(InfoCatólica) Existen dos tipos de eutanasia, la activa y la pasiva, pero sus defensores, hábilmente, han adquirido la costumbre de llamar eutanasia únicamente a la primera, como si cambiar el nombre de algo modificase mágicamente su esencia y su calificación moral.
Según la ley española al respecto (Ley Orgánica 3/2021), la eutanasia activa es «el acto deliberado de dar fin a la vida de una persona producido por voluntad expresa de la propia persona y con el objeto de evitar un sufrimiento». En principio, no hay nada que objetar a esta definición de un acto gravemente inmoral por su propia naturaleza, salvo por dos pequeños detalles, que indican que el «doble lenguaje» está siendo utilizando desde el principio.
En primer lugar, en todos los países en que se ha aprobado la eutanasia, siempre se comienza por eutanasias «voluntarias» y se va avanzando a casos cada vez menos voluntarios, en los que la decisión es tomada por familiares y tutores legales de menores, personas discapacitadas o enfermos inconscientes o por el mismo Estado, al margen de lo que realmente quiera el paciente.
En segundo lugar, evitar un sufrimiento está muy lejos de ser la única o incluso la principal motivación, porque los criterios reales poco a poco van teniendo más que ver con la economía que con ninguna otra cosa. De ser algo teóricamente «triste, pero necesario», la experiencia muestra que enseguida se intenta convertir la eutanasia en algo bueno, conveniente y moralmente exigible a los que se han convertido en una carga para los presupuestos estatales o su familia. En los países que han legalizado la eutanasia, la propaganda para que los ancianos y enfermos se quiten la vida es cada vez más insistente.
Canadá es el caso más claro y se ha convertido «el peor perpetrador de eutanasia del hemisferio occidental», según el P. David Nix, un sacerdote norteamericano. En 2015, el Tribunal Supremo de Canadá declaró que la eutanasia era un derecho fundamental, con el peregrino razonamiento de que prohibir la eutanasia iba en contra del «derecho a la vida», porque «obligaba» a las personas a suicidarse antes de tiempo por miedo a no poder hacerlo cuando estuvieran más enfermas, además de provocar «estrés» y «daños psicológicos». Orwell estaría orgullosísimo.
Desde entonces, se ha ampliado su alcance, para abarcar a pacientes que no están en situación terminal (de manera que, en la práctica, puede practicarse la eutanasia a todos los ancianos y enfermos de alguna gravedad), y se ha ido haciendo cada vez más frecuente que sean los mismos médicos los que sugieren la eutanasia a los pacientes, como si fuera un tratamiento médico en vez de un suicidio, algo que, teniendo en cuenta su posición de autoridad en la relación con el paciente, constituye una clara influencia indebida. La realización de estudios sobre el «ahorro» que supone la eutanasia para la salud pública canadiense es, cuando menos, muy sospechoso.
Desde la aprobación de la eutanasia, unos 75.000 canadienses se han quitado la vida con ayuda de médicos dispuestos a vulnerar uno de los preceptos más sagrados para su profesión desde que se escribió el juramento hipocrático. Una de cada veinte muertes en el país es un suicidio asistido. Como señala el P. David Nix, para encubrir aún más la horrible verdad de que se está matando a alguien se ha hecho habitual en Canadá festejar el suicidio asistido con una fiesta de «celebración de la vida».
Como decíamos, además de la eutanasia activa, en la que se suelen centrar los debates públicos sobre el tema, existe otra modalidad de eutanasia: la eutanasia pasiva, que supone denegar o retirar al paciente lo necesario para vivir, causando así su muerte. Moralmente hablando, no hay distinción sustancial entre la eutanasia pasiva y la activa, porque ambas buscan acabar intencionadamente con la vida del paciente.
La distinción se utiliza a menudo, sin embargo, para fingir que la eutanasia pasiva no es verdaderamente eutanasia. Así lo hace la ley española, que dice: «En nuestras doctrinas bioética y penalista existe hoy un amplio acuerdo en limitar el empleo del término ‘eutanasia’ a aquella que se produce de manera activa y directa, de manera que las actuaciones por omisión que se designaban como eutanasia pasiva […] se han excluido del concepto bioético y jurídico-penal de eutanasia». Mágicamente, se inventa así un «concepto bioético y jurídico-penal de eutanasia» que hace que lo que antes era una medida excepcional y grave ahora sea algo normal y rutinario. La ley legaliza la eutanasia activa, mientras que la segunda ni siquiera hace falta legalizarla ya, porque no es eutanasia, sino una mera decisión médica.
Conviene señalar, por otro lado, que la eutanasia pasiva nada tiene que ver con la libertad para rechazar un tratamiento desproporcionado, que es algo moralmente admisible y un derecho del paciente. En la eutanasia pasiva, lo necesario que se le deniega al paciente es o bien un tratamiento necesario o, en los casos más terribles, la alimentación o el agua, que no son en ningún sentido tratamientos médicos. En este último caso, se condena al enfermo a una de las muertes más terribles que existen, porque se le hace morir de sed. Ha habido varios casos con repercusión mundial, como el de Terry Schiavo (Estados Unidos) o Vincent Lambert (Francia), pero lo cierto es que la práctica es, a la vez, terriblemente cruel y relativamente frecuente y rutinaria en varios países.
Como señala el P. Nix, el problema de utilizar la distinción entre eutanasia activa y pasiva para blanquear a la segunda o incluso negar que sea verdadera eutanasia es muy sencillo: según la ley natural y la doctrina católica, «las dos son asesinato».







