(InfoCatólica) La declaración «Dominus Iesus» (en latín, «El Señor Jesús») fue publicada el 6 de agosto del año 2000 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, con la aprobación explícita del papa Juan Pablo II. Subtitulada «Sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y la Iglesia», este documento doctrinal buscaba reafirmar la enseñanza católica tradicional frente a tendencias relativistas, pero su aparición desató inmediatamente una fuerte polémica dentro y fuera de la Iglesia.
Resumen de «Dominus Iesus»
La declaración «Dominus Iesus» reafirma verdades centrales del catolicismo frente a ciertas teorías teológicas contemporáneas. Insiste en que el cristianismo y la Iglesia católica poseen un carácter único y no pueden ser equiparados sin más al resto de religiones. El documento advierte que el relativismo religioso –la idea de que todas las religiones valen lo mismo– falsea de base el diálogo interreligioso y vacía la identidad cristiana. Por ello, recoge y subraya enseñanzas tradicionales de la Iglesia, apoyándose en el Concilio Vaticano II y otros textos magisteriales, para rechazar las posturas relativistas o pluralistas que ponían en duda aspectos fundamentales de la fe. Entre las principales afirmaciones doctrinales de «Dominus Iesus» cabe destacar:
- Jesucristo es el único Salvador y la revelación definitiva de Dios al mundo. Se reitera «la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo», frente a ideas que relativizan el valor único de Cristo. No se puede considerar a Jesús como un profeta o maestro espiritual más, ya que en él Dios mismo se ha revelado plenamente para la salvación de todos.
- La Iglesia fundada por Cristo es necesaria para la salvación de la humanidad. El texto subraya «la mediación salvífica universal de la Iglesia» en el plan de Dios. Esto significa que la Iglesia católica –por estar fundada por Cristo y guiada por el Espíritu– posee la plenitud de los medios de salvación para la humanidad, aun reconociendo que Dios puede salvar por caminos extraordinarios a quienes ignoran el Evangelio.
- La Iglesia de Cristo «subsiste» plenamente en la Iglesia católica. Siguiendo a «Lumen Gentium» del Vaticano II, se afirma que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, en la cual se encuentra la continuidad histórica, la sucesión apostólica y la integridad del Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, se admite que fuera de la estructura visible de la Iglesia católica existen elementos eclesiales de santificación y verdad, de ahí la fórmula «subsiste» en lugar de una identificación excluyente.
- Distinción entre la Iglesia católica y las demás comunidades cristianas. «Dominus Iesus» aclara que el término «Iglesia» se aplica propiamente a aquellas comunidades con sucesión apostólica y Eucaristía válida. En consecuencia, reconoce como Iglesias particulares a las Iglesias ortodoxas orientales (por conservar obispos legítimos y sacramentos), pero sostiene que las comunidades surgidas de la Reforma (Iglesias protestantes) «no son Iglesias en sentido propio» al carecer de un episcopado válido y de la plena esencia de la Eucaristía. No obstante, el documento enfatiza que los fieles bautizados en esas comunidades sí están en cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia católica.
- Valor de las religiones no cristianas y proclamación de Cristo. La declaración reconoce, citando al Concilio, que las tradiciones religiosas no cristianas contienen elementos de verdad y bondad («destellos de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» según «Nostra Aetate») y aboga por un diálogo respetuoso. Sin embargo, afirma que no pueden considerarse vías paralelas a la salvación equivalentes a Cristo y su Iglesia, pues existe una «grave deficiencia» en la situación espiritual de quienes no conocen a Cristo o rechazan a la Iglesia. En definitiva, se invita a los católicos a dialogar e inculturarse con apertura, sin renunciar a proclamar a Jesucristo como camino, verdad y vida para todos.
En conjunto, «Dominus Iesus» presenta de forma sistemática la enseñanza católica sobre la unicidad de Cristo y de la Iglesia en la economía de la salvación. No ofrece novedades doctrinales, sino que –como explica el propio texto– «retoma la doctrina enseñada en documentos precedentes del Magisterio» y busca «corroborar verdades» de fe frente a errores o ambigüedades recientes. Su intención declarada es «refutar determinadas posiciones» teológicas relativistas y reafirmar verdades perennes que algunos ponían en entredicho. Pese a sus numerosas citas del Vaticano II y de encíclicas de Juan Pablo II, la manera franca en que subraya la superioridad de la fe católica sobre otras creencias provocó reacciones intensas a nivel ecuménico y religioso.
Reacciones en el seno de la Iglesia católica
Dentro de la propia Iglesia católica, «Dominus Iesus» sirvió para demostrar la falta de comunión en torno a la sana doctrina, pues recibió tanto elogios como críticas por parte de sectores progresistas. Obispos como Mons. Cormac Murphy-O’Connor (primado católico de Inglaterra) defendieron que el documento no era un ataque al ecumenismo, sino una necesaria advertencia contra la tendencia contemporánea a «considerar como equivalentes todas las religiones». Muchos católicos destacaron que «Dominus Iesus» no hacía más que reiterar enseñanzas de siempre –especialmente del Concilio Vaticano II– sin cancelar el diálogo interreligioso, por lo que consideraban infundada la polémica. De hecho, la declaración misma indicaba que su publicación era oportuna y había sido «ratificada por Juan Pablo II con ciencia cierta y autoridad apostólica», reforzando su peso magisterial. En este sentido, analistas católicos subrayaron que el texto simplemente recopilaba lo ya enseñado por la Iglesia «sin añadir ni quitar nada» respecto al Concilio. La Congregación para la Doctrina de la Fe –recordaban– tiene por misión conservar intacto el depósito de la fe, y con «Dominus Iesus» habría cumplido ese deber frente a interpretaciones relativistas.
Sin embargo, dentro del catolicismo liberal/modernista, la respuesta fue muy crítica. Apenas difundida la declaración, 73 teólogos católicos (en su mayoría españoles) firmaron un manifiesto titulado «Ante la declaración “Dominus Iesus”», en el cual expresaban su desacuerdo con el tono y el contenido del documento. Entre los promotores de este texto figuraban teólogos heterosoxos, como Hans Küng, Jon Sobrino y Leonardo Boff, quienes acusaron a «Dominus Iesus» de contradecir el espíritu aperturista del Concilio Vaticano II. Del mismo modo, un grupo de teólogos católicos francófonos de Bélgica lamentó oficialmente lo que consideraban un lenguaje poco ecuménico y una visión eclesiológica excluyente en la declaración. En círculos católicos dedicados al diálogo interreligioso –por ejemplo, misioneros en Asia– se temía que este mensaje de «única verdad» entorpeciera las relaciones con otras religiones. Algunos señalaron que el documento parecía dar un paso atrás en la estrategia de diálogo propugnada por Juan Pablo II en encuentros como Asís (1986). Así, la Asociación de Teólogos Juan XXIII en España y otras voces del autodenominado catolicismo de base -los que abogaban por una interpretación del CVII rupturista con la Tradición- reprocharon a «Dominus Iesus» el «traicionar el espíritu ecuménico» conciliar y adoptar un aire de «superioridad excluyente» poco evangélico.
Reacciones de cristianos no católicos
Entre las demás confesiones cristianas (no católicas), la declaración «Dominus Iesus» fue recibida mayoritariamente con preocupación e incluso malestar. Líderes anglicanos y protestantes interpretaron el documento como un retroceso en décadas de diálogo ecuménico. El entonces arzobispo de Canterbury, George Carey (primado de la Comunión Anglicana), expresó que considerar que las Iglesias anglicana y protestantes «no son Iglesias en el sentido propio de la palabra» parecía poner en duda los importantes avances ecuménicos logrados en los últimos 30 años. Carey señaló que «Dominus Iesus» no reflejaba el profundo entendimiento mutuo alcanzado entre las denominaciones cristianas, temiendo que reabriese heridas ya superadas. En Alemania, el pastor Manfred Kock, presidente de la Iglesia Evangélica (luterana), declaró que la publicación de «Dominus Iesus» representaba «un paso atrás para las relaciones ecuménicas». A la vez, Kock admitió sinceramente que muchas afirmaciones del texto son asumibles por los cristianos reformados, comenzando por la proclamación de la salvación universal en Cristo, que es un punto de fe común. Esta mezcla de crítica y acuerdo parcial reflejaba la complejidad de la reacción protestante: se rechazaba enérgicamente la negación de su condición de «Iglesias» pero se coincidía en exaltar a Jesucristo como único Salvador.
Organismos oficiales del protestantismo europeo también levantaron la voz. La Federación Protestante de Francia emitió un comunicado expresando sorpresa: aunque sabían que la postura católica sobre la Iglesia no había cambiado, «¿por qué repetirla hoy?», cuestionaban. Del mismo modo, en España la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (FEREDE) manifestó su «dolor» ante una posición vaticana que, a su juicio, «no sólo busca afirmar la identidad católico-romana, sino que niega la identidad y condición de Iglesia al movimiento cristiano protestante».
Estas reacciones protestantes evidenciaron que, si bien «Dominus Iesus» no contenía doctrinas nuevas, su énfasis en las diferencias resultaba hiriente para comunidades que se consideran plenamente iglesias de Cristo.
En el ámbito ortodoxo oriental, la respuesta fue más comedida pero no exenta de reservas. El Patriarcado Ortodoxo de Moscú, por ejemplo, evitó declaraciones inmediatas, indicando que quería estudiar el documento a fondo antes de valorarlo. Un portavoz ruso se limitó a señalar que católicos y ortodoxos tienen una concepción diferente de la «universalidad» de la Iglesia, y que esa discrepancia eclesiológica es «el meollo de la cuestión» pendiente en el diálogo. En cualquier caso, las iglesias ortodoxas mantienen una postura teológica similar a la de la Iglesia Católica sobre la necesidad de pertenecer a la Iglesia de Cristo para la salvación, así que el debate era, y es, sobre cuál es la verdadera Iglesia.
Reacciones de religiones no cristianas
Las comunidades no cristianas –judías, musulmanas, entre otras– tampoco permanecieron indiferentes, aunque sus reacciones variaron de la crítica frontal a la aceptación resignada. En general, líderes de otras religiones cuestionaron lo que percibían como exclusivismo católico, si bien algunos agradecieron la franqueza de Roma al definir su postura. Tal y como informó Zenit, hubo «perplejidad, críticas, y reconocimiento de que la Iglesia católica, al declarar su identidad, relanzará el diálogo» desde la claridad.
En el islam, donde también se proclama poseer la verdad revelada, la respuesta fue de firme reciprocidad teológica. El dirigente musulmán italiano Hamza Piccardo comentó que para los creyentes del islam la primacía corresponde únicamente a Alá. Citando el Corán, afirmó: «para nosotros… se salvará quien crea en Alá y en los profetas, uno de los cuales es Jesús». Desde esa perspectiva, que la Iglesia católica enfatice la primacía de Cristo no sorprende a los musulmanes, pero obviamente choca con la creencia islámica en Mahoma como último y principal profeta.
En cuanto al judaísmo, la reacción fue más agria, algo que no debería sorprender dado su rechazo del Mesías. Amos Luzzatto, presidente de las comunidades judías de Italia en 2000, criticó sin ambages la declaración. En sus palabras, el cardenal Ratzinger «puede hacer todas las acrobacias verbales que quiera, pero en la práctica para los judíos el Nuevo Testamento ni siquiera existe». Luzzatto se preguntaba si afirmar que «la única mediación posible para la salvación es Jesucristo» no cerraba toda posibilidad de diálogo entre judíos y católicos. Esta reacción refleja que, para el judaísmo, la pretensión universalista de la fe cristiana resulta inaceptable, e incluso ofensiva, al invalidar la vía propia de la alianza judía con Dios.
Otras religiones orientales tomaron conocimiento del documento con cierta inquietud pero sin pronunciamientos tan explícitos en aquel momento. En general, budistas e hinduistas –para quienes Jesús puede ser visto como un maestro admirable pero no exclusivo– percibieron la declaración como una reafirmación del tradicional absolutismo cristiano. Si bien no hubo una condena formal amplia desde esas comunidades, algunos líderes religiosos y académicos señalaron que «Dominus Iesus» podía entorpecer el diálogo interreligioso al insistir en una posición única de superioridad. Con todo, algunos observadores no cristianos valoraron positivamente la coherencia interna de la Iglesia católica: saber con claridad qué cree y proclama cada interlocutor puede ser un punto de partida más honesto para el diálogo. En palabras de un representante hindú, «preferimos un diálogo donde cada uno hable desde su convicción sincera, aunque crea poseer la verdad, a uno donde las diferencias se disimulen por cortesía».
Defensa de la declaración por Juan Pablo II
Ante la polémica mundial y dentro de la propia Iglesia, el papa Juan Pablo II tomó la inusual decisión de salir públicamente en defensa de «Dominus Iesus». Aproximadamente un mes después de su publicación, el 1 de octubre de 2000, el Pontífice intervino durante el rezo dominical del Ángelus para respaldar explícitamente el documento. En un gesto poco común –pues los papas rara vez comentan en detalle declaraciones específicas de un dicasterio– Juan Pablo II afirmó «hacer suya» «Dominus Iesus» y aclaró los malentendidos. Subrayó que la declaración «no desprecia a las otras religiones, ni niega la salvación de los no cristianos, ni reniega del diálogo ecuménico», sino que se limita a reafirmar la verdad revelada en Cristo. El Papa expresó además su deseo vehemente de que el documento cumpla su función clarificadora: «Espero que esta Declaración, que tanto aprecio, después de tantas interpretaciones equivocadas, cumpla finalmente su función clarificadora y, al mismo tiempo, de apertura», declaró ante los fieles en la Plaza de San Pedro. Estas palabras papales buscaban disipar el temor de que la Iglesia cerrase sus puertas al mundo; por el contrario, Juan Pablo II sostenía que la claridad doctrinal debía ir acompañada de apertura en la caridad.
Fuentes vaticanas señalaron que esta decidida defensa papal fue iniciativa personal de Juan Pablo II. Años más tarde, el propio Joseph Ratzinger –ya convertido en el papa Benedicto XVI– reveló que fue Juan Pablo II quien insistió en apoyar públicamente «Dominus Iesus» para despejar cualquier duda sobre su aprobación. De hecho, Ratzinger confesó que él mismo colaboró en redactar el texto leído por el Papa en el Ángelus, dado el delicado momento. La aclaración de Juan Pablo II dejó claro que el documento de la Doctrina de la Fe contaba con su pleno aval y continuidad con el magisterio. Irónicamente, algunos analistas malinterpretaron inicialmente el gesto papal como un distanciamiento de Ratzinger –pensando que Juan Pablo intentaba «matizar» al cardenal–, cuando en realidad el Papa se estaba identificando plenamente con el contenido de «Dominus Iesus». Gracias a esta intervención, bajó la intensidad de la polémica: el mensaje fue que afirmar la centralidad de Cristo no era incompatible con el respeto y el diálogo, según el Papa, sino la condición para un diálogo genuino. La defensa de Juan Pablo II subrayó, en suma, que «Dominus Iesus» debía leerse como una guía orientadora dentro del gran esfuerzo de la Iglesia por dialogar sin diluir su fe.
Aclaraciones del cardenal Ratzinger
El cardenal Joseph Ratzinger, principal autor de «Dominus Iesus», también ofreció varias aclaraciones para explicar el sentido del documento y responder a sus críticos. En una entrevista concedida al diario «Frankfurter Allgemeine Zeitung» –y reproducida luego por «L’Osservatore Romano»– Ratzinger señaló que muchas reacciones negativas fueron superficiales o predecibles. Según él, buena parte de las críticas «se limitan a repetir algunas críticas predefinidas» con términos casi rutinarios («fundamentalismo, centralismo romano, absolutismo», etc.) y no abordan los argumentos de fondo. El cardenal observaba cierta «visión politizada» detrás de estas respuestas: se interpretaba el Magisterio de la Iglesia como un poder al que oponer otro poder, en lugar de comprenderlo en términos de verdad y servicio. Ratzinger lamentó esta politización, insistiendo en que «Dominus Iesus» no buscaba «ganar» poder alguno, sino recordar verdades teológicas esenciales para los católicos.
