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«Cenicienta». Obra de Hanns Anker (1873-1950).
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«Un buen libro te enseña lo que debes hacer, te instruye sobre lo que has de evitar y te muestra el fin a que debes aspirar».
San Bernardo
Entre las numerosas razones que podríamos encontrar para defender la lectura, hay una que está por encima de las demás, que las supera a todas, que las deja atrás. Me refiero a la idea de que las buenas historias, relatos y poemas ofrecen a los lectores la posibilidad de educarse en el cabal uso de la razón y en la comprensión y el dominio de sus sentimientos, ayudándoles, aunque solo sea un poco, a acercarse a aquello para lo que fueron creados: contemplar la belleza, la verdad y la bondad.
El poeta romano Horacio hablaba en su Ars poética (23-13 a. C.) de instruir deleitando, de unir tanto el beneficio como el deleite, y esto nos sigue sirviendo hoy. En los buenos libros encontraremos trazos de la verdad; el deleite lo hallaremos en la admiración y el asombro causado por la belleza contenida en sus páginas. Y la bondad estará esperando en el fondo y forma de lo enseñado, en los efectos para el alma de lo leído y en la práctica virtuosa a que impulsa toda buena literatura.
Así, que comenzaré por la Bondad.
De entrada, el acto mismo de leer es transformador y virtuoso. Hay algo en la actividad de la lectura que tiende al bien. Así, la atención necesaria para la lectura profunda (la que practicamos con obras literarias en lugar de cuando leemos noticias), requiere paciencia. La interpretación y valoración de lo leído, exige prudencia. La mera decisión de reservar tiempo para leer en un mundo lleno de tantas distracciones, requiere una especie de templanza. La reivindicación pública de la condición de lector –especialmente hoy entre los más jóvenes–, precisa un cierto nivel de fortaleza y de coraje. En suma, el esfuerzo que requiere mantenerse en nuestros días como lector pone de manifiesto un evidente acto de amor. Y todo eso es bueno y conduce a lo bueno.
Y ello a pesar de la acusación –tan presente hoy– de su falta de utilidad. Por supuesto que leer buenos y grandes libros es útil. Pero aclaro que no estoy hablando de la utilidad mercantil que impera en nuestro mundo, sino de una utilidad de otro orden, silenciosa, que trabaja para esa parte de nosotros que no se ve. Hablo de una utilidad para el alma, lo que me recuerda el lema labrado en piedra en el frontispicio de la biblioteca de Tebas, que rezaba así:
«Medicina para el alma».
Hablo del original significado de utilidad, como ayuda para alcanzar el propósito de todo hombre. Lo que Aristóteles y Platón identificaron con la realización de nuestra propia naturaleza, de nuestro telos: contemplar lo que es bueno y actuar de acuerdo con ello.
Y ahí creo que los buenos y grandes libros tienen su función –aunque ciertamente muy modesta–, y que podrán ayudar a nuestros hijos en ese camino hacia la contemplación del bien.
El santo cardenal Newman, sobre la convicción de que el verdadero bien es difusivo de suyo, sostuvo que el bien intelectual puede ser útil en el sentido a que he hecho mención. Así nos dice:
«No digo útil en sentido vulgar, mecánico y mercantil, sino como un bien que se difunde, o una bendición, o un don, un poder o un tesoro, primero para quien lo posee, y a través de él para el mundo entero».
Una utilidad esta, que el literato ruso Antón Chejov entendía de una forma más contundente. En su cuento Las grosellas (1898) nos habla de un martillo. Dice Chejov por boca del protagonista, Ivan Ivanych, que «sería preciso que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho hubiera alguien con un martillo, y continuamente le recordará con sus golpes», lo trascendente, alejándolo de lo trivial. Yo también lo creo, por eso es importante rescatar a los buenos y grandes poetas y volver a leerlos y escucharlos, y así, dejar que su maza nos golpee, a nosotros mismos y a nuestros hijos, dándonos aquello que necesitemos cuando lo necesitemos. Porque, como nos dice el poeta Ezra Pound:
«Deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».
Y esta esfera de iluminación del poeta Pound me sirve para acercarme hacia la Verdad.
Ya Aristóteles en su Poética (335-323 a. C.) defendía la conveniencia de una educación literaria, ya que con la buena lectura, decía, se purga el exceso de emoción y se obtiene una visión más racional y real de las cosas que nos rodean. Así mismo, el filósofo nos dice que la poesía es superior a la historia pues, mientras el historiador describe lo que ha llegado a ser, el poeta habla el tipo de cosa que debería y podría llegar a ser, y que por eso está más próxima a los universales y a la verdad.
En pleno Renacimiento, Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendía en su obra Apología de la poesía (1583), que la buena poesía revela grandes verdades y es por ello profundamente filosófica, y yendo todavía más lejos que el Estagirita, afirmaba que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía se limita a enseñarnos lo que es bueno. Este argumento es luego retomado por el poeta romántico Shelley en su ensayo Defensa de la poesía (1821), donde sostenía que la imaginación ligada al arte literario permite experimentar la vida desde la perspectiva de otros.
Todo ello nos remite al concepto de imaginación moral del que ya les he hablado. A aquello que quería decirnos la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor cuando escribió:
«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».
¿Y qué hay de la literatura infantil y juvenil? ¿Ocurre en este tipo de literatura lo mismo? Por supuesto que sí. Y para sostenerlo apelaré a los argumentos de tres sabios en la materia: G. K. Chesterton, J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis.
Chesterton comienza diciéndonos que cada uno de los cuentos de hadas clásicos contiene en su interior buenos principios y sanas enseñanzas, como, por ejemplo, «la lección de “Cenicienta” que es la misma lección que la del Magníficat: exaltar a los humildes, o la gran lección de “La Bella y la Bestia", según la cual una cosa debe ser amada, antes de ser amable». Pero Chesterton bucea más allá, buscando «el espíritu que subyace» en estos relatos. De esta manera, encuentra en los cuentos de hadas tres grandes principios que pueden ayudar a los más jóvenes a acercarse a la verdad:
• El primero, expresado en una famosa frase: «los cuentos de hadas no dan al niño la idea de lo malo o lo feo; esa idea está ya en el mundo (…). El niño conoce al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar a ese dragón».
• El segundo (que él llama doctrina del goce condicional) sostiene que todo poder reside en un sí condicional. Los cuentos nos dicen, según Chesterton: «Usted podrá vivir en un palacio de oro y zafiros si no pronuncia la palabra “vaca"», y con ello estos cuentos nos señalan que, todas las cosas, hasta las más grandes y maravillosas, dependen de una pequeña cosa que se prohíbe, y que ese límite o condición es lo que les da sentido y existencia.
• Y el tercero, que los cuentos, las rimas, los poemas, con su misterio y su fantasía, hacen ver a los niños, y cito a Chesterton, que «Estamos en un mundo equivocado (…). La verdadera felicidad consiste en que no somos adecuados a este mundo. Venimos de alguna otra parte. Nos hemos extraviado en el camino».
Por su parte, Tolkien nos habla de otros principios poéticos que este tipo de literatura ofrece a los niños y jóvenes. Enumera así tres beneficios que los cuentos de hadas (y hasta cierto punto otros tipos de fantasía) pueden proporcionar: recuperación, escape y consolación.
Con la recuperación se refiere a la capacidad de contemplar las cosas, especialmente las muy familiares, tal que fueran nuevas, para verlas como las verdaderas maravillas que son. Como alguno de ustedes habrá pensado, esto nos conduce de nuevo a Chesterton, y a su asombro agradecido de lo cotidiano.
Con el escape, Tolkien se refiere al alivio que ofrecen los cuentos ante la gran evasión que busca todo hombre: el escapar de la muerte.
Y finalmente está el consuelo, un consuelo muy necesario que los cuentos dan a través de la alegría del final feliz, de lo que él llama eucatástrofe (la buena catástrofe), y así nos dice que «La eucatástrofe es la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más elevada misión», y que por ello, estos relatos son evangelizadores «ya que proporcionan una fugaz visión del gozo».
Por último, C. S. Lewis nos dice que los mundos fantásticos de los cuentos clásicos de hadas y las novelas como las escritas por él o por su amigo Tolkien pueden enseñar a los niños a pensar en la existencia de otro mundo paralelo a este, trascendente e invisible, y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido con el que no resulta posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar. Y también que esas historias nos muestran, a través de ese universo imaginario subcreado por el escritor, que el mundo real fue igualmente creado, y que, por esa razón, por ser una creación, podría no ser o ser de otra manera.
Y de esta manera llegamos hasta la Belleza.
Decía Platón que la belleza es la cualidad por la que una cosa se constituye en posible objeto de amor. San Agustín nos lo confirma, cuando dice que «no podemos amar más que lo que es bello». Y Dios es la belleza absoluta. Por ello podemos intentar ir hacia Él a través de los rastros de belleza que dejó en lo creado y que también se dejan traslucir en los rasgos balbuceantes de nuestro arte. Se trata de la via pulchritudinis de la que habló Benedicto XVI, que conduce a la suprema Belleza divina partiendo de la belleza del mundo y de la belleza de la creación artística.
Y tenues vestigios o reflejos de esta Belleza con mayúscula los encontramos en los buenos libros: no solo en la armonía de las palabras, en su musicalidad, en la estructura cadenciosa y ordenada de un texto, sino también en las ilustraciones e imágenes que suelen acompañarlos (especialmente en la literatura a la que hoy me refiero, la infantil y juvenil). Y es que la belleza en sí misma constituye una profunda evidencia sobre la existencia de Dios, por lo que el arte que no repudia la belleza apunta indirectamente a Él.
Y termino ya.
Estas líneas ha sido un breve bosquejo sobre cómo la literatura y la poesía podrían desempeñar un papel, aunque sea pequeño, en el viaje que todos estamos en trance de hacer, especialmente en el que habrán de emprender nuestros hijos. No sé ustedes, pero yo estoy con Aristóteles, Shelley, Newman, Chejov y Pound, y creo así que la virtud de un buen libro es que puede provocar reacciones en el lector y empujarlo –por muy leve que pueda ser ese empuje– a actuar en pos del bien, la verdad y la belleza.
Escuchen sino al cardenal Newman en su obra, Una idea de la Universidad (1852):
«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia, y la sabiduría perpetuada, (…), si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».
Pues eso, no menospreciemos la buena literatura ni privemos de ella a nuestros hijos.