Pío VII, un Papa débil, prisionero de Napoleón Bonaparte (I)

PÍO VII Y NAPOLEÓN: HISTORIA DE UN ENFRENTAMIENTO


RODOLFO VARGAS RUBIO

Los defensores de la autenticidad de la famosa Profecía de los Papas atribuida a san Malaquías de Armagh suelen aducir como argumento a su favor el acierto del lema asignado por ella a Pío VII: “Aquila rapax” (Águila rapaz). Y es que la mayor parte de su pontificado transcurrió bajo la sombra amenazante de Napoléon, el hombre que, como esa grandiosa ave, se elevó hasta las cumbres más altas del poder, desde donde se abatió sobre las naciones de Europa haciéndolas presas de sus garras, no perdonando ni siquiera a la Sede de Pedro. Precisamente, hace algunas semanas se cumplieron doscientos años del inicio del cautiverio del papa Chiaramonti por disposición del enfant gaté de la Revolución. Queremos hacernos eco de esta efeméride relatando las vicisitudes que marcaron la difícil relación entre ambos.

Dom Barnaba Gregorio Chiaramonti, cardenal benedictino y obispo de Imola, tenía 57 años cuando fue elegido sucesor de su pariente y paisano Pío VI el 14 de marzo de 1800, en un cónclave algo fuera de lo común. Por de pronto, se había reunido en la abadía benedictina de la isla de San Giorgio Maggiore en la laguna de Venecia, rompiendo así una continuidad de casi cuatrocientos años de cónclaves romanos. También contó con la participación del número más bajo de electores desde 1534: sólo participaron 35 de los 45 cardenales del Sacro Colegio. Éste se hallaba dividido entre zelanti y politicanti. Los primeros reivindicaban los derechos de la Iglesia conculcados por la Revolución y rechazaban todo compromiso con ésta, mientras los segundos, considerando que la nueva situación creada por ella era irreversible, se mostraban partidarios de acuerdos prágmáticos que salvaran lo esencial. Hubo la intervención de las potencias católicas, que hicieron uso del privilegio del exclusive, produciéndose un impasse, del cual se salió cuando los votos de los electores convergieron en un nombre propuesto por monseñor Ercole Consalvi: el del cardenal Chiaramonti. Su elevación al sacro solio dio un mentís a la Revolución que había pretendido que Pío VI (muerto el 29 de agosto de 1799 a consecuencia de los padecimientos de su duro cautiverio) sería el último de los Papas.

Cuando Pío VII se convirtió en Romano Pontífice la estrella de Bonaparte acababa de iniciar su ascenso fulgurante: el águila emprendía el vuelo. Por medio del golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, había acabado con el corrupto y desprestigiado Directorio y, convertido en Primer Cónsul, se había hecho con un poder omnímodo, que le iba a permitir consolidar la Revolución, dándole estabilidad institucional y una fachada de respetabilidad. Durante diez años Francia había vivido en medio de una vorágine de cambio con episodios de violencia extrema y sangrienta que habían acabado por hartar a la población. Ésta empezaba a mirar con nostalgia a las instituciones tradicionales que habían hecho la grandeza del país en el pasado: la monarquía y la religión católica. Bonaparte comprendió que no podría gobernar sin asumir la herencia de la primera y prescindiendo de la segunda (anclada como estaba en la idiosincrasia gala). Por eso, empezó a dar los pasos para construir su cesarismo y quiso reconciliarse con la Iglesia de Roma, acabando con el cisma provocado por la Constitución Civil del Clero de 1790.

En 1801, con la Paz de Lunéville impuesta a Austria (9 de febrero), Bonaparte prevaleció sobre sus enemigos extranjeros y consolidó sus conquistas, lo que le permitió dedicarse por entero a su doble propósito de cimentar su régimen y devolver la paz religiosa a Francia. Como buen conocedor que era de la Historia, sabía que el apoyo de la Iglesia era la mejor garantía de permanencia para el poder político. Pipino el Breve pudo substituir a la degradada dinastía merovingia gracias al apoyo del papa Zacarías, y Carlomagno vio consagrado su papel preponderante como primer príncipe de la Cristiandad gracias a su coronación imperial por León III. Por otra parte, Enrique IV no pudo reinar tranquilo hasta que no abjuró de la herejía calvinista y se reconcilió con Roma, con el beneplácito y la bendición de Clemente VIII. Así pues, era natural que Bonaparte, retomando la tradición, se acercara al nuevo papa con talante conciliador si quería que las bases de la nueva Francia que quería fundar fueran sólidas. Además, Pío VII tenía fama de moderado. En 1797, había sorprendido a todos al aseverar, en una homilía en su catedral de Imola, que el Evangelio y la Democracia eran conciliables: “Siate tutti cristiani di un pezzo, e sarete anche dei buoni democratici” (“Sed todos cristianos de una pieza y seréis también buenos democráticos”).

Pero, ¿cuál era la situación del catolicismo francés? Desde 1790 había dos iglesias: la tradicional, fiel a Roma, y la constitucional, dependiente del Estado y cismática. La primera estaba proscrita por la ley y había sido víctima de una cruel persecución. Sus ministros eran llamados “refractarios” por haberse negado a prestar el juramento impuesto por la Constitución Civil del Clero, la cual negaba la suprema potestad del Papa. La segunda, aunque oficial, era una iglesia despreciada por el poder (en manos de teístas, escépticos e incrédulos) y repudiada por la mayor parte del pueblo fiel, que seguía apegado a la tradición. Sus ministros, los “juramentados” o “constitucionales”, eran simples funcionarios estatales en lo religioso. En honor de la Jerarquía francesa hay que decir que la casi totalidad de los obispos (menos cinco) se negó a prestar el juramento. Talleyrand, ex obispo de Autun, tuvo que consagrar a los primeros obispos constitucionales. De los párrocos (en situación humana más delicada), la mitad se mantuvo fiel a Roma. Parte del clero refractario debió partir al exilio donde gozaba del favor y la protección de los legitimistas. Los que se quedaron en Francia tuvieron que resignarse a vivir precariamente y bajo la constante amenaza de los revolucionarios.

A principios de 1801, se encargó al abate Etienne-Alexandre Bernier el asunto de la reconciliación con Roma. Poco después, era enviado a la corte papal el diplomático François Cacault con plenos poderes para negociar un nuevo concordato. La mayoría de las propuestas del gobierno francés eran inaceptables para Pío VII porque lesionaban gravemente los derechos de la Iglesia, de modo que las negociaciones empezaron a alargarse. Impaciente, Bonaparte ordenó el regreso de Cacault el 13 de mayo si la Santa Sede no se avenía a razones en el plazo de tres días. Antes de marcharse, el embajador francés logró persuadir al Papa de que enviase a París al cardenal Ercole Consalvi, su secretario de Estado, a fin de negociar directamente con el Primer Cónsul. Consalvi tuvo que hacer gala de su extraordinaria capacidad diplomática para no dejarse engatusar. Se revisaron cuidadosamente los antecedentes de las relaciones entre Francia y la Iglesia de Roma: la Pragmática Sanción de Bourges de 1438, el Concordato de 1516 entre León X y Francisco I y la Declaración del Clero Galicano de 1682. El mayor problema consistía en que Bonaparte quería una jerarquía completamente nueva y a su medida, lo cual implicaba la renuncia de todos los obispos, tanto refractarios como constitucionales. Sobre esto se mostró irreductible. El dilema para el Papa era terrible: acceder a la exigencia del Primer Cónsul era en la práctica castigar a los obispos fieles por su adhesión a Roma; pero, por otra parte, si no lo hacía, las esperanzas de una restauración católica en Francia podían darse por perdidas. Consalvi, en nombre de Pío VII, acabó por aceptar el mal menor para el mayor bien de la Iglesia.

El nuevo concordato, que constaba de diecisiete artículos, establecía los siguientes puntos principales: la católica era reconocida como la religión de la nación francesa, por lo cual el Estado le aseguraba el libre y público ejercicio; el número de las diócesis francesas se reducía a 60; el Papa exigía a todos los obispos –tanto refractarios como constitucionales– que se hallaran en posesión de su cargo en el momento del concordato la inmediata renuncia a su sede; el Primer Cónsul propondría a la aprobación del Papa, en el plazo de tres meses, los nombres de los futuros obispos para las nuevas sedes; una vez confirmados por Roma, los nuevos obispos prestarían juramento ante el Primer Cónsul; las iglesias catedrales y parroquiales se consignarían a los obispos; los bienes eclesiásticos confiscados por la Revolución se quedarían en manos de sus propietarios actuales y, en compensación, el clero recibiría una asignación del Estado; los fieles podían volver a instituir fundaciones y obras pías a favor de la Iglesia; el Primer Cónsul, en fin, reivindicaba los antiguos privilegios concedidos por los Papas a los reyes de Francia. El documento debía ser firmado el 14 de junio, pero Consalvi se percató de que el texto que se le sometió aquel día no era conforme a lo acordado y se negó a rubricarlo. Bonaparte mostraba así una mala fe de la que no tardaría en volver a hacer gala, pero por el momento desistió de sus manejos deshonestos y, al día siguiente, presentó a la firma del cardenal el concordato tal y como se había pactado. Consalvi partió de regreso a Roma, a donde llegó el 6 de agosto.

El acuerdo despertó el descontento del partido de los zelanti en la Curia, que veían con desagrado que se habían hecho demasiadas concesiones a un régimen hijo de la Revolución; para los legitimistas se trató de una verdadera traición, y contrastaban la actitud condescendiente de Pío VII hacia el jacobino Bonaparte con la de inequívoca condena de Pío VI a los principios revolucionarios, como se refleja en el siguiente epigrama que corrió por esa época: “Per conservar la fede, Pio VI perdé la sede; per conservare la sede, Pio VII perde la fede” (el juego de palabras entre “sede” y “fede” es lamentablemente intraducible al español de modo que se conserve el verso). No obstante, el Papa consideraba que el bien de las almas estaba por encima de cualquier otra consideración y, con todo el dolor de su alma, dio el paso al que se había comprometido: el 15 de agosto promulgaba el breve Tam multa, por el que exigía la renuncia a sus diócesis a todos los obispos que habían sido nombrados por Roma y no habían prestado el juramento revolucionario. Paralelamente, mediante el breve Post multos labores, pedía también a los obispos constitucionales que dimitieran. De los 81 obispos preconizados en el Antiguo Régimen aún en vida en 1801, 45 obedecieron; los demás respondieron evasivamente y unos pocos se negaron en redondo a obedecer al Romano Pontífice, surgiendo de esta manera el cisma de la Petite Église (que se diluiría a principios del siglo XX). Pío VII procedió, entonces, a deponer a los remisos. Esta intervención directa de Roma a favor de lo estipulado en el concordato (sin precedentes por tratarse de la supresión en bloque de toda la Jerarquía de una nación católica) fue decisiva en la desaparición del galicanismo. El nuevo catolicismo francés nacía unido a Roma y por un acto jurídico de la Santa Sede.

Pero no todo iba a ser un camino de rosas. El Primer Cónsul tenía preparado un as bajo su manga para tornar el Concordato a su mayor conveniencia. Pidió a Roma el envío de un legado a latere para su aplicación, siendo enviado el cardenal Giovanni Battista Caprara, cuya misión en París no iba a ser fácil. Bonaparte difirió la publicación del acuerdo con la Santa Sede hasta la Pascua de 1802, lo cual le dio tiempo para preparar y sancionar 77 artículos orgánicos que pretendían poner en práctica lo estipulado con el cardenal Consalvi el año anterior. De más está decir que se trataba de disposiciones arbitrarias, como la de que los decretos de Roma no serían efectivos sin el visado gubernamental; que no serían bienvenidos nuncios apostólicos ni se reunirían sínodos sin el beneplácito de la República; que el matrimonio civil precedería al canónico; que el catecismo debía tener el nihil obstat de la autoridad civil, etc. Pío VII protestó en vano y su legado, de talante quizás demasiado conciliador, dejó hacer al Primer Cónsul más de la cuenta, lo que le valió críticas de pusilanimidad, incluso de parte de Consalvi. Pero Caprara se defendió aduciendo que había procurado salvar todo lo salvable. El hecho crucial fue que el Concordato fue recibido con júbilo por la gran mayoría del pueblo francés, que vio restaurada la religión, la cual experimentó un desarrollo extraordinario desde entonces.

Un segundo concordato fue celebrado por la Santa Sede, por voluntad de Bonaparte, con la República Italiana (la antigua República Cisalpina) con capital en Milán. Al principio, el Papa se rehusó a celebrar ningún acuerdo, puesto que en los territorios que conformaban ese Estado no se había de hecho abolido la religión católica como había pasado en Francia, por lo que no había necesidad de nuevas regulaciones. Pero el Primer Cónsul presionó haciendo publicar por el conde Melzi d’Eril, vicepresidente de la República, un decreto de corte jansenista compuesto de 27 artículos que limitaban grandemente la libertad de la Iglesia. Ante el peligro de la situación, los cardenales de la Curia aconsejaron a Pío VII negociar el concordato querido por Bonaparte. El 27 de noviembre de 1802, daba el Pontífice plenos poderes al cardenal Caprara para tratar con aquél. El trabajo fue un continuo y arduo tira y afloja hasta que se llegó a pactar unas condiciones aceptables por entrambas partes. Esta vez Caprara se hizo acreedor a la aprobación de su gestión y Pío VII confirmaba el concordato con la República Italiana el 6 de noviembre. Como el Primer Cónsul también se halló satisfecho de la actuación del cardenal, obtuvo de Roma su preconización a arzobispo de Milán y que se quedara en París como legado permanente (Continuará)

3 comentarios

  
luis
Muy deprimente. Parece el modelo de lo que seguirá el biséculo siguiente. Y seguimos así. Como decía Newman, si Bonaparte no es el Anticristo, es ciertamente una figura anticrística.
31/08/09 4:44 PM
  
JCA
Para ilustrar esta época en los Estados Pontificios, recomiendo leer "Los Ojos de María", de Messori, sobre el milagro extraordinario que sucedió en las imágenes de la Virgen poco antes y durante la invasión napoleónica. No sabía de la magnitud de las mostruosidades perpetradas por los ejércitos napoleónicos en Italia.

luis: Pues sí, desde luego fue un precursor, aunque al final de sus días se convirtió.
02/09/09 3:32 AM
  
Emilio
Hola.

Quiero contactarme con ustedes, ya que pienso publicar cosas muy serias de este periodo relacionadas con profecias biblicas. Con una exactitud que asusta.

Por fabor espero correo de confiracion.
03/07/15 7:05 PM

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