En cuanto al punto más polémico –la definición de «Iglesia» y la postura hacia los cristianos de la Reforma–, Ratzinger ofreció una explicación detallada. Reconoció que las quejas de origen protestante eran entendibles en el plano emocional, pero teológicamente había cierta incoherencia en algunas de ellas. Por un lado, dijo, los hermanos protestantes desean que se les reconozca al mismo nivel que a la Iglesia católica; pero, por otro lado, «por su origen, planteamientos eclesiológicos y modo de funcionar hacen todo lo posible por demostrar que tienen una visión de la Iglesia muy lejana de la visión católica». Es decir, las comunidades surgidas de la Reforma no se conciben a sí mismas con la estructura sacramental e institucional que tiene la Iglesia católica. Ratzinger recordó, por ejemplo, que para Martín Lutero la «Iglesia» verdadera era más bien una realidad espiritual invisible, y que consideraba a la Iglesia católica institucional de su época como algo corrupto. Con ese antecedente histórico, resulta poco lógico –apuntó el cardenal– que «nuestros amigos luteranos pretendan que consideremos como Iglesia esas estructuras surgidas de contingencias históricas, del mismo modo que creemos Iglesia a la Iglesia católica, arraigada en la sucesión apostólica…».
En tono respetuoso pero firme, Ratzinger sugirió que sería más coherente que los propios evangélicos reconocieran que el concepto de «Iglesia» que ellos manejan es distinto –«más dinámico y menos institucional»– en lugar de reclamar a los católicos que apliquen el concepto católico de Iglesia a realidades que nacieron rechazándolo. «No ofendemos a nadie diciendo que las estructuras evangélicas no son Iglesia en el sentido en que la Iglesia católica quiere serlo», afirmó Ratzinger, «[pues] ellas mismas no desean serlo» en esos términos. Esta aclaración buscaba explicar al lenguaje de «Dominus Iesus»: la intención no era despreciar a las comunidades protestantes, sino usar el vocabulario Iglesia con precisión, conforme a la teología católica.
El prefecto de Doctrina de la Fe también aclaró que «Dominus Iesus» no modifica en absoluto las enseñanzas del Concilio Vaticano II, sino que las confirma. «La declaración solo recogió los textos conciliares y los documentos posconciliares, sin añadir ni quitar nada», enfatizó Ratzinger. En la entrevista explicó que el célebre pasaje de «Lumen Gentium» sobre la Iglesia –cuando dice que la Iglesia de Cristo «subsiste en» la Iglesia católica– ya contenía la distinción clave que «Dominus Iesus» reiteró.
Según Ratzinger, el Concilio usó deliberadamente la expresión «subsiste en» (subsistit in) «para no dar la impresión de que fuera de la Iglesia católica no hay Iglesia». Es decir, Roma reconoce que existen realidades eclesiales fuera de su comunión: las Iglesias ortodoxas orientales, separadas de Roma, «son auténticas Iglesias locales» con sucesión apostólica, mientras que las comunidades protestantes «están constituidas de modo diverso» (no tienen esa estructura sacramental). La plenitud de la Iglesia de Cristo se encuentra solo en la Iglesia católica, pero hay elementos de Iglesia presentes fuera de ella, y esa misma paradoja –una única Iglesia verdadera que sin embargo se halla herida por la división histórica– es el mayor estímulo para buscar la unidad, señaló el cardenal.
De hecho, Ratzinger advirtió que relativizar este asunto lleva al absurdo: si alguien sostiene que «todas las Iglesias, a su modo, quieren ser esa única Iglesia [de Cristo]», se termina por no resolver nada sobre la unidad. «Si todas son Iglesia “a su modo”, entonces esta Iglesia es un conjunto de contradicciones y no es capaz de ofrecer indicaciones claras», sentenció, destacando que tal postura haría imposible cualquier certeza en materia de fe. Con esta lógica, defendió la necesidad de afirmar la existencia concreta de la verdadera Iglesia de Cristo, sin caer en un relativismo eclesiológico que diluya la verdad.
Por último, el cardenal Ratzinger hizo una autocrítica parcial respecto a la comunicación del mensaje. Reconoció que «Dominus Iesus» emplea un «lenguaje doctrinal clásico», el propio de documentos magisteriales, que es muy diferente al estilo de los medios de comunicación modernos. Esta diferencia de lenguaje, admitió, pudo dificultar la comprensión del documento por el gran público. Pero su conclusión fue clara: «Entonces, el texto hay que traducirlo, no despreciarlo». En otras palabras, Ratzinger invitaba a interpretar correctamente la declaración –explicando su contenido en términos accesibles– en lugar de rechazarla por prejuicios o titulares alarmistas. La intención no era ofender ni excluir, sino ser fieles al depósito de la fe, y cualquier falta de «tacto» percibida debía abordarse con más pedagogía, no diluyendo la verdad.







