre necesitan ser reformadas)».
La Iglesia, a pesar de sus debilidades, por pura gracia y no por sus méritos, «ha sido hecha por Dios ‘necesaria’ para la obra de la salvación». Esta misión, sin embargo, se reduciría a mera propaganda si la Iglesia no aprendiera a reconocer humildemente que es la gracia del Espíritu Santo la que “prepara el diálogo de la salvación, dirigiendo los deseos de las personas hacia la Buena Noticia de la que dan testimonio los discípulos de Cristo».
A ese respecto, hizo suyas las palabras de Henri de Lubac: «si Jesucristo no es su riqueza, la Iglesia es miserable.Es estéril si Jesucristo no florece en ella.Su edificio es ruinoso si Jesucristo no es su Arquitecto […] Toda su gloria es vana si no la sitúa en la humildad de Jesucristo. […] No es nada para nosotros si no es para nosotros el sacramento, el signo eficaz de Jesucristo».
En cuanto la misión de los obispos, el cardenal comparó al obispo con «un jardinero que recorre incansablemente el territorio de la diócesis que le ha sido confiada, se regocija en la diversidad de todo lo que crece, ya sea que él mismo o sus predecesores lo hayan plantado, o que otras semillas, llevadas por los vientos impredecibles del Espíritu, hayan encontrado un lugar donde echar raíces y florecer». En ese sentido, el obispo, por su misión dentro de la Iglesia, se convierte en «segador de lo que no ha sembrado, para la gloria de Dios y no para su propia gloria personal».
Evocando la figura de San Cipriano de Cartago, que enseñaba que «no se puede tener a Dios como Padre si no se tiene a la Iglesia como madre», el cardenal Aveline explicó que el «papel del obispo como garante de la unidad de la Iglesia es inseparable de la maternidad de toda la Iglesia, puesto que los bautizados solo pueden vivir su vida cristiana perteneciendo a la Ecclesia Mater». No obstante, si bien su misión de mantener la «comunión suele brindarle alegría, también supone un tormento para el obispo», porque sufre por las divisiones que sacuden a la Iglesia.
Al respecto, Mons. Aveline contó su experiencia personal: «mi predecesor, antes de partir, me dio este consejo, tan sabio y siempre vigente: cada vez que aumente tu carga, alarga tu oración».







