(InfoCatólica) El Papa ha asegurado que las parábolas del Evangelio «son una ocasión para cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe al hecho de que nos aferramos a una forma rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista».
El Pontífice ha constatado que no bastaba ser un doctor de la ley para ser salvo.
«Hoy quisiera hablarles de una persona experta, preparada, un doctor de la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está centrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás. De hecho, él interroga a Jesús sobre cómo se “hereda” la vida eterna, utilizando una expresión que la entiende como un derecho indiscutible».
Y el Señor plantea la verdadera pregunta que hay que hacerse
«...Jesús cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del ¿quién me quiere? al ¿quién ha querido? La primera es una pregunta inmadura, la segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos encerramos y esperamos; la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino».
Tras recordar lo que dice la parábola, el Papa asegura que el samaritano puede ser cualquiera de nosotros:
«Es la experiencia que se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan en medio del camino».
Y puede ser también cualquier persona con la que nos encontremos. De cómo reaccionemos, quedará claro cómo somos
«Pero la vida está hecha de encuentros, y en esos encuentros mostramos quiénes somos. Nos encontramos frente al otro, ante su fragilidad y su debilidad, y podemos decidir qué hacer: si hacernos cargo de él o hacer como si nada».
Servir en el Templo, ser sacerdote, no garantiza cumplir con la voluntad de Dios ante el dolor ajeno. La compasión debe ser propia de nuestra condición humana antes incluso que de nuestra religiosidad:
«Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que habitan en el espacio sagrado. Y sin embargo, la práctica del culto no lleva automáticamente a ser compasivos. En efecto, antes que una cuestión religiosa, la compasión es una cuestión de humanidad. Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos».
La prisa no debe impedirnos ser misericordiosos
«... ese sacerdote y ese levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su propio viaje debe tener prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro».
El que no era del pueblo elegido fue quien obró con miseriordia
«Pero he aquí que llega alguien que efectivamente es capaz de detenerse: es un samaritano, uno que por tanto pertenece a un pueblo despreciado (cf. 2Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, solo dice que estaba de viaje. Aquí la religiosidad no tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre frente a otro hombre que necesita ayuda».
El Papa ha indicado que la compasión se muesta aplicándola
«La compasión se expresa a través de gestos concretos.... el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien no puedes pensar en mantenerte a distancia, debes implicarte, ensuciarte, quizá contaminarte... se hace cargo de él, porque se ayuda de verdad cuando uno está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro... el otro no es un paquete para entregar, sino alguien de quien hacerse cargo».
León XVI pregunta a los fieles:
«¿cuándo seremos también nosotros capaces de interrumpir nuestro viaje y tener compasión? Cuando hayamos entendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces que Jesús se ha detenido para cuidarnos nos hará más capaces de compasión».
Y ha exhortado a que todos pidamos la gracia de ser como Cristo misericordiosos:
«Recemos, pues, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos».
Audiencia general de León XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles, 28 de mayo de 2025Ciclo de Catequesis – Jubileo 2025. Jesucristo nuestra esperanza. II. La vida de Jesús. Las parábolas. 7. El samaritano. «Pasó junto a él, lo vio y se conmovió» (Lc 10,33b)
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos meditando sobre algunas parábolas del Evangelio que son una ocasión para cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe al hecho de que nos aferramos a una forma rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista.
Hoy quisiera hablarles de una persona experta, preparada, un doctor de la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está centrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás (cf. Lc 10,25-37). De hecho, él interroga a Jesús sobre cómo se “hereda” la vida eterna, utilizando una expresión que la entiende como un derecho indiscutible. Pero detrás de esta pregunta quizá se oculta precisamente una necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús es el término «prójimo», que literalmente significa el que está cerca.
Por eso Jesús cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del ¿quién me quiere? al ¿quién ha querido? La primera es una pregunta inmadura, la segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos encerramos y esperamos; la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.
La parábola que cuenta Jesús tiene, de hecho, como escenario precisamente un camino, y es un camino difícil y escarpado, como la vida. Es el camino que recorre un hombre que baja de Jerusalén, la ciudad en la montaña, a Jericó, la ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen que ya anticipa lo que podría suceder: ocurre en efecto que ese hombre es asaltado, golpeado, robado y dejado medio muerto. Es la experiencia que se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan en medio del camino.
Pero la vida está hecha de encuentros, y en esos encuentros mostramos quiénes somos. Nos encontramos frente al otro, ante su fragilidad y su debilidad, y podemos decidir qué hacer: si hacernos cargo de él o hacer como si nada. Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que habitan en el espacio sagrado. Y sin embargo, la práctica del culto no lleva automáticamente a ser compasivos. En efecto, antes que una cuestión religiosa, la compasión es una cuestión de humanidad. Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos.
Podemos imaginar que, después de haber estado mucho tiempo en Jerusalén, ese sacerdote y ese levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su propio viaje debe tener prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.
Pero he aquí que llega alguien que efectivamente es capaz de detenerse: es un samaritano, uno que por tanto pertenece a un pueblo despreciado (cf. 2Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, solo dice que estaba de viaje. Aquí la religiosidad no tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre frente a otro hombre que necesita ayuda.
La compasión se expresa a través de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del samaritano, al que llamamos «bueno», pero que en el texto es simplemente una persona: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien no puedes pensar en mantenerte a distancia, debes implicarte, ensuciarte, quizá contaminarte; le venda las heridas después de haberlas limpiado con aceite y vino; lo monta sobre su cabalgadura, es decir, se hace cargo de él, porque se ayuda de verdad cuando uno está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta dinero, «dos denarios», más o menos dos jornadas de trabajo; y se compromete a volver y eventualmente a pagar más, porque el otro no es un paquete para entregar, sino alguien de quien hacerse cargo.
Queridos hermanos y hermanas, ¿cuándo seremos también nosotros capaces de interrumpir nuestro viaje y tener compasión? Cuando hayamos entendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces que Jesús se ha detenido para cuidarnos nos hará más capaces de compasión.
Recemos, pues, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos.